Copas en el W

A Maya le encantan los bares y restaurantes de los hoteles. Le encantan por su elegancia y porque le hacen sentir como si estuviera de viaje.

– Nunca estuve enamorada de Roger -me confiesa, cuando el camarero le sirve una caipiriña.

Nunca ha tomado caipiriña, pero quiere probar algo nuevo. Los cosmopolitan eran para llorar a Roger -a quien nunca había amado- y le apetece tomar algo hecho con caña de azúcar.

Yo estoy tomando un mojito y espero que me explique qué quiere decir con eso. Yo también he tenido una revelación, pero decido guardármela.

– Ese anillo era como la kriptonita, me hacía débil. Cuando lo encontré en aquel cajón, me quedé tan sorprendida que pensé que lo amaba. Pero yo creo que era nostalgia de algo que no existe -me confiesa, no sin cierto embarazo. Es duro darse cuenta de que es tan susceptible como sus amigas de Connecticut, que quieren seguir viviendo en Connecticut.

– El olor de la barbacoa -digo yo.

– ¿Eh?

Estamos en el bar del hotel W, en Union Square. Tiene una barra de madera noble y sofás de terciopelo. Y hay mucha gente guapa.

– El olor de la barbacoa del vecino cuando estoy sentada en la escalera de incendios. Es lo mismo.

Maya asiente con la cabeza.

– Y algunas canciones.

– Eso es. Añoramos lo que no tenemos.

– Lo cual significa que esto mío con Gavin podría ir a alguna parte -sonríe Maya entonces-. No puedo estar con él de rebote si no estoy rebotada por nada.

Yo me atraganto con el mojito y me da un ataque de tos. No sé nada de su relación con Gavin.

– ¿Qué?

– Gavin y yo hablamos todas las noches -dice Maya, sin mirarme a los ojos.

– ¿Y por qué no me lo habías contado?

– ¿Qué iba a contarte? ¿Gavin y yo hablamos todas las noches por teléfono y tenemos unas conversaciones geniales? ¿Crees que me estoy enamorando, Vig?

– ¿Por qué no?

– Porque me da vergüenza decir que «tenemos unas conversaciones geniales». ¿Qué clase de relación es esa?

– ¿Estás enamorada?

Maya se encoge de hombros, intentando aparentar indiferencia.

– ¿Te gusta mucho? -pregunto entonces, intentando atemperar la inmensidad de su admisión.

Ella vuelve a mirar hacia la puerta, como esperando ver entrar a Gavin en cualquier momento… Ah, claro, está esperando a Gavin, que llegó anoche a Nueva York para dar los últimos toques a la exposición.

Pero yo me he topado contra la terquedad de Maya tantas veces como para saber cuándo no debo seguir con un tema.

– Ayer le vendí un artículo al New York Times.

Mi amiga, con los ojos como platos, me aprieta la mano con tanta fuerza que casi se me cae el mojito.

– ¿Qué?

– Que he vendido mi entrevista con Pieter van Kessel al New York Times. Y no sólo la entrevista… sino la serie de artículos.

Maya se queda sin palabras durante unos segundos. Y después empieza a golpearse la cabeza contra la barra.

– Queremos una botella de champán -le dice al camarero.

– No es necesario…

– ¿Qué? No se puede celebrar nada sin champán. ¿Con qué vamos a brindar?

Estoy a punto de decir que podemos brindar con el mojito y la caipiriña, pero el camarero ya está abriendo una botella de Moët Chandon.

– Además -dice Maya, dándome una copa-. Yo también quiero brindar por algo.

– ¿Por qué?

– No, no, tú primero. Por mi gran amiga Hedwig Morgan, periodista.

Yo me tomo toda la copa de un trago, emocionada.

– Muy bien. Ahora, tu noticia.

– He empezado un nuevo libro…

– Qué maravilla. ¿De qué va?

– De uno que intenta envenenar a una anoréxica. Pero no es de misterio porque no muere nadie.

Yo lleno las copas de nuevo y levanto la mía para un nuevo brindis.

– ¡Por la literatura!

– No sé…

– Si yo tengo que sufrir tu brindis, tú tienes que sufrir el mío.

Maya sabe que no debe discutir conmigo cuando estoy ligeramente borracha.

– Muy bien. Por la literatura.

No lo dice con mucha convicción, pero al menos lo dice.

– Bueno, lo importante es que le he enviado los primeros capítulos a un agente literario que es amigo del agente de Gavin en Nueva York. Los ha leído como favor personal y cree que son prometedores.

Cumpliendo con el término de referencia del 15 de agosto, yo no he mencionado la palabra «agente literario» en casi tres meses. Y me alegra ver que otros no han sido tan circunspectos.

– Qué alegría.

– No significa nada, en realidad. Quizá sólo está siendo amable. Además, el resto del libro podría no gustarle -dice Maya.

Tanto pesimismo no es bienvenido en esta fiesta.

– ¡Por un libro prometedor!

Este brindis tiene la mezcla exacta de melancolía y esperanza (la posibilidad de tener éxito, la inevitabilidad de una decepción) que le gusta a Maya y, por eso, levanta alegremente su copa.

Para cuando llega Gavin somos invencibles. Somos invencibles y estamos beodas y convencidas de que todo es posible. Somos como Godzilla y los obstáculos que se ponen en nuestro camino son como las casitas diminutas de los poblados japoneses.

Maya le echa los brazos al cuello y le da un beso que Gavin recibe con una sonrisa tímida. A mí me saluda con la mano.

Como los pobres llevan mucho tiempo sin verse, los dejo solos unos minutos y voy al lavabo para admirar los grifos y para autocompadecerme un poco porque Alex no está aquí.

Cuando lo llamé para darle la buena noticia, pensaba invitarlo a venir, pero algo me detuvo. Un evento tan importante como este se celebra con los amigos íntimos o con tu novio; no con alguien con quien pasas buenos ratos.

Cuando vuelvo, Maya está pagando las copas. Después, nos metemos en un taxi y vamos a cenar a nuestro restaurante favorito. Tomamos crepes de champiñón con besamel, pizza de queso y aceite de oliva y crème brûlée.

Alguien pide una botella de vino y yo acepto seguir brindando, aunque estoy agotada.

La noche termina felizmente con la acostumbrada bronca sobre quién paga la cuenta, que gano yo porque no he bebido tanto como ellos y tengo más reflejos.

Fuera hace fresquito y, antes de tomar un taxi para volver a casa, insisto en acompañarlos al apartamento de Maya. El futuro está a la vuelta de la esquina.

Загрузка...