Soledad está intentando defender la palabra «urbania» para un título.
– Es como «suburbia», pero se aplica al centro de las ciudades -me dice por tercera vez-. Es divertida y «chic». ¿Por qué no te gusta?
Aunque está hablando conmigo por teléfono, Soledad mantiene a la vez una reunión. Varias redactoras están con ella en el despacho y aportan su punto de vista sobre el tema.
– «Urbania» no es una palabra. No está en el diccionario.
Soledad y yo llevamos diez minutos hablando sin llegar a ninguna conclusión, y da igual que todo su departamento la apoye.
– Pero suena de maravilla -insiste. Los que están con ella se muestran de acuerdo.
Pero yo no estoy de acuerdo. A mí me suena como si fuera el nombre de un país centroeuropeo.
– Muy bien -digo por fin. No quiero seguir discutiendo.
Cuando llamé a Soledad no esperaba que hubiese un coro de sicofantes, no esperaba una discusión. Pero me había equivocado. Ahora las discusiones para saber quién se sale con la suya son parte de mi trabajo, pero no se me dan bien. Nunca sé cuándo tener cuidado frente a un carácter frágil o cuándo defender algo hasta la muerte.
– ¿Puedes quitar mi nombre del artículo?
Sé que no es prudente, que no es una buena decisión, pero estoy harta de discutir y estoy harta de oír a los otros dándole la razón. Odio que la voz de Soledad suene como si estuviera en un túnel o en una selva de Mozambique y no al final del pasillo.
Hay dos segundos de silencio al otro lado del hilo. Mi solicitud revela demasiada pasión. Muestra que no sólo no me gusta la palabra «urbania», sino que la encuentro repelente.
– Si eso es lo que quieres…
Por un momento pienso en echarme atrás, pero me contengo. El daño ya está hecho. Un título como Los universitarios de Urbania no es un tema por el que hubiera creído tener que pelearme, pero la vida está llena de sorpresas.
– Gracias.
– ¿Querías alguna cosa más? -pregunta Soledad.
Estoy completamente segura de que, en cuanto cuelgue, irá al despacho de Lydia para quejarse de mí. En muy poco tiempo, me he ganado el calificativo de «difícil».
– No, eso es todo.
Respiro profundamente y me digo que debo rendirme. Rendirme a los bobos titulares de la revista y a la boba que los escribe. Pero en mí hay un Fausto y me resisto. Convertirme en editora ya me ha enseñado algo: «cuidado con lo que deseas porque puede hacerse realidad».
Hay cosas que me gustan de ser editora. Me gusta elegir sobre qué tema quiero escribir y darle el trabajo aburrido a otro. Me gusta hablar con los redactores para aconsejarles qué enfoque debe tener un artículo. Mi estilo editorial sigue estando en una fase primaria, pero tengo buen oído para el estilo de los demás e intento no cargármelo. No soy como otros editores de Fashionista. No quiero hacer que todos los artículos parezcan escritos por mí.
El artículo sobre los famosos en la universidad ha sido mi primer trabajo importante como editora y creo que lo he llevado bien. Tiene varias partes: fotografías del dormitorio del campus de alguna actriz famosa, fotografías de la ropa más adecuada y más cool para ir a clase, recetas de cocina para los que estudian por la noche, una columna sobre lo que significa que te reconozcan en el campus…
La sección no está mal. Al menos, no estaba mal hasta que Soledad empezó a meter la pezuña inventando palabras como «urbania».
A pesar de la inevitable frustración, me encuentro más feliz en mi despacho-almacén que en mi antiguo cubículo. Me siento más libre, más importante.
Fashionista es sólo un tebeo. Es sólo un cómic de Batman con «bang», «plaf», «boom», pero es más satisfactorio escribir los textos que colorear los dibujos.