El complot se pone en marcha

Jane me ha ofrecido el despacho de Eleanor. Convertido en almacén de material por despecho, está lleno de revistas atrasadas. Marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto y septiembre del año pasado forman varias torres pegadas a la pared que tiemblan cada vez que me acerco. Los de mantenimiento han prometido retirarlas, pero tengo poca fe en ellos. Mi ascenso parece tan inseguro como una casa hecha de palillos.

Como mi despacho es dos veces más grande que el de Marguerite y como debería, por derecho, ser el suyo, me siento avergonzada y llamo a su puerta.

– Vig, entra. Felicidades por el ascenso. Editora… c'est magnifique. Siéntate y cuéntamelo todo.

Marguerite, o su factótum, ha redecorado el despacho. Ahora las sillas tienen cuatro patas y no chirrían. Es un adelanto.

– No hay mucho que contar.

– ¿Sabías que iban a ascenderte?

Está siendo agradable y, sin embargo, tras la sonrisa veo algo oculto: intenta averiguar si mi ascenso es el principio de su caída. Pero todo lo que Jane ha hecho durante las últimas semanas tiene ese objetivo y no puedo culparla por ser suspicaz.

– No tenía ni idea. Normalmente hay que esperar a que una editora se marche para que te den su puesto.

– Sí, claro, eso es lo normal. Supongo que Jane ha querido recompensarte por tu trabajo -dice Marguerite, como si estuviera leyendo en voz alta una ecuación matemática: «la generosidad de Jane más el ascenso de Vig, igual al despido de Marguerite».

– Supongo.

– Bueno, sea cual sea la razón, estoy segura de que te lo mereces. Pareces una chica muy inteligente -sonríe la directora de belleza y moda-. ¿Qué querías?

– Hablar contigo sobre un par de ideas.

– Excelente. Soy toda oídos.

Genial. Justo lo que esperaba. Le cuento lo de los artículos anuales sobre Pieter van Kessel, lo de seguir a un joven talento a través de todos los pasos del éxito. Marguerite es receptiva y toma notas. Su entusiasmo refuerza mi decisión, aunque no me hago ilusiones. El ascenso me permite cierta libertad, pero no tengo ningún control sobre lo que, por fin, será publicado en la revista. Los contenidos de Fashionista son como la constitución de los Estados Unidos: sólo la mayoría del Congreso puede alterarla.

– Me encantaría ir al desfile de van Kessel -dice Marguerite.

Yo me emociono. Cinco años después de haber llegado a la revista, me emociono porque alguien me presta atención. Patético.

– Estupendo. Te diré cuándo es.

– Hay que ir a la caza de ideas nuevas. Australia está un poquito lejos, pero podríamos publicar algo sobre los nuevos diseñadores de allí. Son muy frescos, nada estirados.

Yo nunca he visto un ejemplar del Vogue australiano, pero le digo que sí, que me pondré con ello.

– Genial. ¿Tienes alguna otra idea?

Tengo muchas ideas, pero Fashionista es una anomalía en el mundo de las revistas femeninas. Normalmente, las publicaciones dependen de un constante influjo de nuevas ideas, pero nosotros hemos logrado sobrevivir borrando la palabra «nuevo» e «interesante» de nuestras páginas.

Mes a mes lo único que cambia son las caras y el único reto de nuestras editoras es encontrar al más famoso del momento. La dolorosa verdad es que el tío que lee el nombre de los nominados para el Oscar está haciendo mi trabajo, sólo que él lo hace mejor.

– Yo había pensado en un artículo de investigación sobre quiénes son los que crean las tendencias. Hablamos de ellas en cada número, pero nunca hemos explorado la raíz del fenómeno. Yo creo que es la gente de la calle quien crea las tendencias…

Sigo contándole mis teorías (los que las adoptan primero, los que los siguen, el consumo en masa). No era mi intención darle una charla y estoy segura de que Marguerite sabe de esto mucho más que yo, pero no puedo evitarlo. La experiencia de que alguien me escuche es demasiado novedosa.

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