Keller me lleva a bailar… country.
– Yo no sé bailar esto -le digo cuando entramos en la sala, que huele como una cafetería de instituto.
Estamos en el sótano de una iglesia en la esquina de Broadway y la 88. La sala está adornada con guirnaldas de colores, que cuelgan del techo como adornos de Navidad.
– No importa. Sabes moverte, ¿no?
Yo no estoy tan segura. La última vez que estuve en contacto con la música country fue hace veintidós años, en un baile de pueblo. Y si no conservase un pañuelo azul que mi padre me regaló aquel día, ni siquiera me acordaría del asunto.
– ¿Y por qué se celebra en una iglesia? -le pregunto.
– Es una gala benéfica. El dinero va a alguna parte, pero no sé dónde. ¿Quieres tomar algo?
Aunque es temprano, ya me he tomado dos gin-tonics, uno mientras lo esperaba y otro cuando fue a buscarme. Como ya he tomado dos copas, lo sensato sería pedir una coca-cola, pero no me siento sensata. Estoy en el sótano de una iglesia a punto de ponerme a bailar country con Alex Keller. Así que pido una cerveza.
La sala está llena de gente, bailarines y periodistas, y nos cuesta encontrar sillas libres.
– ¿Cómo te enteraste de esto?
– Por el Resident.
– Me asombra.
– ¿Que me guste el country?
– No, lo que me asombra es que leas el periódico del barrio.
– ¿Tú no lees el tuyo?
– Pues no -admito yo, como si estuviera confesando un pecado mortal-. Ni siquiera sé cómo se llama el de mi barrio.
– ¿Dónde vives?
– En Cornelia, entre Bleecker y la Cuarta.
– El Villager.
– ¿Cómo lo sabes?
– Los periódicos de barrio son mi pasión.
– No me lo creo.
– Por cierto, yo he vivido cerca de tu casa.
Estoy a punto de preguntar dónde exactamente cuando la banda se pone a tocar. Me termino la cerveza de un trago y salgo a la pista con Alex. Estoy nerviosa y no puedo disimularlo.
– No te preocupes -me dice él. Está intentando animarme y, aunque fracasa, le sonrío amablemente.
La gente que está a mi lado no parece mucho más segura que yo y, cuando el cantante anuncia los primeros pasos, ya casi estoy relajada.
El acto de bailar country requiere una cierta gracia y, al menos, distinguir la derecha de la izquierda. Yo normalmente suelo distinguirlas bien, pero no cuando alguien está gritando órdenes a través de un micrófono al ritmo de un banyo. Al final, me veo obligada a seguir a Alex. Siempre voy un paso atrás. Soy como un satélite que transmite mi propia imagen tres segundos más tarde.
– No ha estado tan mal -digo, cuando la banda toma un respiro. Estoy sin aliento y sudando como un pollo.
– Pareces sorprendida -sonríe Alex, llevándome a la calle.
El sótano era un horno y, por contraste, la brisa de Broadway es una agradable alternativa.
– Porque no sé bailar country.
Keller sacude la cabeza.
– ¿Quieres un helado? En la esquina hay una heladería italiana.
Como sólo son las diez, digo que sí y tomamos dos helados de chocolate con nueces. Alex es divertido, guapo, inteligente y le gusta el country. Me estoy enamorando. Aunque intento sujetarme con todas mis fuerzas al borde del precipicio, siento que empiezo a caer.