Noventa y uno

En los días siguientes, las Olas se organizan. Se turnan para ir al hospital. De vez en cuando, llevan un helado, alguna cosa para los padres de Diletta. Un periódico, una revista, alguna delicia de las de la pastelería Mondi o en la Euclide. Así se van alternando, Olas de un mar que de todos modos recuperará antes o después la calma. Pero es preciso creer en ello. Una tras otra, una marejada sin fin. Olas sonrientes, divertidas pero no demasiado. Optimistas. Fingir que no se tienen dudas. Certezas. Todo se arreglará. Y negarse a admitir por un momento, aunque sea ante sí mismas, que eso pueda no ser así. Infatigables. Una historia de amistad que no sabe lo que es el cansancio. Y se pasan el testigo con una sonrisa. Niki. Olly. Erica. Y unos días dos y otros las tres siguen estudiando para la Selectividad.

– De eso no se va a librar.

– Por supuesto que no.

– ¡Diletta, no te vas a escaquear así como así! -Y se ríen esperanzadas, intentando exorcizar de este modo el accidente. Detrás de ese cristal, un recuerdo de Diletta. Una anécdota divertida. Su enorme fortaleza. Su belleza potente, superpotente, ultrarresistente, sana. Su extraordinaria manera de jugar a voleibol. Y el novio que nunca ha tenido.

– ¿Sabes quién le tiraba los tejos últimamente?

– No.

– Filippo, el de quinto A.

– ¡Venga ya, te estás quedando conmigo! ¡Es un trozo de pan! ¿Y ella?

– Ella nada, como si no existiese.

– ¡No me lo puedo creer, está loca! -Olly niega con la cabeza-. Joder, yo…

– Olly, que están sus padres. Y además ya no eres la máxima autoridad sobre el tema.

– Ya veo, pero de todos modos incluso vosotras hubieseis caído con ése.

– Sí, pero no tan rápido como tú.

– Porque yo soy más sincera, menos rebuscada. -Y más risas y bromas y chistes, como si Diletta estuviese allí, intentando pasar esas horas que no pasan nunca.


Cuando suceden estas cosas, incluso en casa todo parece diferente. Es como si un cristal que antes estaba empañado, de repente te dejase ver mejor la vida.

La noche del accidente. Pum. Una bofetada directa, en plena cara.

– ¡Ay, mamá! Pero ¿te has vuelto loca?

– ¿Yo? ¿Tú te crees que éstas son horas de llegar?

– ¡Es que Diletta está en el hospital, está en coma!

– Sí, ya. Seguro que te lo estás inventando. Niki, ¿no te da vergüenza?

– Pero mamá, es verdad, ha tenido un accidente terrible.

– ¡Ya basta! ¡Ahora mismo te vas a tu habitación!

Y varios días después, cuando Simona descubre que todo cuanto le ha dicho su hija es cierto, es ella quien se muere de vergüenza.

– Lo siento, cariño mío, creía que era una mentira.

– ¿Tú crees que me voy a inventar una cosa así? Pero ¿por quién me has tomado, mamá?

– ¿Y cómo está ahora?

– Por el momento nada. Por lo menos no ha empeorado. Claro que tampoco ha mejorado. Estoy fatal.

– Lo siento…

Simona abraza a Niki, y ésta se echa a llorar en sus brazos. Se abandona, así, como si fuese una chiquilla de nuevo, más hija que antes, pequeña como nunca. Y Simona la abraza y querría arrancarle una sonrisa. Como siempre. Más que siempre. Con un juguete. Con un caramelo. Con una muñeca. Con un vestido. Como con uno de sus tantos pequeños deseos que ella siempre ha sabido complacer. Pero ahora no. Ahora no puede. No puede hacer nada más que rezar. Por su hija. Por su amiga. Por la vida que a veces te da la espalda y se desentiende por completo de lo que tú deseas. Y los días pasan lentos y cansinos. Uno detrás de otro, sin el más mínimo asomo de sol en ese pequeño túnel. Casas oscuras y silenciosas. Salir de la cama. Esperar. Irse a dormir. Y levantarse de nuevo. Esperar. Irse a dormir. Y cualquier timbre de cualquier teléfono es siempre una preocupación, un sobresalto en el corazón, una esperanza, un sueño, un deseo… Y en cambio nada. Nada. Seguir avanzando en silencio.

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