Delia entra en mi despacho llevando en la mano una gruesa carpeta. Mira alrededor un momento, cierra la puerta y mueve la silla que hay frente a mi escritorio. Al hacerlo, tira sin querer un montón de revistas atrasadas, tan precariamente colocadas como la torre de Pisa.
Delia se disculpa e insiste en arrodillarse para volver a ponerlas en su sitio, aunque le digo que no se moleste. En mi despacho no te puedes mover sin tirar algo. A pesar de mis insistentes llamadas, los de mantenimiento no han retirado las revistas atrasadas y mis compañeros, yo creo que a insistencia de Allison, siguen usándolo como un almacén de material.
Cuando las revistas están colocadas en su sitio, Delia se sienta frente a mi escritorio con mucho cuidadito para no tirar nada.
– He descubierto algo.
Aprieta la carpeta contra su pecho como si fuera un tesoro y tiene una expresión… yo diría que asustada.
– Dime.
– Jane hizo que deportasen a Marguerite -dice Delia entonces.
Me digo a mí misma que no he oído bien. ¿Jane hizo que deportasen a Marguerite? ¿Cómo pudo hacer que la deportasen? Jane McNeill sólo tiene poder para hacer llorar a sus redactoras.
– ¿Qué?
– Jane hizo que deportasen a Marguerite -repite Delia, dejando la carpeta sobre la mesa-. Hace ocho años.
Yo abro la carpeta con cuidado, como si fuese una bomba. Hay fotografías de Marguerite cuando era joven y artículos que escribió para Parvenu y para el Vogue australiano. También hay notas de prensa y notas de conversaciones telefónicas que Delia ha mantenido con sus antiguos compañeros de trabajo y hasta con su familia. Este archivo no está censurado. O Delia empieza a confiar en mí o tenía mucha prisa por traérmelo.
– Marguerite se llama Marge Miller y nació en Perth.
Por un momento, me quedo sin palabras.
– ¿Perth?
– Australia.
– Eso ya lo sé. Pero no sé si entiendo…
– Marguerite es australiana.
– ¿Es australiana?
Delia asiente con la cabeza.
– Australiana.
– ¿No es francesa?
– No. Se hizo francesa al cumplir los veintitrés.
– Ah -murmuró yo, intentando digerir que nuestra Audrey Hepburn particular no es europea.
– Se mudó a Sidney a los quince años. Trabajó durante algún tiempo en varias revistas de poca categoría y apareció en Londres a los veintiuno, como Marguerite Tourneau. Consiguió un trabajo en Hello como redactora y, dos años más tarde, era editora de Parvenu, en Nueva York. Allí conoció a Jane -me informa Delia-. Entonces se hacía pasar por francesa. Los detalles aún no los conozco porque todavía tengo que hablar con más gente, pero consiguió el puesto de subdirectora de Parvenu y Jane se marchó unos meses después. No se vieron durante unos años, hasta que volvieron a coincidir en Face. Según mi contacto, estuvieron a la greña hasta que Marguerite fue deportada. Y entonces Jane se quedó con el puesto de directora.
– No.
Delia sonríe. Por eso tiene expedientes de todos nosotros, para descubrir algo jugoso.
– Sí.
– Pero eso es tremendo -digo yo, incrédula-. ¿Cómo lo hizo?
Delia saca una fotocopia de la carpeta.
– Lee el nombre del oficial de inmigración que se encargó del caso.
David Whiting.
– No sé quién es.
Ella deja escapar un suspiro de impaciencia.
– ¿Es que no has leído el expediente de Jane? Whiting es su apellido de soltera. David Whiting es su hermano.
Yo vuelvo a mirar el documento, casi esperando ver una fotografía de ese hombre con cuernos y cola puntiaguda.
– Pero eso es una inmoralidad.
Delia vuelve a encogerse de hombros.
– Así es Jane. O quizá todo el clan Whiting. Su hermano es una buena pieza. Por lo visto, se dedicaba a echar gente del país sin ton ni son. A cambio de una propina, era capaz de desembarazarse de cualquiera. Hace un par de años fue denunciado, pero la cosa se mantuvo en secreto… amigos en altas instancias, ya sabes. Ahora trabaja para el Departamento de Estado.
Yo la miro, horrorizada, imaginándome frente al Congreso acusada de traición. Un Whiting en el Departamento de Estado puede hacer mucho daño.
– No te preocupes -sonríe Delia-. Tiene un puesto muy bajo en el escalafón. Se dedica a hacer tiempo antes de jubilarse.
Pero a mí no me reconforta su aparente tranquilidad. Me siento desconcertada por la noticia de que Jane no es sólo una niña que le arranca la cabeza a sus muñecos durante una pataleta.
– Creo que, a partir de ahora, deberíamos ir con más cuidado.
– Por cierto, ¿cómo va todo?
Le hablo de la reunión con Kate y Sarah en el lavabo de ejecutivos. Y, mientras le cuento los detalles, me veo obligada a admitir que echar a Jane Carolyn-Ann McNeill no es ya un proyecto, sino algo inevitable. Y después de haber descubierto lo que hemos descubierto, ya no es sólo por interés personal. No, ahora es un acto de justicia.