Gavin Marshall es como Suiza. Los conflictos no son para él, son para otros.
– No digas bobadas -le espeta Jane a su publicista, Anita Smithers-. No podemos hacer el cóctel allí. Es demasiado pequeño. ¿Dónde metemos a los famosos? Gavin, ¿entiendes lo que digo?
– La sala Karpfinger va a mostrar su trabajo y es allí donde debemos celebrar el cóctel, ¿verdad, cariño? -insiste Anita, tomando la mano de su cliente.
Es una mujer imponente, de más de metro ochenta. Si te la encontraras en un callejón oscuro, saldrías corriendo.
Gavin no dice nada. Es un hombre delgado, débil. Parece contentarse con observar atentamente su gazpacho. Lo he visto mirando alrededor un par de veces, como si estuviera intentando escapar.
– ¿Por qué no podemos hacerlo en otro sitio? ¿En el Guggenheim, por ejemplo? -pregunta Jane, clavando el tenedor en la lechuga como si quisiera asesinarla.
Jane y Anita se cayeron mal de inmediato. No me sorprende. Son casi la misma persona, con el mismo pañuelo de seda al cuello y las mismas gafas de Versace.
– Porque es una exposición y hay que hacerlo en una galería de arte. Gavin, por favor, explícaselo -suspira Anita, apretando de nuevo la mano de su cliente.
Jane toma la otra mano. Es culpa de Gavin. ¿A quién se le ocurre dejar las manos sobre la mesa?
– Siento mucho ser la única que cree que debes estar en un museo.
La obra de Gavin Marshall está en varios museos del mundo, pero Jane no lo sabe. Lo único que sabe de él está en las notas que le ha pasado su ayudante.
Anita le pide que cuente en qué museos tienen obra suya, pero Gavin permanece en silencio y es ella quien hace la lista. Normal, anunciar los éxitos de su cliente entra en el sueldo.
– Haremos el cóctel en Karpfinger y no hay más que hablar. Si no te gusta, peor para ti.
Jane no está acostumbrada a que le hablen así y no sabe qué hacer. Si no fuera porque quiere pisarle el terreno a Marguerite saldría de allí envuelta en una nube de Tresor.
– Me gustaría ponerme tan terca como tú, pero aquí lo único importante es la obra de Gavin. Algunos somos capaces de hacer sacrificios por amor al arte.
Anita hace una mueca. Lleva media vida haciendo sacrificios por amor al arte y no le hace ninguna gracia que aquella advenediza le diga lo que hay que hacer.
– El cóctel se celebrará en Karpfinger.
Jane está a punto de perder el control y tiene que hacer un esfuerzo para no estamparle la cesta del pan.
– ¿Por qué no eliges tú el sitio para la fiesta? -sugiero yo.
– ¿Cómo? -pregunta Anita.
– Ah, claro. Conozco un sitio estupendo, Mehanata 415 -dice Jane entonces. Es un restaurante búlgaro donde van las modelos. Normalmente, las fiestas que se celebran después de un cóctel son más exclusivas que el propio cóctel-. Habrá que reservarlo. Vig, tienes que encargarte de todo. Gavin será el invitado de honor, por supuesto… y necesitarás ropa adecuada -añade, observando los vaqueros y la camiseta-. Irás de compras conmigo.
Gavin Marshall mira la mano de Jane como si fuera un alien y yo diría que está preparado para sacrificar la extremidad con tal de salvarse a sí mismo.
– ¿No es ese Damien Hirst? Y te está haciendo señas -digo entonces, señalando vagamente hacia unas plantas.
Anita y Jane, sorprendidas, sueltan a Gavin y él aprovecha para levantarse.
– Tengo que ir a saludarlo. Nos veremos más tarde.
Yo aprovecho para levantarme también. Quedarme a solas con Jane y Anita es mucho más de lo que puedo soportar.
– Bueno, tengo que ponerme manos a la obra.
Cuando salgo del restaurante, veo que Gavin está esperándome.
– Tengo hambre. ¿Vamos a comer algo?
– Muy bien -me sorprende que no haya salido corriendo. Yo lo habría hecho-. ¿Qué te apetece?
– Algo que no sea gazpacho.
– Hay un café en la esquina.
– Vamos allí.
– Pareces sorprendentemente normal -le digo, riendo.
– La única forma de lidiar con Anita es ignorarla -me explica Gavin con su pijo acento londinense-. Es más fácil tratarla cuando estás catatónico.
– ¿Por qué la aguantas?
Él se encoge de hombros. Ahora que está relajado, sus pómulos no parecen tan prominentes.
– Porque es buena haciendo su trabajo.
Yo estoy a punto de decir lo mismo de Jane, pero prevalece el sentido común.
– Estamos muy contentas de trabajar contigo.
– ¿Ah, sí?
– No juzgues Fashionista por su directora. Es más una figura decorativa que otra cosa.
Llegamos al café y, afortunadamente, hay dos mesas vacías. A pesar del aire acondicionado, hace calor.
– Yo juzgo a Fashionista por Fashionista -dice Gavin, tomando la carta-. Es una revista muy tonta.
Estoy a punto de darle una charla sobre nuestra importancia en el mercado cultural, pero no me apetece.
– Sí, es verdad. Pero estamos intentando hacerla más sustancial. Por eso nos hemos puesto en contacto contigo.
– ¿No me digas?
– Fashionista no puede convertirse de repente en una revista seria porque nuestras lectoras dejarían de comprarla. Tu trabajo nos ofrece la oportunidad de publicar algo sobre el mundo del arte, dándoles a la vez lo que quieren: caras famosas.
Gavin se queda pensativo.
– ¿Seguro que no me haréis quedar en ridículo?
– Enviaremos un fotógrafo y un redactor a tu estudio, en Londres. El fotógrafo se quejará amargamente de que no hay luz y el redactor te invitará a comer y te hará preguntas sobre tu obra. ¿Quiénes son tus influencias? ¿Quiénes son tus maestros? ¿De dónde sacas las ideas? Entrevistaremos a un crítico que defenderá tu obra diciendo que el arte tiene que evolucionar… no tienes nada que temer.
– ¿Eso es todo?
Como si estuviera leyendo un contrato, Gavin intenta buscar la letra pequeña. Pero no hay letra pequeña.
– Eso es todo.
– ¿Lo prometes?
– Soy sólo una editora, no puedo prometerte nada. Pero no hay razón para preocuparse -le aseguro-. Te dedicaremos ocho páginas y tú sólo tendrás que hacerte un par de fotografías delante de un cartel de Fashionista. ¿Crees que podrás soportarlo?
Gavin Marshall asiente con la cabeza. Está cansado del tema.
– ¿Qué pedimos? -pregunta, mirando un menú.
– La ensalada de pollo al limón está buena.
Cuando llega el camarero, los dos pedimos ensalada. Y mientras comemos, hablamos de Dorando la imagen.
Gavin es agradable y yo intento relajarme mientras me cuenta que su trabajo es un comentario sobre la espiritualidad escondida en el mundo de la alta costura.
En realidad, sus sospechas están más que justificadas. Le he dicho la verdad, pero mi imaginación no es infinita. Que yo haya pensado en ese ángulo para el artículo no significa que Jane o Dot o Lydia no hayan pensado algo completamente diferente. Y mucho más superficial.