Salida del instituto. Un río de muchachos invade el pasillo. Unos se van a casa. Otros asaltan el distribuidor automático. Diletta está en la cola, junto a Niki.
– ¿Has acabado la traducción?
– No. ¿Y tú?
– Tres cuartas partes.
– A mí me la ha pasado Serení. Me lo debía.
– ¿Por qué?
– Le presté mi camiseta Exté para la fiesta de los dieciocho del sábado. Es una deuda de al menos seis traducciones.
– ¡Ah! Venga, te toca.
Niki mete un euro en la ranura. Plinc. El ruido correcto. Aprieta la tecla del pastelito de chocolate.
– Pero ¿qué haces?
– ¿Qué pasa, no has leído a Benni? El mundo (según Sócrates, el abuelo de Margarita) se divide en: los que comen chocolate sin pan; los que no pueden comer chocolate sin comer también pan; los que no tienen chocolate; los que no tienen pan. Yo lo tengo todo.
– Vale.
– Hola… -Diletta se vuelve. Unos ojos color verde esperanza en un rostro ligeramente bronceado la miran-. Te he traído el euro. Ahora ya funciona.
– ¡¿Qué es, una tarjeta telefónica?! -ríe Niki, que está abriendo su pastelito.
– No tenías que hacerlo. Ya tengo.
– De todos modos, hoy no te hace falta. Ya lo usarás otro día.
– ¿Y eso?
El muchacho se saca una bolsita de cereales del bolsillo.
– Ya te la he sacado yo.
Diletta lo mira sorprendida.
– No tenías por qué.
– Ya. Lo sé. Quería hacerlo.
Niki los mira alternativamente, como si fuese un partido de tenis.
– Vale, pero ya te dije que no me gustan las deudas.
– Está bien, entonces no estés en deuda.
Niki interviene.
– Venga, Diletta, no lo alargues tanto. Te ha dado una barrita, no una caja de trufas de Norcia. ¡Muy bien! ¡Un gesto muy bonito! -Y le sonríe burlona.
Él le tiende la barrita a Diletta.
– No, gracias, no la quiero. -Y se va.
Niki la mira. Después se vuelve hacia él.
– ¿Sabes?, es un poco rara. Pero es fuerte. Jugando a voleibol, de vez en cuando recibe algún balonazo en la cabeza y se comporta así. Pero luego se le pasa.
Él intenta sonreír, pero se ve que la negativa de Diletta no le ha sentado bien.
– Oye, dámela a mí.
– No, era para ella.
– Pero ¿por quién me tomas? Dámela a mí que haré la entrega aplazada más tarde. -Y echando a correr se la quita de la mano. Sin pararse se vuelve un instante.
– ¿Cómo te llamas?
– Filippo -atina a responder él antes de que ella desaparezca por la esquina, dejándolo allí, con un euro en una mano y una esperanza menos en la otra.