Maya está probándose deformidades, intentando descubrir cuáles llaman más la atención.
– A ver si esta te gusta más -dice, poniéndose dos dientes negros.
– Qué horror.
– ¿Prefieres esto? -pregunta, colocándose un parche en el ojo izquierdo.
– Los dientes, definitivamente los dientes.
– ¿Por qué?
– Porque es más sutil. Sólo se ven cuando te ríes. Además, los dientes negros no tienen por qué afectar a tu trabajo. No se debe corregir un texto con un ojo tapado.
Maya está tomando notas. Es como una investigadora de mercados.
– Ahora, el cojín.
Saca cosas de una bolsa, como si fuera un mago. Se está metiendo un cojín debajo de la camiseta cuando aparece Gavin. Estamos tomando una copa en el Thompson, el hotel donde se aloja, y miro alrededor para asegurarme de que Anita no está con él.
– No te preocupes -sonríe, besándome en la mejilla-. Esta noche está dándole jabón a un editor.
Maya no puede decidirse entre sacar el cojín o esconderlo del todo bajo la camiseta. Nunca la han pillado en medio de un embarazo y no sabe qué hacer.
– Gavin, te presento a Maya, la amiga de la que te he hablé.
– Encantado.
Mi amiga sonríe.
– Llegas justo a tiempo. ¿Qué te gusta más, el embarazo o la joroba? -pregunta, colocándose el cojín en la espalda.
Gavin se lo piensa mucho.
– Tengo que ver el embarazo otra vez.
Yo me tomo el gin-tonic de un trago. Me siento abrumadoramente culpable. Intentando guardar la compostura, llamo al camarero y le pido otra copa.
El sentimiento de culpabilidad empezó hace cinco horas, cuando Gavin me llamó para decir que aceptaba lo del artículo.
– Pero nada de cosas raras.
Y luego sugirió tomar una copa para firmar nuestra alianza porque era su última noche en Nueva York.
– Esta noche no puedo -le dije yo, incapaz de soportar horas y horas de culpabilidad.
– Muy bien.
– Me encantaría, pero es que voy al cine con una amiga. No puedo cancelar la cita porque acaba de romper con su novio y necesita apoyo moral. Una pena que no podamos vernos.
– ¿A qué hora vais al cine?
Miento fatal, así que le digo la verdad.
– A las ocho.
– ¿Por qué no te pasas por mi hotel a las diez y media? Estoy en el Thompson.
– Pero Maya…
– Tráetela. Yo también acabo de romper con mi novia. Podemos consolarnos juntos con una botella de whisky.
Maya no bebe whisky, pero le gusta que la consuelen.
– Muy bien.
¿Qué otra cosa podía decir?
Después de colgar, llamo a Maya y le cuento mi predicamento. Mi amiga se parte de risa.
– A ver, cuéntame otra vez eso de los belenes…
– No seas idiota.
– Bueno, de todas formas me apetece conocerlo. Además, tengo una idea para un artículo y necesito hacerte unas preguntas.
– Yo no sé cuáles son las diez maneras de convencer a tu novio para que te compre un coche.
Maya me asegura que el artículo no tiene nada que ver con eso y quedamos en el cine.
– ¿A qué te dedicas? -le pregunta Gavin, después de decidir que le gusta más la joroba.
– Trabajo con extraños -contesta Maya, escribiendo furiosamente en su cuaderno.
Aunque él esperaba una contestación más vulgar, algo así como «soy diseñadora» o «soy abogada», asiente con la cabeza.
– ¿Y trabajas ocho horas diarias?
– Trabajo el tiempo que tengo que trabajar -contesta mi excéntrica amiga, abriendo su bolsa de trucos.
– Maya es escritora -explico yo.
– Soy correctora -dice ella, fulminándome con la mirada.
Es el término de referencia para hoy: no te llames a ti misma escritora hasta que hayas vendido un libro.
– ¿Correctora de estilo?
– En Inglaterra nos llaman subeditores, como si no fuéramos seres humanos.
Gavin parece incómodo. Está acostumbrado a defender el colonialismo y el pastel de riñones, pero no los términos editoriales.
– ¿Y escribes?
– Algo.
– Ahora mismo está escribiendo algo interesante -intervengo de nuevo, como si fuera una presentadora de televisión-. Maya, cuéntanos qué estás escribiendo.
– Trabajo con extraños.
Yo levanto los ojos al cielo.
– Mis compañeros no me miran a los ojos y ni siquiera saben cómo me llamo. Hace dos semanas tuve una conjuntivitis y nadie se dio cuenta.
– A lo mejor no te dijeron nada porque querían ser amables -dice Gavin.
Maya niega con la cabeza.
– No son amables. Me pongo un jersey precioso y nadie me dice nada. Estornudo y nadie me dice: «Jesús». Nunca me han preguntado cómo estoy. Pero lo de la conjuntivitis me dio una idea… Voy a ir a trabajar cada día con una deformidad nueva. A ver si alguien me dice algo.
– En ese caso, cambio mi voto. Prefiero el embarazo -sonríe Gavin.
– ¿Por qué?
– Porque una joroba que aparece de repente podría tener una explicación médica… por ejemplo, un historial familiar de jorobas que aparecen de forma inexplicable. Pero un embarazo de un día para otro es tremendo -sonríe Gavin.
Yo ya me imagino su próxima exposición: Jesucristo con ropa premamá.
– Estoy de acuerdo. Yo también cambio mi voto. La joroba mola más.
– Abrumadora mayoría a favor del embarazo -murmura Maya, sacando dos máscaras de la bolsa-. ¿Hombre lobo o Frankenstein?
– Ninguna de las dos. Quieres provocar una reacción, no que se rían en tu cara. ¿Qué tal los clavos que Frankenstein llevaba en las sienes?
– ¡Genial!
– ¿A qué revista quieres venderle tu idea? -pregunta Gavin.
– Sólo trabajo para revistas femeninas y no estarían interesadas en una chica que se deforma para que la miren.
– Cosmopolitan: Mi novio trabaja con extraños… y ocho jorobas para el fin de semana -digo yo, irónica.
– ¿Y qué tal en el suplemento dominical de algún periódico?
– El New York Times tiene una sección que se llama Vidas urbanas, pero no creo que les interese. Demasiado raro -intervengo de nuevo.
– ¿Qué tal el New Yorker? Yo creo que sería perfecto para ellos.
– Sí, perfecto -suspira Maya con tristeza-. Como que les va a interesar publicar algo de una desconocida.
– ¿Salon? Publicaron un artículo sobre mi exposición hace meses -sugiere Gavin.
Maya le da las gracias por sus ideas y se ofrece a invitarlo a una copa.
– No, invito yo.
– De eso nada.
– Fui yo quien insistió en quedar esta noche.
Después de varios minutos discutiendo, Maya acepta que la invite a una copa… siempre que reconozca que su intención era quedar conmigo, no con ella.
– Yo soy un extra. Como el arroz que va con el pollo.
– No, tú eres el pollo -insiste Gavin.
Claramente, aquí pasa algo. Se gustan y yo me siento como la salsa de soja. Además, son las doce y estoy agotada.
Apenas se dan cuenta de que me despido porque Maya le está contando que ha perdido a su representante y a su novio y que escribe libros de misterio sin misterio.
Cuando me marcho, están discutiendo sobre el potencial cómico de envenenar a una anoréxica. Maya tiene una nueva idea para un libro y me alegra decir que no es una novela de amor.