Cuarenta y ocho

Alessandro conduce en la noche. Claro. Se lo habrá apuntado en aquel teléfono agenda supertecnológico que tenía, con todo tipo de avisos vía e-mail, alarmas y recordatorios de citas. Elena siempre fue buena en las relaciones de empresa. Siempre conseguía lo mejor. ¿Y ahora qué hace? No me llama pero le envía un mensaje de felicitación a Camilla. Qué imbécil…

Poco después, está en casa. Cabreado aún, abre y cierra la puerta a sus espaldas de un portazo. Después decide poner música para relajarse un poco. Elige con cuidado. La última banda sonora para un espot japonés. Coge una Coca-Cola de la nevera y se tumba en la chaise longue del salón, de piel auténtica. El único mueble elegido por Elena que le gusta. Por otro lado, todos los muebles del salón están aún por llegar. Todavía recuerda la discusión por teléfono de Elena. Les gritó como una loca a los de la tienda de muebles porque, por aquel entonces, llevaban un retraso de un mes y medio en la entrega. Y, a día de hoy, todavía no los han traído. Quizá, piensa Alessandro, aún me puedo echar atrás. Lo mejor de todo es que ella decoró toda la casa, impuso su criterio, discutió porque se retrasaban en la entrega, aunque, eso sí, me obligó a dar un anticipo; yo he pagado y ella se ha ido. Pufff. Desaparecida. Nunca más se supo. De no ser por el mensaje de esta noche… a Camilla. Es verdad que los hombres, a veces, somos gilipollas. Es mejor no pensar en ello. Alessandro toma un sorbo de Coca-Cola. Mira por dónde, éste sería uno de esos momentos en los que estaría bueno tener el vicio del tabaco. O mejor aún, de la maría.

Pero sólo para relajarte un poco, para que te entren ganas de reír… En lugar de llorar. Algún recuerdo vago de momentos agradables dispersos. Elena y él por el sendero de aquel amor vivido. Un deseo. Y otro recuerdo. Cuando se conocieron, por casualidad, en la presentación de un nuevo coche. Alessandro en seguida encontró simpática a esa mánager tan peculiar, que hablaba con continuas digresiones, abriendo más y más paréntesis, haciendo incisos varios, perdiéndose en un río de palabras. Y uno no alcanzaba a comprender adonde quería ir a parar. Entonces sonreía… «¿Qué era lo que estaba diciendo…?», y ella sola retomaba de nuevo el hilo. «Ah, sí, claro…» Y explicaba otra cosa curiosa. Y una sonrisa.

Y un momento erótico, ella y aquellas medias que se quitaba tan despacio. Ella y su piel que se libera y resplandece. Tanto. Todo. Demasiado. De repente, un pensamiento molesto. Alessandro se agita en el sofá. A saber con quién lo estará haciendo ahora. Pero no. No lo está haciendo. No es posible. Y entonces, ¿por qué se fue? Quizá sólo fue un arrebato. Sí, tiene que ser así. Ella no es de esas que acaba una historia y empieza otra en seguida. No. Ella no. No es posible que de golpe empiece así, sin más, a hacer con otro todas esas cosas sublimes, soberbias, sucias, sensuales, sabrosas, que ella sabe hacer. Todas empiezan por «s», a saber por qué. ¿Y tú qué? ¿Te parece normal que de repente, casi sin conocerla apenas, te hayas divertido con la chica de los jazmines? Con Niki, una chica de diecisiete años. Con todas esas «s», pero también con la «z», y con la «a», la «b», la «c» y no sé cuántas letras más del alfabeto erótico. Lo mejor es no pensar en nada.

En ese preciso momento, llaman a la puerta. Alessandro casi se cae del sofá. Se había quedado dormido un momento. Se pone rápidamente en pie. Mira el reloj. Las doce y media de la noche. ¿Quién será a esta hora? ¿Elena? Pero Elena tiene llaves. También podría ser tan educada de llamar a la puerta. Ahora que lo pienso, desde que se fue tan sólo ha vuelto una vez a esta casa. Aquel día que me la encontré por sorpresa al volver. Quería llevarse aquel estúpido souvenir de Venecia… Y se lo llevó. Qué imbécil.

Alessandro mira por la mirilla. No consigue ver bien de qué se trata. Y sobre todo… quién es.

Un folio blanco le tapa la vista. Encima se ve un pequeño y extraño dibujo. Luego oye una voz, amortiguada por la puerta cerrada.

– Venga, que te he oído, sé que estás ahí… Qué pasa, ¿no lo has reconocido? Dun, dun, dun, dun, dun, dun… -Silencio. Y otra vez-. ¡Dun, dun, dun, dun, dun, dun!

Alessandro ahora sí logra distinguir el dibujo. Es una aleta.

– ¡Llama el tiburón! ¡Y si abres se te come!

Niki… Alessandro sonríe y abre la puerta.

– O a lo mejor te lo comes tú a él… ¡Te he traído helado!

– ¡Gracias! Perdona, pero es que no entendía…

– Sí, sí… -Niki entra en la casa con una bolsa en la mano-. ¡Miedoso! Venga, cierra.

Alessandro cierra la puerta y echa el cerrojo.

– Aquí lo que necesitas es a alguien como yo, que te haga de guardaespaldas. Si de todos modos tu casa está vacía. ¿De qué te preocupas? ¿Qué es lo que te pueden robar?

Alessandro se le acerca.

– Bueno, ahora a ti…

– Qué bonito… -Niki le da un beso suave y leve en los labios. Luego se aparta-. Venga, ¡ahora el helado!

Niki se lo lleva a la cocina, mientras Alessandro decide cambiar el CD.

– Eh, ¿tienes cuencos para servirlo? Pero grandes, ¿eh? ¡Que yo pienso comer un montón!

– Tendrían que estar en el fondo.

– ¿En el fondo dónde?

Niki empieza a abrir todos los armarios de la cocina. Encuentra el que busca. En alto.

– ¡Aquí están, los he encontrado!

Justo en la repisa más alta hay una pila de cuencos y tazas grandes. Niki se estira, coge los dos primeros, intenta sacarlos haciéndolos saltar.

– ¡Uy!

Aparta los dos últimos de la pila, pero uno salta demasiado, golpea contra el armario y sale volando, de lado, precipitándose al vacío. Niki es rapidísima. Suelta la bolsa del helado que sostenía en la otra mano, se inclina y lo coge al vuelo justo antes de que toque el suelo.

– Fiuuuu.

– ¡Eh! ¡Una de tus mejores jugadas!

Alessandro aparece en la puerta de la cocina. Niki se incorpora con el cuenco azul e intacto en la mano.

– Sí, ¡por los pelos!

Alessandro la mira. Los cuencos azules. Hacen juego con unas copas de cristal azul compradas en Venecia en uno de tantos fines de semana con Elena. Una noche en que cenaban ellos dos solos utilizaron esas copas. Alessandro había puesto la mesa con sumo cuidado nada más llegar del trabajo. Empezó a cocinar después de escoger la música apropiada y bajar las luces… Elena estaba sentada en el salón. Protestó por la música elegida y prefirió otro CD. Después, fue a hacerle compañía en la cocina. Con los pies descalzos, se sentó en uno de los taburetes altos y se dedicó a mirarlo. Alessandro sirvió un poco de champán para los dos.

– ¿Qué tal te ha ido el día?

Hablaron de todo un poco, se rieron comentando sobre alguien; tanto, mucho. Y de repente, Alessandro, al volverse, golpeó con la copa en el borde de la pared de la cocina, descascarillándola. Elena dejó de beber. También dejó de reír. Cogió la copa en cuestión observando los daños; quitó un trocito de vidrio resquebrajado y luego tiró la copa a la basura.

– Ya no tengo hambre. -Se fue al salón metió las piernas debajo del cojín grande del sofá y puso cara larga; la de alguien que no tiene ganas de hablar, que ha tomado una decisión y piensa mantenerse en sus trece. Elena era así. Esa cristalería se la había dejado a Alessandro. Quizá porque faltaba aquella copa.

Alessandro toma el cuenco de las manos de Niki y abre el pequeño balcón de la cocina. Después mira a Niki. Luego el cuenco. Y lo deja caer al suelo, rompiéndolo en mil pedazos.

– Alex…, ¿por qué haces eso?

Alessandro sonríe y cierra el balcón.

– Porque quizá pensaba que me gustaban mucho y en cambio no es así.

– Entiendo, pero ¿no podías decírmelo sin más? Tú no eres normal.

– Por supuesto que sí. Aunque se rompa algo, nuestra vida no cambia.

– Y en tu opinión, ¿eso es normal?

– Sí, pero ahora que lo pienso comprendo que tal vez pueda parecer complicado.

– Mucho. A saber la historia que tendrán estos cuencos…

Alessandro comprende que ella no lo puede entender. Y se siente un poco culpable.

– Venga, vamos a comernos el helado.

– Oye, ¿no querrás demostrar que no le tienes ningún aprecio al helado y me lo tirarás por la ventana, verdad?

– No, tranquila, en ese caso no sería tan normal…

Se lo sirven en los cuencos. Cada uno en el del otro. Niki controla el suyo.

– Para mí sólo chocolate, nueces y melaza.

– Ligero.

– No me pongas de los de fruta, que no quiero. Están riquísimos, pero los prefiero cuando es pleno verano.

Alessandro señala uno blanco.

– ¿Y éste de qué es?

– De coco. Sí, ponme un poco de coco.

– Perdona, pero has dicho que sólo en pleno verano.

Niki coge la cuchara y, sin poderlo resistir, la mete en su cuenco y come un poco.

– Hummm, rico, riquísimo. No, el coco es diferente. Además, con el chocolate sabe a aquella especie de chocolatinas…

– Los Bounty.

– ¡Sí, ésos! Me gustan un montón…

– Uno de sus anuncios lo hicimos nosotros.

Niki resopla.

– Jo, siempre estás pensando en el trabajo.

– No, lo decía sólo por decir. Es sólo un recuerdo.

– Ahora no tienes que recordar nada.

Alessandro piensa en los cuencos, en la copa, en todo lo de antes… Y decide mentir.

– Tienes razón.

Y ella sonríe ingenua.

– Porque ahora es ahora. Y nosotros somos nosotros.

Niki mete la cuchara en el cuenco de Alessandro y prueba un poco de su helado. Luego la mete en el suyo, coge un poco de chocolate y se lo da a Alessandro en la boca. En cuanto la cierra, Niki de inmediato coge más helado y vuelve a dárselo. Pero en vez de esperar a que trague, le mancha los labios. Como cuando uno se toma de prisa un café y se le quedan «bigotes». Entonces Niki se acerca muy despacio. Cálida, sensual, deseable, y empieza a lamer esos bigotes dulces, y un beso, y un lametón, y un mordisquito. «¡Ay!» Y luego una sonrisa. Y, uno tras otro, esos besos saben a esos bigotes de chocolate, y de nata, y de coco. Y así sigue, sonriente, lamiéndolo con tierno afán. Luego se apoya en él sin querer.

– Eh, qué pasa, ya te lo he dicho… me encantan los Bounty…

Alessandro la besa, y se dejan ir, y apagan las luces y se derrite un poco el helado. Y un poco también ellos… Y poco a poco los invade un sabor. Y juegan, y bromean, y colorean las sábanas de gusto y de deseo y de juegos alegres y ligeros y atrevidos y extremos… Por un momento, Alessandro piensa: ¿Y si alguien entrase ahora? Serra y Carretti. Los policías de costumbre. Socorro. No. Y la nata desciende lentamente por sus hombros, y chocolate y vainilla y más y más abajo, con dulzura, lentamente por ese suave surco. Y la lengua de Niki y su risa y sus dientes y un beso… Y todo ese helado que no se malgasta… Más. Y más. Y frío y calor y perderse así entre todos esos sabores. Y de repente… pufff, cualquier problema, dulcemente olvidado.

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