Un ojo hinchado

Maya tiene conjuntivitis.

Se lava las manos antes de tocarse los ojos, pero a saber a cuántos compañeros habrá infectado.

– Yo creo que a ninguno -dice ella, a la defensiva. Está sentada en el sofá, con una toalla mojada sobre el ojo derecho. El izquierdo me mira fijamente, rojo como un tomate.

He venido porque me ha llamado ella. Está buscando ideas para nuevos artículos, pero a mí no me apetece hablar de eso. La guía de la A a la Z de los antioxidantes me aburre de muerte.

– Lo tocas todo -le recuerdo. Todo pasa por las manos de un corrector. Cada artículo, cada columna pasa por sus infectados dedos, así que ha terminado con conjuntivitis.

– Ya te he dicho que estoy todo el día lavándome las manos. Hoy me las he lavado como sesenta veces.

Al incorporarse en el sofá se le cae la toalla, revelando un segundo ojo, también infectado. Este está peor. Lo tiene tan hinchado que casi no puede abrirlo.

– Tienes que ir al médico.

– No quiero.

– Deberías quedarte en casa -insisto yo, la voz de la razón-. A finales de semana habrá doce casos de conjuntivitis en la redacción, ya lo verás.

– No puedo tomarme un día libre.

Eso es cierto. Cuando trabajas como free lance nada puede protegerte de ti misma. No hay red, no hay desempleo y no te quedas en casa a menos que tengas el tifus.

– Tienes que ir al médico, Maya.

Ella me mira con sus ojos de demonio.

– He mirado en Internet qué es la conjuntivitis. No es nada, se me quitará sola.

– Lo dudo.

– Es una simple infección.

– ¿Cuánto dura?

Mi amiga está jugando distraídamente con los flecos de un cojín.

– Sólo cuatro semanas.

La imagen de Maya caminando por Manhattan como un monstruo en una película de serie B durante cuatro semanas me hace soltar una carcajada.

– Llama al médico, anda.

Ella hace una mueca. Su seguro médico no cubre cosas tan simples como una conjuntivitis y tendrá que pagar la visita de su bolsillo. Su seguro sólo vale para cuando le explote el apéndice o le falle un riñón o cuando se rompa el ligamento anterior esquiando en Aspen.

– No te cobrará más de cien dólares. Y cien dólares es un precio pequeño por curarte la conjuntivitis. Además, se lo debes a tus compañeros.

Mi amiga masculla algo, pero no lo entiendo. Considero la idea de acercarme, pero no me apetece que se me hinchen los ojitos.

– ¿Qué?

– Mis compañeros… ¡Ja! A saber dónde he pillado esto. Sólo he estado en la redacción.

Eso no es cierto. Hoy es martes y ha tenido toda una semana para pillar gérmenes conjuntivídeos o como se llamen.

– Seguramente la pillé allí. Tú estás preocupada porque no contagie a nadie, pero seguramente me lo han contagiado a mí. Una de las editoras tenía los ojos rojos el otro día y, en lugar de ir al médico y ahorrarnos este sufrimiento, ha ido contagiándolo sin ningún respeto por la vida humana. Mañana voy a hablar con ella y… -Maya no termina la frase-. Desde luego…

– ¿Qué?

– No sabía que fuera tan manipulable. Si yo puedo ponerme así por una conjuntivitis, imagina cómo será un agitador hablando con media docena de campesinos descalzos.

Parece turbada por la idea, como si acabase de descubrir que ella habría sido la primera en encender una cerilla en Salem.

– No digas bobadas.

– ¿Son bobadas? -Maya intenta levantar una ceja, pero la hinchazón del párpado se lo impide. Por su mejilla ruedan dos lágrimas como puños.

– Por favor, no entiendo cómo el jefe del departamento no te ha mandado a casa.

Ella se encoge de hombros.

– Trabajo con extraños. Nadie me mira, nadie se fija en mí. La mitad de ellos no saben ni cómo me llamo. Se ponen detrás de mí y dicen: «oye», hasta que me doy la vuelta.

– Aun así, tienes los ojos de pena.

– Si me pongo las gafas no se nota tanto.

La diferencia es mínima, por supuesto. Como Superman y Clark Kent.

– ¿Cómo no van a notarlo?

– Vig, podría ir a trabajar con una joroba y nadie se daría cuenta. Trabajo con extraños -insiste Maya, con un tono de sabia resignación que me recuerda al del hechicero del poblado.

Загрузка...