Ochenta

Casas, casuchas, construcciones en ruinas, un trozo de acueducto caído y una gran extensión de verde. Una gruta en lo alto de aquellos árboles de la colina. Y más paredes, algún cartel arrancado, una pintada medio borrada. Y más verde, verde, verde. Y un coche hecho polvo, alguna basura y nada más. Nada más. Mauro acelera como puede con su ciclomotor y sigue corriendo sin gafas. Sin casco. Sin nada. Pequeñas lágrimas provocadas por el viento y ojos enrojecidos. Gas a fondo, tratando de dejar atrás ese día. ¿Cuántos chicos había en esa prueba? ¿Mil, dos mil? Bah. Aquello no se acababa nunca. No se acababa nunca. El día entero, de la mañana a la noche, hasta las nueve. Mauro mira el reloj. No, hasta las nueve y cuarto. Sólo un botellín de agua y un sándwich envasado de jamón dulce y alcachofas, de los de máquina expendedora. Por otro lado, no tenía mucha elección: o eso o uno de esos dulces que te dan aún más sed. Y después quietos. Todos quietos en aquellos bancos tan duros, esperando un número. Un número. Sólo somos un número. El gran Vasco decía «Somos sólo nosotros». ¿Nosotros, quiénes? En la sala había un tipo que daba vueltas con una cámara digital y grababa. Me han hecho pasar, una pregunta y adiós. Pero ¿qué te puede decir una sola pregunta? «Gracias, está bien, ya le diremos algo. Nosotros le llamaremos.» Ellos me llamarán. ¿Y ahora? Ahora nada, a casa, con el móvil cerca para mirarlo continuamente. Les he dado mis dos números. Así, si el de casa les da ocupado pueden llamarme al móvil. La semana pasada estuve esperando un día entero en casa y para qué. Para nada. ¿Será así toda mi vida? Me puedo hacer famoso. Es un derecho de todos. Hasta lo dijeron el otro día en la tele, en el programa aquel. Pusieron un trozo de una vieja película. «Cada uno de nosotros tiene derecho a su cuarto de hora de celebridad…» Lo dijo aquel tipo rubio tan raro, bajito, americano, ese que pintaba todas las caras iguales, como con Marilyn. Cómo se llamaba, Andy algo… El tipo ese, vaya. ¿Y yo? Me he presentado a las pruebas para «Gran Hermano» y para todos los reality que están a punto de empezar. Uno me pidió ciento cincuenta euros para hacerme un showreel, algo así como una animación, un vídeo en el que se podrían apreciar todas mis cualidades. Así él lo hace circular y yo me ahorro un montón de vueltas. Sí, sí. Vale. Y voy yo y me lo creo.

Mauro toma una curva cerrada y enfila la calle que lleva hacia su casa. Se inclina demasiado. El ciclomotor da un bandazo, pero rápidamente él echa todo el peso hacia el otro lado y levanta el pie izquierdo, listo para apoyarlo en el suelo si se fuese a caer. Pero la motocicleta vuelve a estabilizarse y él sale disparado. Hacia su casa. Tranquilo. Sube la cuesta. Algún que otro contenedor abierto. Un poco de basura por el suelo. Un calentador viejo destaca en aquella calle solitaria. Mauro mira hacia la derecha. Esa pequeña vía de escape lateral, ese campo abandonado. Sonríe. La de veces que jugamos con los amigos del barrio en ese descampado. Alguna vez he estado allí con el coche de papá, una parada técnica, antes de llevar a Paola a casa. Paola. Recuerda algunos momentos pasados en aquel coche. La música del radiocasete. El calor de la noche. Los asientos incómodos que siempre chirrían. Los pies en el salpicadero. Los vidrios empañados. El sabor del sexo. Único. Espléndido. Irrepetible. Más tarde, esas mismas ventanillas bajadas para coger un poco de aire. Un hilo de humo que sale. Sonrisas en la penumbra. Y el perfume de ella, de toda ella, encima. Paola. Hoy no me ha llamado. Y cuando he probado a llamarla yo, tenía el móvil desconectado. A lo mejor no tenía cobertura. Levanta las cejas al no encontrar respuesta. Toma la última curva. Ya ha llegado. Y al verla sonríe. Ahí está Paola. También ella lo ve. Levanta la barbilla desde lejos. Mauro la mira mientras se acerca. Busca la sonrisa. Pero no está. Ya no está.

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