Noventa y siete

Todos están allí. Los amigos más íntimos, los más sinceros, los que conocen toda la verdad de una familia, los que han asistido en silencio a pequeños y grandes problemas, o bien con bullicio a grandes celebraciones, felicitándose por las pequeñas y grandes alegrías de la vida. Eso es la amistad. Saber dosificar el ruido de la propia presencia. En cuanto lo ve, Alessandro se le acerca y le da un abrazo. Todo. Mucho. Tanto.

Cada uno recuerda a su manera los momentos más diversos de una misma vida.

– Joder, lo siento Flavio…

Se miran a los ojos y no saben bien qué decirse. Uno de esos momentos que inevitablemente te llevan al silencio. Estar allí, hacer acto de presencia, querer decir tantas cosas sin conseguirlo. De modo que todo se arregla con una simple palmada en el hombro, con un abrazo sentido, con una frase que se te hace extraña, pero no has sido capaz de encontrar otra. Y te parece la mejor, la más verdadera, la más sincera. Y no lo es. O a lo mejor también lo es. Quién sabe… Tienes un nudo en la garganta. Si dices algo más, sabes que te echarías a llorar. Tienes los ojos brillantes. Y te das cuenta de que otros son más fuertes que tú. Y no lloran. Parecen serenos, como si no hubiese pasado nada. Consiguen llevar bien su dolor. O quizá, piensas, es que no les importa un comino. ¿Qué clase de personas son? Como esos dos, por ejemplo, deben de ser sus primos… Están al fondo del salón y no paran de hablar y se ríen y resultan hasta un poco ruidosos. Parece que el hecho de que se haya muerto alguien fuese la única ocasión para volver a verse. O a lo mejor su manera de actuar es tan sólo un hábil disfraz. Como si no pudiesen concederse el lujo de estar mal, de sufrir abiertamente, de poder llorar libremente, sin vergüenza. Ese extraño precio que el carácter te obliga a pagar en ocasiones, dejándonos fuera de la belleza de los sentimientos.

Alessandro, Pietro y Enrico hacen compañía a Flavio toda la noche y cada uno de ellos renuncia a algo sólo por estar a su lado. Los tres están felices de ello y ninguno lamenta lo que ha perdido.

Noche de palabras. Noche de recuerdos. Noche de confidencias. Divertidas anécdotas lejanas. Viejas historias que tan sólo el dolor, con su soplo potente, consigue sacar a la luz a veces. Episodios pasados, ocultos, perdidos pero en el fondo nunca abandonados.

– ¿Sabéis una cosa, chicos? -Flavio bebe un poco de su whisky y los mira. Ninguno responde. No es necesario. Flavio sigue hablando-. Te da por pensar en las cosas que no le dijiste. En las veces que lo decepcionaste. En las cosas que te hubiese gustado decirle aquel día, en lo que te gustaría poder decirle ahora. Correr hasta su casa. Llamar al timbre. Pedirle que se asome. Papá, se me ha olvidado decirte una cosa. ¿Te acuerdas de aquella vez que fuimos a…? -Flavio mira de nuevo a sus amigos-. Eso hace daño. Tal vez sea una tontería, pero te gustaría tanto podérsela decir…


Varios días después. El funeral. Flores. Frases. Silencio. Personas que hace tiempo que no se veían reaparecen de nuevo. Como algunos recuerdos. Saludos. Apretones de manos. Conmoción. Todos van a saludar a Flavio con afecto. Algunos llevan flores. Otros vienen de un pasado lejano y desaparecerán otra vez para siempre, pero no querían faltar a esa última cita. Después el entierro. Un último adiós. Un último pensamiento. Después ya nada. Fiuuu. Un balón pesado que se aleja hacia el cielo. Silencio. Cada vez más lejos. Luego, trabajosamente, los primeros chirridos. Es como si la gran máquina arrancase de nuevo. Ruidos pesados, cadenas sin lubricar, engranajes que rechinan, crujen. Pero arranca. Ya está… ¡Chucu chucu chu! Como ese tren lejano, en el horizonte, que retoma su camino, su carrera, que aumenta el ritmo, resopla, otra vez, sí, hacia confines lejanos, hacia los días que vendrán… Chucu chucu chu… Y silba, vuelve a silbar. Y no detenerse. No detenerse. Todos, absolutamente todos, siguen adelante. Y antes o después lograrán olvidar algo. O a lo mejor no. Pero también en esta duda reside una gran belleza.

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