Maya trabaja con extraños. Trabaja como free lance en varias revistas y aunque ve a la misma gente mes tras mes, apenas existe para ellos. Nunca la han presentado en una reunión y su vida no le interesa a nadie. Cuando estornuda nadie dice «Jesús», cuando aparece bronceada nadie le pregunta dónde ha estado, cuando se pone un jersey nuevo, nadie le hace un cumplido.
– Si fuera cualquier jersey, no habría esperado nada -me dice, terminándose el tercer cosmopolitan.
A través de las ventanas del Paramount veo que se encienden las luces de la ciudad. Estoy pensando volver a la redacción para apagar el ordenador y la vela cuando el camarero aparece con otra ronda. Me quedo donde estoy. Si Christine no apaga mi vela, como buen producto del Medio Oeste que es (luchemos juntos contra el fuego), la apagará la señora de la limpieza.
– Pero es que no era cualquier jersey -sigue Maya, dolida-. Tenía lentejuelas rosas bordadas alrededor de las mangas y el escote. Era monísimo.
– ¿Y no dijeron una palabra?
– Nada -contesta ella, con tristeza-. Y yo tenía toda la conversación planeada en mi cabeza. Ellos dirían: «qué jersey más mono». Y yo diría: «Gracias, lo he comprado en la tienda de Donna Karan en Ithaca». Y ellos me dirían: «¿Has estado en Ithaca este fin de semana?». Y yo les diría: «Pues sí, con un amigo. Hemos ido a hacer rafting».
Maya trabajó como correctora free lance para Fashionista, pero lo dejó unos meses más tarde porque no podía soportar cómo hacíamos las cosas. No podía soportar tener que discutir cada coma y odiaba tener que justificar al margen cada corrección. Ser corrector es un trabajo que requiere exagerada atención a los detalles y, además, es un trabajo con muy poco glamour. Fashionista, con su sistema de notitas, hace que el proceso sea interminable.
– Hacía calor, pero no me quité el jersey esperando que alguien me dijera algo.
– Casi todas las esperanzas son vanas -digo yo, muy filosófica.
Normalmente, Maya me habría contradicho, pero hoy no se siente muy optimista. Roger y Marcia, ya te he contado.
– Me he involucrado en un complot -le cuento entonces, para animarla. Además, llevo veinticuatro horas pensándolo y tengo que decirlo. Si no lo hago ahora, callaré para siempre.
– ¿Qué?
Estoy segura de que no hay nadie de Fashionista en el bar, pero miro alrededor, por si acaso.
– Que voy a tomar parte en un complot para echar a la directora de Fashionista.
Maya abre los ojos desmesuradamente.
– ¿Un complot?
– Un complot.
– ¿Qué clase de complot? -pregunta mi amiga, muy interesada. He conseguido que se olvide de sus problemas por un momento. Bien.
Le cuento la historia y Maya me pide detalles.
– ¿Gavin Marshall? -repite, arrugando el entrecejo.
– Yo tampoco había oído hablar de él, pero es un artista muy conocido en Inglaterra. Por lo visto, su padre es conde y nació en una mansión que ahora es patrimonio histórico artístico. Y su abuelo fue ministro durante la guerra de Crimea. Estudió en Eton, en Oxford… creo que lo único que le ha resultado difícil en la vida fue convencer a su padre para que le dejase tirar una vaca a la piscina.
Maya se queda callada un momento. Está pensándolo e intentando llegar a una conclusión.
– ¿Tú crees que funcionará?
Yo suelto una carcajada.
– Ni de coña. Seguramente me despedirán, pero la verdad es que me apetece intentarlo.
Después de decir aquello en voz alta, me siento embargada por una extraña emoción. Estoy como… no sé, excitada.
– ¿Y vas a arriesgar tu trabajo?
– Yo también estoy sorprendida. Cuando me desperté ayer por la mañana, me sentía bastante satisfecha con mi trabajo.
Maya da un traguito de su cosmopolitan.
– ¿Y qué ha cambiado?
Una pregunta excelente.
– No lo sé muy bien. Tenemos una nueva directora de belleza y moda que parece escuchar ideas, cosa rara en Fashionista, y, la verdad, estoy harta de hacer siempre lo mismo. Año tras año hacemos fotos de famosos, escribimos qué se ponen, qué deportes practican…
Lo de patinar sobre nieve está siendo un rollo insoportable, por cierto. Pero dentro de unos días habré escrito un artículo de quinientas palabras que tendrá demasiados adjetivos, demasiadas cursivas, demasiados nombres y demasiados signos de admiración. Pero no te dejes engañar. Sólo es el estilo de Fashionista para intentar convencerte de que el esquí sobre patines es lo más de lo más.
– ¿Recuerdas lo emocionada que estaba cuando conseguí el trabajo?
Maya asiente con la cabeza. Claro que lo recuerda. En ese momento, yo dormía en su sofá.
– Habíamos terminado la carrera dos años antes, pero a mí me parecía que llevaba más de una década haciendo café para el editor del Bierlyville Times. Entonces pensaba que no había nada más glamouroso en la vida que vivir en Manhattan y hablar de los famosos -suspiro, tomando un sorbo de mi gin tonic-. Una ingenua de Missouri donde las haya.
Maya no comenta sobre mi simplicidad típica del Medio Oeste. Ella nació en Connecticut y solía ir a Nueva York de copas.
– Si el motín no funciona y te despiden, no te preocupes. Puedes trabajar como free lance. Yo te ayudaré a empezar… hay mucho mercado.
A pesar de que trabaja con extraños, Maya siempre defiende a los free lance. Es como esos emigrantes que llegan a Nueva York y escriben a sus parientes para decirles que aquí se atan los perros con longanizas. Yo sé que no es así, que no todo el mundo es próspero en la tierra de la prosperidad, pero a veces uno no tiene alternativa. A veces, ciertos eventos te obligan a dar un salto. Trabajar en Fashionista empieza a ser para mí como la hambruna irlandesa de primeros de siglo.
Son las siete de la tarde y el bar se ha llenado de gente. Un tipo con mocasines de Loewe se coloca entre nuestros dos taburetes y mueve las manos frenéticamente para llamar la atención del camarero.
Maya y yo no tenemos que decirnos nada. Miro al camarero y él me da la cuenta.
Mi amiga protesta; insiste en pagar, pero no la dejo. En realidad, esto ha sido una celebración para mí: nos hemos librado de Roger. Y aunque setenta y cinco dólares son muchos dólares, el precio es pequeño.
Cuando llegamos al vestíbulo del hotel, Maya entra en el lavabo y yo me quedo esperando en la puerta. Acaba de llegar un enorme grupo de japoneses. El hotel es tremendamente moderno: sofás de terciopelo color verde lima, sillones de cuero, mesas de aluminio… nada pega con nada. O, más bien, nada pegaría en cualquier otro sitio, pero el hotel Paramount es el colmo de la modernidad.
Maya reaparece unos minutos más tarde. Sale del lavabo y es inmediatamente acosada por una mujer japonesa pidiéndole que le haga una foto con su amiga. Ella acepta, pero después de cuatro cosmopolitan no se da cuenta de que está tapando el objetivo con el pulgar. La señora japonesa es demasiado educada como para comentarlo y, cuando nos vamos, le pide a otra amiga nipona que le haga la foto.