Cada mañana, Anna Choi entra en la redacción y explica su atuendo. Hoy es estilo retro, Ellis Island. Pantalones: Antique Boutique (45$), camisa: H &M (11$), pañuelo: Bendel's (220$), zapatos: Fausta Santini (72$).
Se está riendo de «El ojo Público», unos artículos semanales del New York Times en los que se pregunta a la gente de la calle qué llevan puesto, porque Anna nunca será una de la calle.
Normalmente lleva pantalones de mercadillo y suele comprar las camisas en las rebajas, pero siempre, siempre, lleva algo carísimo; normalmente algo pequeño como un bolso o un pañuelo. Y todo le queda de maravilla.
Anna es la editora de la sección de Hogar y su trabajo consiste en entrevistar a famosos en el salón o la cocina de su casa. Pasa un par de horas tomando notas y después vuelve a su apartamento de setenta metros en el East Village. Como no tiene espacio suficiente para sus cosas, Anna se ha convertido en una fetichista de los armarios. Se le hace la boca agua cuando ve una despensa, se desmaya si ve un armario empotrado para la ropa de cama. Esos son sus templos y, en cada número, tienen que cortarle quinientas palabras sobre armarios, alacenas, vestidores y boiseries.
La sección de Hogar de Fashionista es una de las mejores, con fotografías exquisitas de los famosos envueltos en albornoces blancos, desayunando en terrazas rodeadas de buganvillas o tocando el piano en salones enmoquetados hasta el techo. Cuando ves las fotos tienes la impresión de que todo es completamente irreal, que aquel momento no existía hasta que el fotógrafo apretó el botón de la Canon. Uno tiene la sensación de que hasta los protagonistas se sienten desplazados. Es como Cary Grant deseando ser Cary Grant.
A pesar de las casas que aparecen en la revista: ranchos en Nuevo México, villas en Malibú y dúplex en Manhattan, los artículos son todos Iguales. Es como si todos los famosos tuvieran el mismo salón o la misma entrada. Pero Anna hace un buen trabajo. Intenta que esa librería de caoba parezca la primera librería de caoba que ha visto en su vida y hace que las estrellas hablen… o, más bien, que digan tonterías.
Por ejemplo, aquel que la llevó al pie de una colina para recitar el soliloquio de Hamlet. Es que si les das un poco de cuerda, se ahorcan.
Aunque es viernes y son las tres de la tarde, tenemos una reunión. Aquello no tiene precedentes y ni siquiera Anna está preparada.
Tiene una lista de famosos que quieren enseñar su casa, pero ninguno de ellos está en la lista A de Jane. Y cuando menciona a la protagonista de Todos mis hijos, la directora pone cara de asco. En Fashionista no aparecen actrices de telenovela.
– ¿Qué más tienes? -pregunta, mirando su reloj.
No es la única; todos estamos mirando el reloj, deseando marcharnos a casa a tomar el té.
Anna mira sus notas y, aunque está un poco nerviosa, disimula de forma impecable. Ella es impecable, en realidad. Si yo me pusiera esa camisa me darían dinero por la calle, pero en ella parece algo de alta costura.
– No tengo nada más por ahora. Pero me confirmarán dos entrevistas el martes -dice, recordándole sutilmente que es viernes por la tarde y nadie había planeado esta reunión.
Jane pone cara de querer matarla o, al menos, darle una patada en la espinilla, pero se contiene. Marguerite está en la sala de juntas. Está sentada frente a ella, con una sonrisa en los labios y Jane intenta hacer lo mismo. Por un segundo, quiere caer bien. Y eso ha salvado a Anna.
Entonces se vuelva hacia una becaria.
– A ver tú, la del grano, ¿en que estás trabajando?
La mortificada universitaria murmura algo sobre zapatillas de deporte firmadas por famosísimos artistas plásticos.
Jane convocó esta reunión al descubrir que Marguerite tenía que tomar un avión para Bangor, Maine, que salía a las cuatro del aeropuerto Kennedy. Un millonario la había invitado a visitar su isla privada en compañía de condes y príncipes europeos y Jane está decidida a estropearle el fin de semana.
Marguerite podría haberse marchado de todas formas, pero decidió quedarse por razones políticas. Sabe que su posición en Fashionista sigue siendo precaria.
La propia Jane pensaba tomar un tren para Montauk, pero arruinar los planes de Marguerite es mucho más importante. Ahora tendrá que ir por carretera y sufrir los atascos típicos del viernes o tomar el último tren, que para en Forrest Hill, Baldwin, Scaford, Copiague y Bridgchampton. Pero a Jane no le importa sufrir si hace sufrir a otra persona.
Y seguirá tocándonos las narices a todos hasta las cuatro en punto. De ese modo, Marguerite no podrá llegar al aeropuerto ni siquiera en una alfombra mágica. Y nos mantendrá aquí hasta las cuatro aunque para ello tenga que ponerse a leer la guía telefónica.
– ¿Alguien tiene alguna idea nueva? -pregunta, mirando alrededor-. Creo recordar que envié una nota pidiendo ideas nuevas para la reunión de hoy.
Mentira, claro. Pero nadie dice nada. El ambiente es como el de una clase de latín y todo el mundo mira al de al lado, para escurrir el bulto.
Marguerite interviene entonces:
– Yo tengo un par de ideas para el número de novias.
Jane mira a su nemesis.
– Ya me imagino, pero prefiero empezar con los redactores…
– Deberíamos escribir un artículo sobre los vestidos de las damas de honor -sigue Marguerite, como si no la hubiera oído. Esto enfurece a Jane, pero intenta disimular-. Según todo el mundo, es imposible que esos vestidos sean hip, pero podríamos elegir cinco o seis y dárselos a… por ejemplo, Michael Kors, Tom Ford, Marc Jacobs, Donna Karan… para ver que hacen con ellos.
– Yo tengo seis vestidos de esos en mi armario -anuncia Christine.
Todo el mundo está de acuerdo. Es imposible llegar a los veinticinco sin haber tenido que ponerte algún vestidito rosa de cuello redondo.
– Yo tengo un vestido horrible de color verde hoja -dice Allison-. Estilo renacentista.
Yo lo se todo sobre ese vestido, porque Allison se pasó semanas intentando convencer a su hermana para que no la obligara a ponérselo. Le suplicó, pero no valió de nada.
– ¿Estilo renacentista? Y yo pensaba que mi vestido azul estilo imperio era el más espantoso del mundo -sonríe otra editora.
– A mí me habría encantado ponerme un vestido estilo imp… -empieza a decir Allison.
– Es una sugerencia interesante -la interrumpe Jane-, pero en esta empresa hay reglas muy estrictas que impiden utilizar a nuestra gente para la revista.
La regla se aplica a la persona, no a sus vestidos, pero Marguerite tiene una idea mejor:
– Claro, por eso yo había pensado pedirle los vestidos a nuestras lectoras.
– ¿Nuestras lectoras? -repite Jane, como si no supiera quién es esa gente.
– Sí, podemos hacer una especie de concurso. Pedirles que envíen fotografías de los vestidos más feos. Elegiremos los peores y se los daremos a los diseñadores.
– Es una idea excelente -asiente el director de arte, cuyo entusiasmo sobrepasa por un momento su sentido común.
Si quieres durar en Fashionista, no halagues a alguien a quien Jane quiere decapitar.
– Es una buena idea y seguro que sería perfecta para… las lectoras australianas -dice Jane, sonriendo como una hiena-. Pero en Fashionista no vestimos a los canguros. Nuestras lectoras son un poco más sofisticadas.
– Nuestras lectoras no eran canguros -replica Marguerite, intentando aparentar que no se siente insultada. Pero yo veo que está apretando la boquilla como si quisiera matarla.
– Sí, claro. De todas formas, la idea está bien, pero no para nosotros. Si te quedas algún tiempo por aquí, sabrás lo que es Fashionista y lo que no es Fashionista. Por el momento, veo que no lo has pillado. Léete un par de números más, por favor.
Marguerite sonríe. La tensión podría cortarse con un cuchillo.
– Muy bien. Voy a intentarlo otra vez. Creo que tu nota decía tres ideas, ¿no?
Aterrorizada, y con razón, de que Marguerite tenga otra idea. Jane vacila.
– Démosle una oportunidad a otra persona. ¿Lydia?
– ¿Qué tal ropa de camuflaje? Es la trend du jour.
Trend du jour es una de las frases favoritas de Lydia y la usa sin ironía alguna.
Jane asiente. Esas son las ideas que a ella le gustan, las que no son de Marguerite, aunque ya se hayan hecho antes. Le gusta pisar terreno familiar. A nuestras lectoras, de las que no se acuerda, no parece importarles lo que escribamos mientras sigamos poniendo fotografías de famosos. Lydia encontrará fotografías de tres estrellas con ropa de camuflaje y se acabó.
– Estupendo. ¿Alguien más?
Como yo estoy sentada al lado del Lydia, Jane me mira a mí.
– Vig.
Aunque siempre tengo un par de ideas dando vueltas en mi cabeza, sé que a Jane no le gustarán e intento lanzar un trend du jour. Entonces oigo un tintineo de monedas. Es la ayudante de Jane, Jackie, que aparece en la sala de juntas y le hace una seña a la directora. Son las cuatro y la puerta del avión a Bangor acaba de cerrarse. La reunión puede terminar.
– Yo había pensado escribir un artículo sobre…
Jane me interrumpe, como había imaginado.
– Muy bien. Vig, pero tengo que salir corriendo. Se me había olvidado que tengo una reunión. Hasta el martes a todos -se despide. Pero entonces recuerda que está Marguerite. Y no quiere dejarnos solos con sus peligrosas ideas-. El lunes quiero decir. Nos vemos el lunes.
Sale de la sala de juntas y los demás esperamos tres segundos antes de hacer lo propio. Cinco minutos después sólo quedo yo en la redacción.