Ciento diecisiete

Y otra noche más. Noche profunda. Noche de gente alegre. Noche de luces, sonidos, claxon, fiesta. Noche que pasa demasiado rápido. Noche que no pasa nunca. Desilusión. Amargura. Tristeza. Desesperación. Demasiadas cosas para meterlas en una sola noche. No importo una mierda. No importo una puta mierda. Para ella no importo una mierda, nunca le he importado una mierda. Mauro corre con su ciclomotor. Sin casco. Sin gafas. Sin nada. Lágrimas. Y no sólo por el viento. Mierda, mierda, mierda. La única poesía que es capaz de componer, la única rima, la única música fácil de tocar, simple, de periferia. Música de rabia y de dolor. Música de mal de amores. Corre y no sabe adónde ir. Y llora y solloza y no se avergüenza. Corre, moto, corre. Quiero acabar con todo. Sigue así, por la tangencial, sigue perdiéndose en una ciudad que ya no siente suya, que no le pertenece. ¿Por qué, joder? ¿Por qué? Me siento demasiado mal. Demasiado. Me cago en tus muertos, Paola. Eres una hija de puta. Una grandísima hija de puta.

Y en medio de la desesperación, un pensamiento gracioso, más bajo, más infantil. En esos días el tipo no ha podido tocarla. Le había venido eso. Y se ríe. Magro consuelo. Y un poco más sereno conduce en la noche. Abandona la tangencial. Aminora un poco. Hace zigzaguear el ciclomotor, saliendo y entrando de la raya blanca a medio pintar que hay en el desnivel creado por el asfalto recién echado. El ciclomotor baja y continúa por los adoquines. Tin tin tin. El ruido de la rueda al pasar sobre esas piedras, perdido en el silencio de ese asfalto gris, y arriba de nuevo. Tin tin tin. Y sigue, un tonto juego metropolitano de quien no tiene ganas de pensar. No pensar. No pensar. Mauro suelta un largo suspiro y luego exhala todo el aire hacia arriba. Y otra inspiración aún más larga y de nuevo el aire fuera. Ya está. Se siente mejor. Sí, se siente mejor. Continúa conduciendo. Se sube a un puente para cambiar de sentido. Al fondo de la carretera hay dos putas. Le vienen al encuentro. Una se levanta la falda, cortísima por delante y le muestra el pubis desnudo. A la luz de la farola se adivinan unos pelos ralos. Cansados, hartos de respirar humo y contaminación. La otra, con botas altas, de un rojo brillante, se da la vuelta y se inclina, mostrándole las nalgas, blancas, firmes. Mauro describe una curva con su ciclomotor, las roza, intenta darles una patada. Sin más, para divertirse. Pero las dos polacas no entienden ese tipo de diversión. Y gritan palabrotas en su lengua. Una coge una piedra y se la arroja. Nada. No tiene puntería. La piedra va a parar al borde de la carretera. Seguramente, piensa Mauro, no pasaron su infancia en la caseta de tiro al blanco del parque de atracciones. Él sí. Se entretenía con el dinero de su padre disparándole a una estúpida bolita de ping pong que flotaba en una palangana transparente. Si todo iba bien, volvía a casa con una bolsa de agua con un pez rojo dentro. Que acabaría en el inodoro antes de una semana. Mauro da un bandazo con su ciclomotor, gira y se baja del puente, desapareciendo en la noche. Las dos putas se quedan allí, soportando el frío de la noche frente a una fogata hace tiempo apagada, a la espera de un cliente al que vender un poco de sexo mientras llega el amor verdadero. Porque todos buscan el amor verdadero. Sin tener que venderlo o comprarlo. Pero a lo mejor no pasa por allí jamás.

Mauro sonríe para sí mientras regresa a su casa. Joder, a la morena esa que me ha enseñado el culo me la hubiese tirado. Me he empalmado. Maldita sea, no tengo un puto euro. Y vuelve a caer en una desesperación absurda. Repentinas imágenes confusas. Paola. Paola cuando la conoció. Paola en una fiesta. Paola desnudándose. Paola riéndose. Paola la primera vez. Paola con él bajo la ducha aquel día que no había nadie en casa. Paola en la montaña aquella vez, las únicas vacaciones juntos. Aquellas breves vacaciones. Unas pequeñas vacaciones de un día en una habitación de hotel. Con aquellos ricachones que hacían snowboard, él mucho mayor que ella. El vino blanco. La cena bajo las estrellas. Paola. ¿Dónde estará en estos momentos? ¿Dónde estará mañana? ¿Dónde estará en mi vida? Y de repente vuelve a desesperarse. Se pierde. Piensa, recuerda, sufre. Ha agotado las lágrimas. Y casi la gasolina. Joder, ¿cuándo fue la última vez que le eché? Hoy tenía el depósito lleno. De improviso se da cuenta de que está debajo de su casa. Pero no tiene ganas de subir. No tan pronto. Tiene miedo de encontrarse a alguien despierto. De escuchar preguntas, de tener que dar respuestas. De modo que pasa de largo con un hilo de gasolina. Se detiene poco después. Se baja, le pone la cadena al ciclomotor y está a punto de entrar en un pub. El único que está abierto hasta tarde por esa zona. Pero qué digo. Es todavía temprano. Mauro mira su reloj. Son las once. Pensaba que era más tarde. Las noches que hacen daño no pasan nunca. Empuja la puerta del pub. Una mano se le apoya en el hombro.

– Hola, tronco, ¿qué haces por aquí? -Gino, el Mochuelo, aparece ante él.

– Tus muertos, me has asustado.

– ¿Entramos? Vamos a beber algo, te invito a lo que quieras, como en los viejos tiempos. -El Mochuelo coge a Mauro por el brazo sin esperar su respuesta. Se lo lleva para dentro y lo empuja casi contra un taburete que hay en la esquina del fondo. Después se deja caer también él, frente a Mauro y de inmediato levanta el brazo para hacerse ver por la chica que está detrás de la barra-. ¿Tú qué quieres?

Mauro, tímido.

– No lo sé. Una cerveza.

– Qué va, vamos a tomarnos un whisky, que aquí tienen uno que está de muerte. -Y vuelto hacia la chica de nuevo-: Eh, Mary, tráenos dos de lo mismo que me tomé anoche. Pero bien cargaditos, ¿eh? No te me hagas la agarrada… y sin nada. -Después se acerca a Mauro, se extiende casi hacia él con los brazos por delante, apoyados en la pequeña mesa de madera-. Anoche me metí una botella entera entre pecho y espalda. -Se vuelve de nuevo hacia Mary-. Esperé a que terminara y la acompañé hasta casa con un coche. -El Mochuelo se acerca a Mauro y hace un gesto con los dedos de la mano, haciéndolos girar sobre sí mismos, como diciendo «lo choricé»-. Aparcamos debajo de su casa. Jo, con la preocupación de que la pasma cuchase el coche y encima con la botella que me había bajado, aquí el amigo estuvo a punto de gastarme una broma de mal gusto. -El Mochuelo se toca entre las piernas-. Menos mal que me metí otro lingotazo y se recuperó… Bueno, qué quieres que te diga, el mejor polvo de los dos últimos años.

Justo en ese momento, llega Mary con dos vasos y la botella.

– Pero no bebáis demasiado. -Mira a Gino y le sonríe-. Beber es malo.

El Mochuelo levanta la cabeza y le sonríe también.

– Sí, pero al final sienta bien, ¿eh?

Mary, risueña, menea la cabeza y se aleja con su falda ajustada, un poco sudada, con un delantal a la cintura y los cabellos detrás de las orejas. Pero sobre todo con la certeza de estar siendo observada.

– Vaya, vaya. -El Mochuelo coge su whisky con la mano derecha y apoya la izquierda en el brazo de Mauro, luego hace un gesto de asentimiento con la cabeza-. Me da que esta noche le doy otro revolcón.

Luego se toma un trago con la cabeza echada hacia atrás. Pero se da cuenta de que Mauro todavía no ha tocado su vaso. Nada. Está allí quieto. Tranquilo. Demasiado tranquilo. Un poco abatido.

– Pero ¿qué te pasa, tronco? -El Mochuelo le pasa la mano por detrás de la cabeza y se la sacude-. ¿Qué te pasa? ¿Se te ha comido la lengua el gato? Cuéntale a papá lo que te pasa. ¡Hay que ver, estás acabado! Ni que se te hubiese muerto el canario.

Mauro se queda impasible. Entonces coge el vaso, se lo lleva a la boca, lo piensa un instante y le da un largo trago. A continuación baja la cabeza aprieta los ojos.

– Ahhh, qué fuerte es.

El Mochuelo asiente.

– No es fuerte, es bueno. Puedes hablar, ¿qué te ha pasado?

Mauro se toma otro sorbo de whisky.

– Nada… Paola.

– Ah, tu chica. Ya te lo dije, a ésa le gustan las comodidades.

– Me trajiste mal fario.

– No. Te bastaste tú sólito. Todas las chicas quieren comodidades. Sobre todo…

– ¿Sobre todo?

– … si son guapas. Siempre hay uno que está esperando para ofrecérselas.

Mauro guarda silencio.

– ¿Y sabes cuál es el problema?

– No, ¿cuál es?

– Que ellas lo saben muy bien. -El Mochuelo asiente, mueve la cabeza y da un largo trago.

Mauro lo mira y lo imita. Un trago largo, hasta apurar el vaso, sin detenerse, de una sola vez.

El Mochuelo lo mira admirado.

– Vaya, te ha gustado, ¿eh?

Mauro sacude la cabeza, la agita, como si estuviese intentando librarse de algo que tiene en la garganta.

– Tengo el remedio para ti, confía en mí. -El Mochuelo se saca dinero del bolsillo delantero. Encuentra diez euros y los arroja sobre la mesa.

– ¿De qué estás hablando? -pregunta Mauro.

– De un atajo para lograr comodidades para ella. Ya verás como en dos noches reconquistas a tu amor -Mauro está indeciso. Mira de frente al Mochuelo.

– ¿Tú crees?

– Pues claro, es matemático. Pero primero tienes que venir conmigo. -El Mochuelo se levanta y se va al baño.

Mauro lo sigue. El Mochuelo cierra la puerta a sus espaldas y se apoya en ella, para asegurarse de que nadie más entre.

– Ten. -Se saca una bolsita transparente del bolsillo de los tejanos. Está llena de un polvo blanco-. Métete una rayita de coca. Como bautizo.

El Mochuelo descuelga el espejo de la pared y lo apoya sobre el lavamanos.

– Ya te he buscado nombre. Halcón Peregrino. El Mochuelo y el Halcón Peregrino. ¿Te gusta?

– Sí. ¿Qué tenemos que hacer?

El Mochuelo se inclina sobre el espejo y con un billete de veinte euros enrollado, aspira una raya por el lado izquierdo de la nariz.

– Fácil. -Sorbe por la nariz-. Ten, las llaves de mi moto. Yo tengo otra copia. Tú sólo tienes que acompañarme a buscar un coche a casa de una amiga y después te vas a tu casa con mi moto. Mañana por la mañana la paso a buscar. Es fácil, ¿no?

Mauro sonríe.

– Facilísimo.

Gino, el Mochuelo le pasa los veinte euros enrollados a Mauro.

– Andando, Halcón, que cuanto antes nos pongamos antes acabamos.

Mauro se inclina y también él hace desaparecer una raya blanca. Se incorpora y todavía le sigue picando la nariz cuando oye decir al Mochuelo.

– Y piensa que, con este viaje, te ganas cincuenta mil del ala. Ya podrás darle comodidades a tu pequeña Paola.

Salen del baño, los dos muy contentos. El Mochuelo se despide de la chica de la barra con una pequeña promesa en los ojos.

– Adiós, Mary, nos vemos. Si acabo pronto, me paso. -Y le guiña un ojo. Fuera del local, el Mochuelo abraza a Mauro-. Ya te digo. Me paso y te repaso como anoche. -Y se echa a reír-. Andando, Halcón. -Y desaparecen a lomos de la enorme moto, en dirección al centro.

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