No estoy preparada para la bienvenida de Alex Keller. He venido aquí directamente desde la redacción y estoy dispuesta a pegarme con él si es necesario para que me deje entrar en su casa. Que abriese la puerta con una sonrisa en los labios era algo que no esperaba y me quede mirándolo durante unos segundos, sin entender.
– Ah, ya estás aquí. Pasa.
Lleva pantalones cortos de color arena y una camiseta marrón. La camiseta es muy vieja y está rota en el cuello. En realidad, da la impresión de que se convertirá en polvo si la tocas. Va descalzo.
– No te esperaba tan pronto, pero ya casi he terminado. Siéntate.
El salón de su casa es muy masculino: suelos de madera recién pulida, un sofá azul, estanterías con libros, una mesa de café. Y punto.
Cuando me acerco al sofá, veo que está colocado en diagonal y que, tras él, hay una mesita con una plancha, una batidora y un teléfono antiguo. Supongo que él, como Anna, tampoco tiene armarios. En realidad, en Manhattan sólo tienen armarios los ricos que salen en Fashionista. Los demás tenemos que conformarnos con apaños.
– Flecha volverá dentro de un momento.
Alex Keller se sienta en una silla de la cocina para ponerse las zapatillas de deporte. Al hacerlo, observo cómo se mueven sus bíceps. Alex Keller tiene bíceps. Eso no me lo esperaba. A pesar de su estado, la camiseta se mantiene en su sitio.
– Me está ayudando una vecina.
No sé de qué me habla, por supuesto. Me ha confundido con otra persona. Voy a decirle quién soy, claro, pero no ahora mismo. Ahora mismo quiero ver cómo se pone las zapatillas. La novedad de un Keller simpático me seduce. Pero cuando le diga quién soy empezará a soltar barbaridades. Incluso es posible que me tire escaleras abajo.
– Te gustará Flecha -sigue diciendo, mientras se ata los cordones de las Adidas-. Tiene unos ojos de cachorro que te parten el corazón.
No sé si Flecha es un perro o su hijo porque en el informe no decía nada de su estado civil.
– Que bien.
Keller sonríe. Tiene una sonrisa bonita, un poco tímida. Y tiene, además, un hoyito en la mejilla.
– Pero tienes que ponerte seria con él. Un poco de disciplina no le viene mal a nadie.
Lo de la disciplina rompe el encanto. A pesar de la sonrisa, a pesar de los bíceps y de los ojos verdes, abro la boca para decir quién soy. Pero antes de que pueda hacerlo suena el timbre.
– Ahí está -dice él, levantándose. Keller desaparece y lo oigo hablar con una vecina-. ¿Te ha dado algún problema?
– No, es un cielo. Hace un día precioso, así que hemos estado corriendo por el parque.
– Estupendo. Muchas gracias por todo.
– De nada. ¿Cenamos mañana entonces?
Aunque no puedo verla, sé que la mujer con la que está hablando es rubia, tiene buenas curvas y la nariz respingona. Me apostaría el cuello.
– Claro. ¿A las nueve?
– Sube a casa a las ocho y te invito a un cóctel.
Está tonteando descaradamente. Es imposible ir al Beauty Bar o a Man Ray un sábado por la noche sin oír ese tono melifluo. Por eso yo no voy a esos bares.
– Muy bien. Hasta mañana entonces. Y gracias otra vez.
– No ha sido nada, de verdad.
Normal. ¿Que mujer no querría que Keller le debiese un favor?
La puerta se cierra y yo me preparo para conocer a Flecha, que no se si es animal, mineral o vegetal. Pero lo que está claro es que Keller es un compañero de trabajo insoportable y con múltiples personalidades.
Flecha resulta ser un Labrador de color marrón. Es un perro tranquilo y parece considerar cada paso antes de darlo. Está moviendo la cola para saludarme, pero es como si lo hiciese a cámara lenta.
– El nombre no le pega mucho, ¿no? -le pregunto. Aunque no se si es buena idea meterme con su mascota.
Keller sonríe con su devastadora sonrisa tímida y yo tengo que hacer un esfuerzo para cerrar la boca. Es Alex Keller, emocionalmente inalcanzable… hasta físicamente inalcanzable porque en cinco años nunca había logrado verlo en persona. Pero, teniéndolo delante, el legendario mal genio se me olvida.
– No, Flecha no es muy rápido. Tiene siete años, pero tampoco tenía mucha energía de cachorro. Lo llevé al veterinario para ver si era un problema de tensión baja o algo así, pero me dijo que estaba perfectamente. Es un poco perezoso, nada más.
– Entonces, ¿por qué le pusiste Flecha?
Al oír su nombre, el animal se acerca para apoyarse en mis piernas. Yo lo acaricio, aunque no se si busca afecto o sólo está apoyándose en algo.
– Una ironía, mujer. Iba a ponerle Yuju, pero no funcionó. La gente pensaba que no sabía el nombre de mi perro y me miraban con mala cara. Incluso creo que una señora estuvo a punto de denunciarme por maltrato psicológico.
Me sorprende que a un hombre que ha hecho todo lo posible por molestar a sus compañeros de trabajo lo preocupe tanto lo que piensen los extraños. Pero, en realidad, Alex Keller no tiene compañeros de trabajo en Fashionista porque no trabaja con nosotros.
Mientras acaricio a Flecha, me digo que debo contarle quien soy, pero no tengo valor.
«Emocionalmente inalcanzable, emocionalmente inalcanzable».
– Muy bien, chico -dice entonces, tomando la correa de Flecha-. Vamos a dar un paseo. Kelly tiene que conocer a nuestros amiguitos del parque. ¿Por que no sujetas tú la correa? Así se irá acostumbrando.
Yo la sujeto de forma autoritaria. Intento parecer una profesional, pero Flecha no se deja engañar. Bosteza exageradamente y se dirige a la puerta a su propio ritmo.
Lo sigo hasta el ascensor y espero mientras Keller cierra la puerta. Miro mi reloj. Son casi las cinco y media y me pregunto por primera vez cuándo aparecerá la autentica Kelly. Sé que debería decir algo, pero ahora hay algo más que los bíceps y la sonrisa. Y más que la vergüenza que voy a pasar cuándo le diga quien soy. Ahora tengo que pensar en Flecha. No puedo abandonarlo.
Entre la 74 y Broadway, el apartamento de Keller está sólo a una manzana del parque Riverside. Durante el paseo, Flecha hace como que yo lo llevo, pero es el quien tira de mí. Para ser un perro tan perezoso, tiene mucha fuerza.
– Se lleva bien con todo el mundo, menos con el tío que pasea al perro de Julie Andrews.
Es un precioso día de agosto, la clase de día por el que rezan las novias: soleado, con un poquito de brisa. Yo respiro profundamente para disfrutar del verano.
– ¿Julie Andrews?
No sé de que me sorprendo. Cuando se vive en Nueva York es muy normal verse rodeado de celebridades. Están a tu lado mientras esperas en un semáforo, detrás de ti en la cola de Balducci's…
– Sí. Yo no sé por que no le cae bien -sonríe Keller, acariciando la cabeza de su perro-. Según Adam, el chico que paseaba a Flecha hasta ahora, no puede soportarlo. Así que no te ofendas si un tipo bajito y gordo se aleja con un caniche nada más verte. Creo que tuvo una infancia difícil; debe ser la víctima de una madre castradora.
La descripción es exactamente la de Keller en Fashionista y yo me quedo helada. Intento comprobar si me está tomando el pelo porque sabe quien soy, pero el sigue caminando sin mirarme.
– Bueno, ya hemos llegado -sonríe, abriendo la verja del parque que señala la zona para perros.
Por supuesto, Flecha no parece emocionado y a mí me da no sé qué soltar la correa. Hay pastores alemanes y perros muy robustos corriendo de un lado a otro. ¿De verdad corre por allí todos los días?
– La primera regla para ser un buen padre es saber cuándo debes dejarlo ir -sonríe el hombre de los ojazos verdes.
Yo nunca he conocido a un tío que sepa las reglas para ser un buen padre y me quedo atónita.
«Emocionalmente inalcanzable, emocionalmente inalcanzable», me digo y me repito.
Keller se agacha para quitarle la correa y Flecha, en lugar de salir corriendo a jugar con sus amiguitos, busca una sombra para tumbarse. Hora de la siesta.
Nosotros nos sentamos en un banco de madera.
– ¿Crees que podrás con el? -me pregunta, mientras levanta la cara hacia el sol con los ojos cerrados.
Yo me quedo admirando su atractivo rostro, deseando que sea el otro Keller, el ogro que grita a los campesinos por meterse en su pantano.
No digo nada porque no sé qué decir. Sí, creo que puedo con Flecha, pero aunque estoy harta de mi trabajo, no me apetece dedicarme a pasear perros. Y eso que Keller es una tentación. Casi desearía dejar Fashionista para dedicarme a pasear a Flecha todos los días.
– Como te dije por teléfono, tienes buenas referencias y no me asusta confiarte a mi perro. Además, sólo serán tres días a la semana y no tienes que estar aquí horas y horas -ríe Keller-. Como ves. Flecha hace aquí lo mismo que en casa.
Eso no es cierto del todo. Flecha se está echando la siesta, pero tiene compañía: un golden retriever que se ha colocado a su lado.
– Tendré que comprobar mis horarios. No creo que deba comprometerme hasta estar segura.
Lo digo y me quedo tan pancha.
Él sonríe.
– Me parece muy bien.
– ¿Qué ha sido de Adam, el chico que pascaba antes a Flecha?
Sé que debo confesarle quién soy, pero no me apetece. Nunca me había sentado en un banco del parque con un hombre guapísimo que sabe cómo ser un buen padre para su perro. Y puede que no vuelva a pasarme nunca.