Profecías

Para Christine, el cuarto de baño de su casa es, a la vez, un almacén. Por lo visto, de las paredes cuelgan cestas blancas donde guarda la lejía, el Woolite y todos los demás productos de limpieza.

– Se han caído todas -me dice, entrando en mi despacho-. He tenido esas cestas colgadas en la pared durante dos años y no se han movido nunca. Y ahora, de repente, se me caen las seis, incluso la pequeña, donde guardo la esponja de baño.

Aunque he quitado los papeles de la silla, Christine prefiere permanecer de pie. Prefiere pasear entre montones de revistas tambaleantes. Está muy nerviosa.

– Y luego esta mañana abro la puerta de mi casa… y me ha desaparecido el felpudo.

Me mira, con los ojos enormes y azules, como esperando una respuesta.

– ¿Ha desaparecido?

– Ha desaparecido.

– ¿Alguien te ha robado el felpudo? -pregunto yo, sorprendida.

El felpudo no se roba. Va contra las normas de… la buena vecindad, supongo.

– Pero eso no es todo. Cuando me desperté esta mañana había una ardilla en mi cama. Estaba sobre el edredón, mirándome con sus ojillos rojos -me cuenta Christine, recordando la experiencia con un escalofrío.

No sé qué decir. Estos problemillas me parecen poco importantes, pero Christine los vive con una inexplicable vehemencia. Para llenar el silencio, murmuro algo sobre cerrar las ventanas por la noche.

– ¿No te das cuenta? -exclama, incrédula. Son las diez de la mañana y ya la he decepcionado-. Son señales.

– ¿Señales?

– Señales.

– ¿La ardilla en tu cama era una señal?

Christine levanta los ojos al cielo.

– Como una vaca roja en Israel. Es una señal de que algo terrible va a pasar. ¿Qué necesitas para creerlo, una plaga de langosta?

Pues sí. Necesitaría una plaga de langosta para creer que eso es una señal de la providencia.

– No va a pasar nada malo.

Estoy intentando tratar el tema con la solemnidad que Christine siente que merece, pero me cuesta trabajo no soltar una carcajada.

– No se puede poner un vestido de Dior a Jesucristo sin que ocurra algo de proporciones bíblicas. Hay que ser humilde en la presencia del Señor.

Yo sé poco de la Biblia y menos sobre lo de ser humilde en presencia del Señor, pero reconozco el pánico cuando se pasea por mi despacho.

– No va a pasar nada malo, Christine.

Sarah entra en ese momento con una sonrisa en los labios.

– Hay un piquete.

– ¿Qué?

– Que hay un piquete delante del edificio -repite, sin poder contener su entusiasmo. Eso significa que nuestro plan está funcionando-. Estamos completamente rodeados por un montón de furiosos cristianos que llevan carteles con frases de la Biblia. La policía está intentando desalojarlos… La policía, ¿te lo puedes creer? Esto es mejor de lo que esperábamos.

Christine fulmina a Sarah con la mirada. No entiende por qué está tan contenta.

– Deberían cancelar la exposición de Marshall antes de que lleguen las langostas.

Sarah levanta una ceja.

– ¿Qué langostas?

– Díselo a Jane -sugiero yo-. Es su idea.

Pero Christine no quiere hablar con Jane. Le da miedo.

– ¿No puedes hacerlo tú?

– ¿Yo?

– Jane te escucha -dice Christine.

Ya estamos… otra que piensa que Jane McNeill me respeta. ¿Son ciegas o qué?

– No pienso decirle a Jane que cancele nada. No hay razón para hacerlo.

– Pero te he contado lo de la ardilla y todo lo demás. Son señales, avisos. Y luego está Allison…

Yo me quedo helada ante la mención de la única persona que podría dar al traste con el complot.

– ¿Allison?

Christine mira alrededor.

– Yo creo que habla en lenguas.

Sarah suelta una carcajada, pero yo contengo la risa. Christine lo está diciendo completamente en serio.

– ¿Habla en lenguas?

– Está como loca y murmura todo el tiempo. He intentando entender lo que dice, pero no habla en nuestro idioma.

Aunque estoy segura de que Allison no habla en lenguas, me doy cuenta de que no hay forma de convencer a Christine.

– Mira una cosa… si Allison sigue histérica a las cuatro de la tarde, veremos lo que se puede hacer.

A las cuatro ya será demasiado tarde para cancelar la exposición, pero ella no lo sabe y deja escapar un suspiro de alivio.

– Gracias, Vig.

Yo me encojo de hombros como si no fuera nada… que no lo es. Aunque quisiera hablar con Jane no podría hacerlo. Está en el salón de belleza y no saldrá hasta que esté exfoliada, depilada, masajeada, peinada y pintada como una puerta.

Christine sale del despacho y Sarah y yo nos asomamos a la ventana para ver a la policía intentando controlar a los piquetes. Así es como nos encuentra Delia.

– Cómo mola, ¿eh?

– Voy a bajar a la calle. ¿Venís conmigo? -pregunta Sarah.

Delia y yo declinamos la oferta.

– Parece que las cosas van según lo planeado.

Ella asiente con la cabeza.

– Sí, pero hay una cosita…

A pesar de mi ateísmo, durante una décima de segundo temo que vaya a decirme que hay una plaga de langosta en la Sexta Avenida.

– ¿Una cosita?

– ¿Te acuerdas de Australia?

– ¿Cómo?

– Ya sabes, el continente al que Jane deportó a Marguerite.

– Sí, claro.

– Bueno, pues parece que fue un contragolpe -dice Delia, mostrándome un cuaderno.

– ¿Qué es esto? -pregunto. Hay muchas notas, pero la letra es ilegible.

– Ah, es que lo apunté en taquigrafía. Acabo de hablar con mi contacto en Parvenu, Lucy Binders. Una chica muy simpática. Ahora trabaja en seguros.

– ¿Y qué te ha dicho?

– Que Marguerite es una manipuladora y una cerda y que cuando la hicieron editora, puesto que consiguió acostándose con el redactor jefe, le hizo la vida imposible a todo el mundo, especialmente a Jane. Le daba los peores artículos, los cambiaba a su antojo y la hacía quedar como una inepta delante de todos los compañeros. Cinco meses después, Jane fue despedida.

– ¿Que dices?

– Lo que estás oyendo -dice Delia, tomando el cuaderno-. He intentando hablar con varios editores del Vogue australiano, pero nadie dice nada. Es la ley del silencio. La carrera de Marguerite allí fue meteórica. Pasó de editora a directora en doce meses. Lo único bueno del asunto es que no parece importarle la edad de sus subalternos -añade, dándome las edades de algunos editores del Vogue australiano que estuvieron bajo sus órdenes.

El instinto me dice que intente detener la exposición, pero ya no puedo hacerlo. Los grupos religiosos están protestando frente al edificio de Fashionista y nada los hará volver a casa.

– Muy bien. Sigue recopilando información. Quizá encontremos algo sobre ella que podamos usar en el futuro… si se convierte en un problema.

Pero esto es horrible. No sabía que hacer complots iba a convertirse en una forma de vida.

– Eso es exactamente lo que que yo estaba pensando -sonríe Delia, satisfecha-. No hay que dejar un cabo suelto.

Cree que empiezo a inclinarme hacia el lado oscuro. Quiere pensar que, de un momento a otro, yo también haré expedientes sobre todos mis compañeros de trabajo.

No sé lo que significa eso pero, sinceramente, espero que esté equivocada.

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