Sesenta y cuatro

Enrico acaba de llegar a su casa.

– Cariño, ¿estás en casa? -Deja la americana en el respaldo de una silla del salón.

– Estoy aquí, ya voy.

Camilla sale de repente del dormitorio.

– Perdona, no te he oído llegar. Estaba hablando por teléfono. -Y le da un rápido beso en los labios. Luego coge la chaqueta y se la lleva de allí.

Enrico la sigue. Y, mientras ella está abriendo el armario, él la abraza por detrás. Se pierde entre su cabello, en su perfume intenso. La besa en el cuello.

– ¿Con quién estabas hablando?

Camilla cuelga la chaqueta en su lugar, cierra el armario y se escabulle con sutileza del abrazo.

– No la conoces. Una chica del gimnasio. Quieren organizar una fiesta de fin de curso para la semana que viene. ¿Preparo algo o prefieres que salgamos?

– No, estoy cansado. Prefiero que nos quedemos en casa.

– Yo también, estoy muerta. Además, mañana tengo que levantarme temprano.

Enrico la sigue a la cocina y la observa mientras pone el mantel.

– ¿Adónde tienes que ir?

– Mamá me ha pedido que la acompañe con el coche a buscar telas. Quiere cambiar las cortinas.

Enrico la mira de nuevo.

– Bien. Voy a lavarme las manos, luego vengo a hacerte compañía.

– No, tranquilo. Ponte cómodo en el sofá. Si quieres, puedes mirar un poco la tele. En cuanto esté listo, te aviso.

Enrico va hacia el cuarto de baño, pero pasa de largo. Se detiene un momento y mira hacia atrás. La ve al fondo, en la cocina, cogiendo una cazuela. Enrico sigue caminando de puntillas y entra en el dormitorio. Se sienta. Ve el teléfono móvil. Lo observa unos instantes. Mira a su alrededor. Lo coge, aprieta una tecla y se enciende de inmediato. Camilla no lo bloquea. Tecla verde. Última llamada realizada. Se queda boquiabierto. Nada. Ninguna llamada. Todas borradas. Enrico lo apaga y entra en el baño. Demonios. Tenía que haber mirado las llamadas recibidas. Se lava las manos. Pero no puedo hacer eso. Quiero demasiado a Camilla como para que no me importe. Se seca. De todas maneras, en pocos días lo sacarán de dudas. Lo sabrá. Y ya no podrá lavarse tranquilamente las manos. Entonces, tendrá que tomar una decisión.


Flavio está en el sofá, semitumbado. La pequeña Sara se le echa encima, jugando. Ya tiene más de un año. Le divierte no dejarle ver la tele en paz, y a él le gusta. Justo en ese momento, oye la cerradura.

– Cristina, ¿eres tú?

– Qué pregunta. Y si hubiese sido un ladrón, ¿qué crees que te hubiese respondido? No, soy el ladrón. Doy el golpe y me voy.

Flavio se levanta e intenta besarla. Pero ella llega llena de bolsas y rápidamente le pasa dos.

– Toma, haz algo útil. Llévalas a la cocina. Ten cuidado, que dentro hay huevos.

Entonces ve a Sara, que atraviesa el salón con paso vacilante, con un juguete en la mano.

– ¡Flavio! ¿Qué hace Sara todavía levantada?

– Te estaba esperando, quería saludarte.

– Hace una hora que tendría que estar dormida. Me dijiste que podías llegar antes. Te lo pedí a propósito para que la metieses tú en su cama. Así se hubiese despertado a la una, le habría dado algo de comer y se hubiese vuelto a quedar dormida y, sobre todo, hubiese podido dormir yo también. Mañana por la mañana tengo las pruebas del examen de promotor… Pero claro, ¿a ti qué más te da? En esta casa todo lo tengo que hacer yo…

Cristina atraviesa veloz el salón y, sin decir nada más, coge a Sara al vuelo, con tal ímpetu que a la niña casi se le cae su pequeño juguete de la mano.

– Ven, mi chiquitina, que te llevo a tu cuna.

Cristina se va de allí, desaparece en la habitación llevando a la niña en brazos como un saco.

Flavio se vuelve a sentar en el sofá. Está acabando la sintonía del programa «Amigos». En el último encuadre aparece María De Filippi.

– Buenas noches, aquí estamos, preparados para el desafío de esta noche. Sin un adversario, la virtud se marchita, como dijo Séneca.

Flavio sonríe. ¿Será una señal?


– ¡Cariño, me marcho!

Susanna va corriendo hasta el comedor, donde Pietro se está poniendo de nuevo la americana y la corbata.

– ¿Cómo? Yo creía que esta noche te quedabas en casa tranquilo y cenabas con nosotros.

– No, mi amor, ¿no te acuerdas? Esta noche ceno en La Pérgola con el administrador delegado de la nueva sociedad que hemos captado como cliente. He pasado sólo un momento para ver a Carolina y a Lorenzo. -Le coge la cara entre las manos. Le da un beso largo, apasionado. O al menos eso parece-. Y para darte un beso. -Susanna sonríe. Pietro la hace sentirse hermosa, aún deseable. Siempre lo logra.

– No vuelvas muy tarde. Nunca estamos juntos.

– Lo intentaré, mi lucero. Estas cosas nunca se sabe cómo van.

Luego abre la puerta y sale corriendo, para desaparecer veloz escaleras abajo. Ella se asoma por el hueco de la escalera y lo mira. Él se vuelve una última vez abajo y se despide de ella de nuevo. Susanna entra en la casa. Cierra la puerta. No, no sé cómo van estas cosas.

– Nunca me lleva con él.

Instantes después, Pietro está al volante. Coge el móvil y marca rápidamente un número.

– Mi lucero, estoy llegando.


Alessandro llama al timbre, está sin aliento. Llega tarde.

Alguien responde.

– ¿Quién es?

– ¡Yo!

Se abre la puerta. Alessandro sube la escalera del vestíbulo de dos en dos y coge el ascensor. Cuando llega al piso, las puertas se abren. Ella lo está esperando ya.

– Alex, menos mal, ya estaba preocupada. ¿Por qué has tardado tanto? Ya estamos todos sentados a la mesa, aunque todavía no hemos empezado.

Alessandro besa apresuradamente a su madre.

– Tienes razón, mamá, una reunión de última hora. -Entran juntos al salón. Alguno está de pie todavía. Otros han tomado ya asiento.

– ¡Buenas noches a todos! Disculpad el retraso.

Su madre lo coge del brazo.

– ¿Y Elena? ¿Dónde la has dejado?

Claudia lo mira. A Alessandro le gustaría responder «No, mamá, lo siento pero te equivocas, es ella la que me ha dejado a mí». Pero sabe bien que su madre no entendería este tipo de humor que, a decir verdad, tampoco entenderían la mayor parte de las personas.

– Hoy acababa de trabajar más tarde que yo.

– Pero ¡cuánto trabajáis! Lo siento. Me hubiese gustado verla. Está bien, vamos a sentarnos, anda.

Alessandro se sienta al lado de su padre.

– ¿Qué tal va? ¿Todo bien?

– Bien, hijo mío. ¡A ti ni te pregunto, se te ve en buena forma!

– Sí. -Luego mira su reflejo en el cristal de un cuadro. Decide distraerse saludando a sus hermanas y a los maridos respectivos.

– ¿Cómo estáis?

– ¡Bien!

– ¡Todo ok!

– ¡Sí, ok!

– Ok, aparte del hambre. -David, el pesado de siempre. Alessandro extiende su servilleta. Una manera grosera de hacerme sentir mi retraso. Mira a Claudia. Se sonríen. Luego Alessandro le guiña un ojo y asiente. Como diciendo «haces bien en dejarlo». Pero un instante después lo niega. No es cierto. Claudia, no hagas tonterías.

La madre hace sonar el timbre que conecta con la cocina. Dina se asoma de inmediato. Es un ritual que se repite desde siempre.

– Dina, querida, disculpe, ¿podría retirar este cubierto? No es necesario. Lamentablemente, Elena no está. Vendrá más tarde, a los postres.

Alessandro se inclina hacia su madre.

– Me parece que no vendrá ni siquiera más tarde.

– Ya lo sé. Pero no veo por qué hay que dar explicaciones. A la asistenta además…

– Ya… -Alessandro vuelve a sentarse bien en su silla-. Qué idiota soy.

Al poco rato, Dina regresa con un carrito lleno de platos. Alessandro echa un vistazo. Gnocchi al pomodoro y taghliolini alie zucchine. Dos tipos de pasta. No está mal. Dina va poniendo un plato delante de cada comensal.

– Traiga también los cubiertos de servir, por favor…

– Sí, en seguida, señora.

Dina regresa rápidamente a la cocina.

– No puedo con ella. ¡Se los olvida desde que entró en esta casa, hace ya treinta años, y cuando se vaya seguirá olvidándoselos!

Margherita, la hermana menor, se limpia los labios con la servilleta.

– Mamá, da gracias de que haya aguantado tanto. La mayoría de nuestros amigos tiene en la casa filipinos o extranjeros de dudosa procedencia que no cocinan así de bien… ¡y a la italiana, además!

Luigi, su marido, se echa hacia delante, dirigiéndose no se sabe bien a quién.

– Y sobre todo -dice-, que en esos casos nunca sabes a quién metes en casa. Mira la señora Deüa Marre, por ejemplo, lo mal que acabó.

Y así continúan, hablando de todo y de nada. Impuestos nuevos, un libro todavía sin terminar. Una película sueca. Una china. Un festival. Una exposición. Un corte de pelo horrendo. Una novedad americana de la que David ha oído hablar tanto pero de la que no sabe nada en concreto, hasta podría ser una buena idea, sólo con que consiguiese entender algo de lo que explica.

Y después una chuleta acompañada por alcachofas fritas, suflé de patata y verduras. Luego otra novedad. Una cosa que salió en las noticias. Una noticia terrible. Un muchacho muy joven mató a sus padres. Y otras banales pero alegres. Hijos de amigos que están a punto de casarse. Las entradas sacadas para el próximo concierto en Milán de un importante cantante extranjero. Un cotilleo sobre algún famoso, uno de los habituales, inventados, falsos o quizá ciertos líos de faldas. También la posibilidad de ir al espectáculo de Fiorello, aunque ya no queden entradas, y a pesar de que estén ya por las nubes y cuesten más que las vacaciones de una familia entera.

Margherita se pone en pie de repente. Da unos golpecitos en su vaso con el tenedor.

– Un minuto de atención. También yo tengo que daros una noticia. A lo mejor no es tan importante como algunas de las que acabo de oír, pero ¡para mí es fundamental! Pronto alcanzaré a mi hermana Claudia. ¡Yo también espero otro niño!

Silvia, la madre, se levanta en seguida, aparta la silla y corre hacia Margherita. La abraza, la llena de besos.

– Cariño mío, qué buena noticia. ¡Dentro de poco seré abuela de cuatro nietecitos! ¿Sabéis ya qué será?

– Un niño. Nacerá dentro de cuatro meses y medio.

– ¡Qué bien! ¡Tendréis la parejita, como Claudia!

La hermana mayor se come otra alcachofa frita.

– Yo ya lo sabía. Pero ¡en nuestro caso el mayor es el varón!

– ¿Habéis decidido ya el nombre?

– Dudamos entre Marcello y Massimo.

Alessandro mira a su hermana Margherita y levanta las cejas.

– En mi opinión es mejor Massimo…

Claudia y Margherita se vuelven hacia él.

– ¿Y eso por qué?

– Bueno, es un nombre de vencedores.

– Ah…

Luigi se pone en pie.

– Estoy de acuerdo… -Pone los brazos en jarras y cara de solemnidad. Y declama su preferencia con convicción-: Me llamo Massimo Décimo Merodio, comandante del ejército del Norte, general de las legiones Félix, siervo leal del único emperador verdadero Marco Aurelio. Padre de un hijo asesinado, marido de una mujer asesinada, y tomaré venganza por ello en esta vida o en la otra.

– Sí, a él le gustaría que fuese Massimo. El gladiador.

– Por supuesto. ¡Y a lo mejor, un día, él y yo nos hacemos el mismo tatuaje, igual que el de nuestro gran capitán! -Pasando así, con total naturalidad, de una visión histórica a una futbolística.

Silvia se echa a reír y se sienta de nuevo. Da un beso a su marido.

– Luigi, ¿has oído qué buena noticia? ¿Has visto qué familia tan estupenda hemos creado, amor mío?

Silvia, la madre, coloca mejor la silla. Luego apoya la mano en el brazo de Alessandro.

– ¿Y tú, tesoro? ¿Cuándo vas a darnos alguna buena noticia?

Él se limpia con la servilleta.

– Ahora mismo, mamá, pero no sé si es buena.

– Bueno, tú cuéntanos. Después te lo diremos.

– Ok. Señores, Elena y yo nos hemos separado.

La mesa se sume de improviso en un silencio gélido. Intenso. Claudia mira a derecha e izquierda. Interviene al fin para salvar a su hermano.

– Perdonad, ¿quedan más alcachofas?

Poco después. Todos salen del portal. Besos en las mejillas. Se estrechan la mano mientras prometen volver a verse pronto. A lo mejor una pizza, una película, ¿por qué no? Aunque al final casi nunca se haga nada. Margherita se acerca a Alessandro, que le dice:

– ¡Chao, hermanita, me alegro por ti!

– Yo por ti no. Quiero decir que Elena me gustaba. ¿Ahora dónde encuentras a otra como ella? -Y se despide con un beso sin dejar de mover la cabeza.

Claudia la mira mientras se aleja. Luego se acerca a Alessandro.

– Siempre da la impresión de que ella sepa mejor que todos nosotros cómo es la vida. O al menos, el curso del amor.

– Ya sabes que ella es así.

– Así de repelente. Demasiado segura. Lo sabe todo… Cambiando de tema, Alex, por un momento he creído que ibas a dar directamente la verdadera gran noticia.

– ¿A qué te refieres?

– Señores, me he liado con Niki, una chica explosiva de diecisiete años.

Alessandro mira a Claudia y le sonríe.

– ¿Estás loca? Para empezar, me jugaba el saludo de mamá, pero nos jugábamos también a papá… ¡Le hubiese dado un infarto al oír la noticia!

– Pues yo en cambio creo que papá es quien se lo iba a tomar mejor. Siempre lo infravaloras.

– ¿Tú crees? Puede ser…

– Bueno, me despido. -Claudia le da un sonoro beso en las mejillas y hace ademán de irse.

– Claudia…

– ¿Sí?

– Gracias, ¿eh?

– ¿Por qué?

– Por la alcachofa que ya no te apetecía.

Claudia baja una mano en su dirección.

– ¡Bah! No es nada. Pero otra noche como ésta y tendrás que invitarme directamente al Mességue.

– Lo haré con mucho gusto. Comer, en lugar de tomar decisiones extrañas.

– ¡Idiota! O, mejor dicho, avísame cuando te decidas a dar la otra noticia bomba… ¡Me pondré a dieta dos días antes!

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