Llevaba tres meses como ayudante de Jane cuando llegó el fax. Antes de que la conveniente máquina se pusiera a escupir papeles, ya se había convertido en una inconveniencia para mí. Tuve que recorrerme toda la avenida Washington y esperar media hora hasta que la encontraron en el almacén. Y encima, en lugar de llevarla a mi apartamento, la llevaron a la revista y tuve que cargar con ella hasta mi casa.
Nadie me había dicho que el fax llegaría a Fashionista y cuando le pregunté a Harvey, el director de compras, se excusó diciendo que tenía que pedir grapas al almacén.
Jane solía llamar a casa por las noches para pedirme que enviase un fax a la revista, a algún escritor, a algún famoso o a sus padres. Cuando le recordaba que yo no tenía fax, siempre parecía quedarse vagamente sorprendida, como si yo subsistiera sin pan y agua.
Y decidió arreglar el desaguisado (No, no tienes que darme las gracias. Yo soy así de generosa) y tratar mi apartamento como si fuera un anexo de Fashionista.
Las peticiones de medianoche empezaron a apilarse (sigue siendo la hora de comer en Tokyo) y una semana después de hacer turno de tumba dejé de contestar el teléfono. Jane me dejaba largos y suspicaces mensajes del tipo:
«Contesta, Vig. ¿Estás ahí, Vig? Vig, si estás ahí, esto es muy importante. El futuro de la revista depende de ello. No juegues conmigo, Vig. Muy bien, Vig, esto es lo que necesito que hagas si vuelves pronto a casa…»
Y después se ponía a dictarme cartas que yo debía pasar al ordenador o enviar por fax inmediatamente. Pero nunca escribía esas cartas inmediatamente. Siempre esperaba hasta el día siguiente y Jane no parecía notar la diferencia.
Y entonces un día empezó a enviarme faxes: contratos, artículos, informes… y esperaba que los tuviese hechos por la mañana.
– ¿Dónde está el informe de gastos? Lo necesito para las once.
– Dame los presupuestos que te envié anoche. Los necesito para la reunión de las diez.
– Lleva la lista de invitados al departamento de publicidad ahora mismo. Llevan dos días pidiéndola.
En cuanto me di cuenta de lo que estaba pasando, decidí ponerle freno. Desconecté el fax y puse cara de tonta cuando Jane me preguntó qué le pasaba.
Dos horas después había un técnico en la puerta de mi casa que, haciendo uso de su larga experiencia en la reparación de todo tipo de artilugio eléctrico, enseguida descubrió cuál era el problema: no estaba enchufado. El hombre me recordó que, en general, las cosas eléctricas sólo funcionan con electricidad. Yo dije que sí a todo y cuando se marchó le arranqué un cable al aparato. Otro técnico apareció unas horas después y se quedó de piedra al ver el desastre.
– ¿Tiene usted algún sobrinito o sobrinita al que le guste jugar con cables? -me preguntó.
Pasamos varios meses repitiendo la operación. Jane me mandaba un técnico y yo arrancaba cables. Jane estaba cada vez más suspicaz, pero no podía probar nada. Cuando mi fax sufrió un inexplicable cortocircuito (no tengo ni idea de qué puede ser ese líquido naranja, señor mío), el técnico sacudió la cabeza.
Después de eso, Jane me amenazó, pero nunca llevó a cabo sus amenazas. Y tampoco me compró otro fax. Para entonces yo ya era una experta y sabía de esas máquinas más que los técnicos que intentaban repararlas.
En la guerra vale todo, ya sabes.