– Eh, pero ¿qué estás haciendo?
– He venido a buscar unas cosas. Tengo unos documentos que no quiero dejar en la oficina.
Leonardo se apoya en el escritorio y le sonríe.
– Oye, Alex, nunca me he sentido tan feliz… En Japón nos han confirmado toda la línea. ¿Sabías que ahora también tenemos peticiones de Francia y de Alemania?
– Ah, ¿sí?
Alessandro sigue sacando folios de los cajones. Los repasa. Ya no sirven. Los tira a la papelera.
– Sí. Ya han enviado todos los embalajes. Tenemos que hacer una campaña para un nuevo producto que saldrá dentro de dos meses… Un detergente al chocolate… pero ¡que huele a menta! Una cosa absurda, en mi opinión, pero estoy seguro de que encontrarás la idea adecuada para hacer que tu gran amiga la gente la acepte.
Alessandro acaba de recoger los últimos papeles y se incorpora. Hace una ligera flexión hacia atrás poniéndose la mano en la espalda. Leonardo se da cuenta. Sonríe.
– La edad, ¿eh? Pero al final acabaste derrotando al jovencito aquel. Toma, éstos son algunos detalles, el resto de la documentación te la he dejado sobre la mesa.
– Me parece que te conviene volver a llamar al jovencito de Lugano.
– ¿Cómo? ¿Qué quieres decir? -Leonardo lo mira con los ojos muy abiertos.
– Que me voy.
– ¿Qué? Te han ofrecido otro trabajo, ¡¿eh?! Otra empresa, ¿verdad? Dime quiénes son. Dime quiénes han sido. La Butch & Butch, ¿a que sí? Venga, dime quiénes han sido, que acabaré con ellos.
Alessandro lo mira tranquilo. Leonardo se calma.
– Vale, seamos razonables. -Un largo suspiro-. Nosotros podemos ofrecerte más.
Alessandro sonríe y pasa de largo.
– No lo creo.
– ¿Cómo que no? ¿Quieres verlo? Dime la cifra.
Alessandro se detiene.
– ¿Quieres saber la cifra?
– Sí.
Alessandro sonríe.
– Bueno, no hay cifra. Me voy de vacaciones. Mi libertad no tiene precio.
Y se dirige hacia el ascensor. Leonardo corre tras él.
– Pero entonces la cosa cambia. Podemos hablarlo. No tiene sentido que vuelva a hacer venir al jovencito… ¿Qué te pasa, estás cabreado?
– ¿Por qué iba a estarlo? Gané.
– Ah, sí, claro, claro. Tengo una idea. Mientras estés fuera, le digo a Andrea Soldini que lo vaya preparando todo, ¿qué te parece?
– Bien, me alegra. Y, sobre todo, tengo que decirte que estoy muy contento de una cosa.
Leonardo lo mira con curiosidad.
– ¿De cuál?
– De que te hayas acordado de su nombre.
Alessandro aprieta el botón de bajada. Leonardo sonríe.
– Pues claro. Cómo iba a olvidarlo… Ese tipo es la hostia.
En el último momento, Alessandro bloquea las puertas.
– Ah, mira, me parece que también tendrías que hacer que Alessia se quedase en Roma. No la transfieras a Lugano. Aquí hace mucha falta, confía en mí.
– Por supuesto, ¿estás de broma? Es como si nunca se hubiese ido. Y tú, ¿cuándo piensas volver?
– No lo sé…
– Pero ¿adónde vas?
– No lo entenderías.
– Ah, ya veo… Es como el anuncio aquel en el que aparece un tipo con una tarjeta de crédito solo en una isla desierta.
– Leonardo…
– ¿Sí?
– Esto no es un anuncio. Es mi vida. -Entonces Alessandro le sonríe-. Y ahora, ¿me dejas marchar, por favor?
– Claro, claro. -Leonardo suelta las puertas del ascensor, que se cierran lentamente.
– Estaré aquí, esperándote. -Luego se inclina hacia un lado buscando el último resquicio-. Vuelve pronto. -Se inclina aún más y grita casi al vacío-. Tú lo sabes, ¡eres insustituible!