Jane Carolyn-Ann Whiting McNeill

Cincuenta y dos horas antes de la exposición de Gavin Marshall, Jane decide ponerse también su apellido de soltera. Stickly distribuye una nota para todo el personal. La adición de otro apellido no parece entusiasmar a nadie y un par de desafortunadas redactoras son llamadas a su despacho, donde reciben la advertencia de que lo de Jane McNeill se ha terminado.

Stickly me da la nota con una máscara de estoica indiferencia. Está intentando ser valiente. Está intentando ser inglés, pero se le nota desesperado. Este no es su trabajo. Él lleva a los campesinos frente al monarca, no al monarca frente a los campesinos.

– La señora McNeill la recibirá a la una y media -me dice con esa voz imperial que podría llenar un anfiteatro.

Yo niego con la cabeza. No tengo intención de salir de mi despacho. No pienso moverme hasta que Leila Chisholm me diga lo que le ha parecido mi artículo.

Estoy esperando lo peor. Estoy esperando que me diga que es horrible. Estoy esperando que me grite al oído que es lo peor que ha leído en toda su vida. Pero yo aguantaré sus gritos estoicamente. Los aguantaré sin decir una palabra; después colgaré el teléfono y me pondré a sollozar como una desesperada.

El artículo está sobre mi escritorio, pero no puedo mirarlo. Lo he leído demasiadas veces y sigo sin saber si es bueno o malo. No he dormido nada, estoy exhausta y me aterroriza que la inspiración de las tres de la mañana no sea más que un fuego fatuo con piel de oveja.

– No puedo a la una y media -insisto, apartando la mirada del teléfono.

– Es muy importante.

Yo levanto una ceja. Hay muchas cosas importantes que hacer para dar los últimos toques a la exposición, pero la ayudante de Anita Smithers se está encargando de todo. Jane no tiene nada importante que hacer.

– ¿Ah, sí?

– La señora McNeill quiere saber si debe ponerse delante del cartel azul de Fashionista o del cartel rojo de Fashionista.

¿Usted qué opina?

– El azul.

– ¿El azul?

– La señora McNeill lleva un vestido rojo, de modo que lo más lógico es que sea el cartel azul -contesta Stickly, como si estuviéramos hablando de un proyecto de ley.

Yo le doy la enhorabuena por su buen criterio y le digo que también yo optaría por el cartel azul. Stickly quiere seguir hablando del tema, pero debe seguir repartiendo las notas sobre el nuevo apellido.

Se marcha y yo vuelvo a mirar el teléfono. Cuando Leila Chisholm llama por fin, tres horas más tarde, me he quedado dormida sobre mi escritorio. Tengo tortícolis y se me ha clavado un clip en la nariz. Suena el teléfono y yo contesto, medio dormida. Y tardo veinte segundos en entender que a Leila le gusta mi artículo.

– Hay que retocarlo un poco, claro -me dice. Sigue hablando como una ametralladora, pero yo no estoy acostumbrada al ritmo trepidante de un periódico como el New York Times.

Lo que tú digas.

– Te mando las notas por fax. ¿De acuerdo?

Después de recibir el fax, voy a la cocina para tomar una taza de café. Hay mucho que retocar, pero no me preocupa. Estoy tan emocionada que no me habría molestado aunque tuviera que reescribir el artículo de arriba abajo.

El futuro me sonríe. La editora del New York Times ha dicho que la próxima vez me será más fácil acostumbrarme al estilo de su periódico.

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