Al habla con Connecticut

Maya vive en el futuro, en un edificio de cristal y aluminio de treinta y cinco plantas en la Tercera Avenida. Es como una de esas antiguas fotografías del siglo XXI, de esas en las que la gente iba pascando con sus trajes de poliéster, como para ir a la luna. Su aspecto futurible es precisamente lo que atrajo a Maya. Enamorada de todo lo kitch, se volvió loca nada más verlo.

Otra gente se enamora al ver las casas de Bedford o las torres al oeste de Central Park, pero Maya no. Ella necesita esa fachada de aluminio y ese vestíbulo de la era espacial.

Un apartamento de una habitación en el futuro no sale barato y por eso ha tenido una larga lista de compañeros de piso, algunos mejores que otros. Y el salón, grande y en forma de L, justifica el carísimo alquiler.

Maya vive en medio de dos vecindarios. Está casi en Gramercy, no exactamente en Murray Hill. Llegar allí es un reto, sobre todo cuando vienes del East Side. Así que llegué media hora tarde a su fiesta, con un ramo de narcisos acogotados en la mano. Iba a llevar vino, pero no encontré ninguna tienda de licores abierta, así que le compré las flores a una coreana. Descarté la idea de comprar sangría en un supermercado. Hay cosas peores que aparecer en una fiesta con las manos vacías.

Maya abre la puerta ataviada con un mandil de cuadros y me dice que deje la mochila en su dormitorio. Su dormitorio es tan pequeño que sólo caben una cama doble y una cómoda de diseño modernísimo de la muerte. Las paredes son blancas y hay ropa colgada en un burro metálico, de esos que se llevan en los desfiles de moda, porque no le cabe toda en el armario. Al lado de la cama hay una escalera metálica manchada de pintura que hace las veces de mesilla. Para completar la decoración, una fotografía de su familia: madre, padre, hermano, otro hermano y abuelo Harry, al lado de un despertador.

El dormitorio, que parece más bien un almacén de ropa, no tiene nada que ver con el salón, exageradamente organizado y pulcro. Maya no sólo removió cielos y tierra para encontrar los muebles que buscaba, sino que hizo de ello una filosofía.

El resultado es un salón con el aire estéril de un anuncio de electrodomésticos. No se toca nada porque las huellas dactilares en la formica quedan fatal. Uno debería venir con guantes.

Meto la cabeza en la cocina con intención de preguntar si puedo hacer algo y Maya me da un montón de servilletas para doblar. Doblar servilletas no es precisamente lo que más me apetece, pero me contento haciendo figuras de cisnes. Su última compañera de piso, una chica hindú que trabajaba como cocinera en uno de los mejores restaurantes franceses de Manhattan, ha vuelto recientemente a su país con mil quinientos dólares de Maya. Este robo, justo después de dos grandes desilusiones (su agente literario y su novio), apenas se ha registrado en el radar de mi amiga. Su única queja es que Vandana se ha ido sin despedirse.

– Me parece una ofensa.

Por eso esta noche hace una fiesta. Temporalmente libre de la vida «en pareja», quiere irse a la cama con el fregadero lleno de platos y tener gente en casa hasta las cuatro de la mañana. Yo la entiendo. Antes de que se fuese mi compañera de piso, hace dos años, también yo echaba de menos mis momentos de soledad.

Con siete cisnes nadando en la mesa, no tengo más remedio que ponerme a hablar con los otros invitados: los amigos de Maya, de Connecticut. Sophie, Beth, Tina y Michelle (por orden de altura, que es como se colocan ellas mismas) son rubias, republicanas y tienen un talante que la reina Isabel de Inglaterra aprobaría. Me hacen sentir incómoda hablando de gente a la que no conozco. Aburrida, contengo un bostezo y miro hacia la cocina, deseando que Maya asome la cabeza y me pida ayuda para degollar un cordero o algo así.

Estoy sentada al lado de Greg, el novio de Beth, que se parece a Forrest Gump y tiene la misma mirada ausente.

– ¿Cómo estás, Vig? -me pregunta.

«Anda, sabe mi nombre». Hemos estado juntos en alguna reunión, pero es la primera vez que se dirige a mí.

Antes de que pueda contestar, Beth, que está sentada a mi lado, deja de hablar sobre la debacle de una tal Edna McCarthy, que se hizo mechas en lugar de reflejos.

– Sí, ¿cómo estás, Vig?

Parece sincera, pero yo no me la creo. Sólo pregunta por educación y porque no quiere que su novio quede mejor que ella.

– Bien, gracias. Mucho trabajo -esta respuesta es la misma que suelo dar a mis tíos cuando los veo en Navidad-. ¿Y vosotros?

Greg no me contesta. Lleva tanto tiempo con Beth que no se molesta en abrir la boca. Ni siquiera formula un pensamiento, estoy segura. Conoce bien la rutina.

– Greg tiene una noticia que daros -dice Beth entonces-. Acaba de conseguir un ascenso. Ahora es el nuevo director de marketing de Slokan-Beetham.

– Felicidades.

– Gracias. Estamos muy contentos. Ahora podemos empezar a buscar casa.

Yo hago la pregunta de rigor:

– ¿Y dónde vais a mirar?

Pero se la respuesta: la casa estará cerca de la madre de Beth, en Riverside.

Mientras ella me responde, yo me quedo mirando a Greg, cuya expresión me recuerda a la de un pez en una pecera.

«Salta… salta y salva tu vida». Pero no digo nada. No me gusta meterme en cosas que no me importan. Además, ¿yo que sé? Igual fuera de la pecera se ahogaba.

La conversación empieza a girar sobre temas fuera de mi jurisdicción (de 18 a 35, urbana, soltera), como por ejemplo hipotecas e impuestos. Murmurando una excusa, me voy a la cocina. Hay cosas de las que yo no hablo, ni siquiera por ser amable.

Maya está cortando queso manchego.

– ¿Que tal va todo? -me pregunta.

– Están discutiendo sobre los mejores colegios de Connecticut y Beth ha recitado los porcentajes de niños que acaban haciendo un máster. Es muy deprimente. ¿Seguro que no quieres ayuda?

– Toma, aliña la ensalada. Te entiendo: la casa en las afueras, los dos coches, el jardín…

– No, no es eso.

Pero es eso. Yo no quiero una casa, ni un monovolumen, ni un jardincito con verja blanca. Para tener espacio, como para todo, hay que pagar un alto precio. Pero envidio que lo tengan tan claro. Envidio su confianza. La gente de la otra habitación es de una pieza: no tienen una sombra de duda.

– ¿Que es entonces?

En la cocina soy incapaz de hacer algo mesuradamente y le pongo demasiado aceite a la ensalada. Cuando Maya no me ve, quito las hojas de lechuga que he ahogado en aceite de oliva y las tiro a la basura.

– No sé. Supongo que es esa seguridad que tienen. Saben lo que quieren y van por ello sin cuestionarse nada en absoluto.

– Quieren ser como sus padres -sonríe mi amiga-. Pero has aguantado casi media hora -añade, abriendo una botella de vino tinto-. Yo esperaba que hubieras salido huyendo hace rato.

Aunque Maya quiere a sus amigas del instituto, tampoco puede pasar mucho tiempo con ellas sin darse cabezazos contra la pared. Son demasiado electrodomésticas: abogadas, agentes de seguros, directoras de marketing.

– Si sus hijos son aburridos, será culpa suya -me dijo una vez en el bar del hotel Soho.

– Sí, es verdad.

– Hay un poema que siempre me recuerda a mis amigas del instituto:

No dejes que las almas jóvenes mueran

antes de mostrar su orgullo.

Es culpa del mundo que sus hijos crezcan aburridos

que los pobres tengan ojos de hielo

no que mueran de hambre, pero sí que lo hagan sin sueños

no que sieguen, pero sí que apenas cosechen

no que sirvan, pero sí que no tengan dioses a los que servir

no que mueran, pero sí que mueran como corderos degollados.

¡Mujer, no son tan malos! -exclamé yo, pensando en lo fácil que es morirse sin sueños.

Maya sonreía.

Pero era más un acto reflejo que otra cosa. Se mete con ellos, pero los amigos de la infancia son la continuidad. Uno se agarra a ellos, aunque a veces no sean cómodos.

Conclusión: Nueva York y Connecticut son como Las Galápagos y Ecuador. Hay una gran diferencia entre ellas. Incluso hablamos diferente idioma.

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