Trece

Alessandro entra jadeante en la oficina.

– Hola, Sandra. ¿Ha llegado ya Leonardo?

– Hace tres minutos. Está en su despacho.

– Fiuuu…

Alessandro hace ademán de entrar, pero Sandra lo detiene.

– Espera. Ya sabes cómo es. Ahora está tomando su café, hojeando el periódico… -y le señala en la centralita del teléfono que una de las líneas está ocupada-, y haciendo la llamada de rigor a su mujer.

– Ok. -Alessandro se relaja y se deja caer en el sofá que hay al lado. Menos mal. Fiuuu. Pensaba que no lo conseguiría. Se estira un poco el cuello de la camisa, se desabrocha un botón-. Ahora es cuestión de esperar que la llamada a su mujer acabe bien…

– La cosa está complicada -le comenta Sandra susurrando-. Ella se quiere separar, ya no soporta… ciertas actitudes suyas.

– Entonces, ¿va a haber tormenta?

– Depende. Si abre la puerta y me pide que le envíe lo de siempre, tienes alguna posibilidad.

– ¿Lo de siempre?

– Sí, es un código. Flores con una nota, ya las tengo preparadas. -Sandra abre un cajón y le muestra una serie de tarjetas, todas ellas con el nombre de Francesca, cada una con una frase diferente, una para cada día y todas firmadas por él.

– Pero Sandra, ¿sabes que aunque seas su secretaria no debieras curiosear en sus cosas?

– Ya, ¡como si no me hubiese hecho buscar a mí todas las frases! He tenido que rastrear lo mejor de lo mejor de poetas modernos pero desconocidos. Y he encontrado algunas muy bonitas… -Abre una tarjeta-. Escucha ésta… «Estaré hasta cuando ya no me tengas y te tendré aunque no te posea.» Compleja, críptica pero impactante, ¿eh? De todos modos -prosigue Sandra mientras cierra el cajón-, si el que la escribió se hace famoso un día, Leonardo nunca le perdonará haberle robado su frase.

– ¡Dirá que le han copiado su frase!

– De eso puedes estar seguro. Es más… ¡dirá que, justo por ella, el tipo se ha hecho famoso!

Del fondo del pasillo llega un muchacho joven. Alto. Delgado. Con cazadora deportiva. Abundante pelo rubio peinado hacia atrás, ojos azules, intensos, sonrisa hermosa en sus finos labios. Demasiado finos. De traidor. Bebe un poco de agua y sonríe. Desconfiada, Sandra cierra el cajón al vuelo. Ese secreto suyo no es para todo el mundo. Después finge profesionalidad. El tipo se le acerca.

– ¿Nada todavía?

– No, lo siento, sigue al teléfono.

Alessandro mira al joven. Intenta situarlo. Lo ha visto ya, pero no recuerda dónde.

– Vale, entonces esperaremos.

El joven se acerca. Le tiende la mano a Alessandro.

– Mucho gusto, Marcello Santi. -Y sonríe-. Sí, ya sé, estás pensando que me has visto antes.

– En efecto… pero ¿dónde? Soy Alessandro Belli.

– Sí, lo sé. Yo estaba en el despacho del piso de encima del de Elena. Formaba parte del staff superior, recursos publicitarios.

– Sí, por supuesto. -Alessandro sonríe y piensa: he ahí por qué ya lo odio-. Comimos juntos una vez.

– Sí, y yo tuve que irme a toda prisa.

Ya, recuerda Alessandro, y eso supuso que yo tuviese que pagar tu cuenta y la de tu ayudante.

– Vaya coincidencia.

– Sí, también a mí me han llamado para esta reunión.

Los dos se observan. Alessandro entrecierra un poco los ojos, intentando hacerse cargo de la situación. ¿Qué quiere decir? ¿Qué historia es ésta? ¿Está en juego mi puesto? ¿Nos han convocado a los dos para una reunión? ¿Es él el nuevo director que está buscando Leo? ¿Quiere darme la noticia precisamente delante de él? ¿Es decir que no sólo me sacrifica, sino que también ahora me toca ofrecerle la «última cena»? Mira a Sandra intentando entender algo. Pero ella, que ha comprendido perfectamente lo que Alessandro quisiera saber, mueve ligeramente la cabeza y se muerde un poco el labio superior como diciendo: «Lo siento, pero yo no sé nada.» Entonces la luz de la línea externa se apaga de repente. Un momento después, Leonardo sale por la puerta.

– Oh, aquí estáis. Disculpad si os he hecho esperar. Por favor, pasad, pasad… ¿Os apetece un café?

– Sí, gracias, -responde de inmediato Marcello.

Alessandro, ligeramente contrariado porque el otro se le haya adelantado, añade:

– Sí, gracias, yo también.

– Bien, entonces dos cafés, Sandra, por favor y… ¿puede enviar lo de siempre a donde usted sabe? Gracias.

– Desde luego, señor. -Y le hace un guiño a Alessandro.

– Bien, por favor, poneos cómodos. -Leonardo cierra la puerta del despacho a sus espaldas. Los dos se sientan frente a la mesa. A Marcello se lo ve relajado, tranquilo, casi petulante; con las piernas ligeramente cruzadas. Alessandro, más tenso, intenta hallar la postura en aquel sillón que parece escapársele de debajo. Al final, opta por sentarse inclinado hacia delante, con los codos sobre las rodillas y las manos juntas. Se las frota un poco, claramente nervioso.

Marcello se da cuenta y sonríe para sí. Después mira a su alrededor, tomándose su tiempo, buscándolo.

– Es bonito ese cuadro, es un Willem de Kooning, ¿verdad? Expresionismo americano.

Leonardo le sonríe complacido.

En efecto…

Alessandro lo mira y no espera un segundo.

– Ésa en cambio es una lámpara Fortuny, de hacia 1929, creo. La base de caoba es bellísima, una lámpara que tuvo éxito en su época.

– Bravo, así me gusta. Ligeramente competitivos. Y eso que todavía no hemos empezado, todavía no os he dicho nada. De acuerdo, estamos justo en ese momento… El nacimiento. -Leonardo se sienta y pone las manos de repente sobre el escritorio, como protegiendo algo que ellos dos no pueden ver-. ¿Qué hay aquí abajo? ¿Qué estoy escondiendo?

Esta vez, Alessandro es el más rápido.

– Todo.

– Nada -dice Marcello.

Leonardo sonríe. Levanta las manos. Sobre la mesa no hay nada. Marcello deja escapar un ruidoso suspiro de satisfacción. Entonces Leonardo mira fijamente a Alessandro, que le devuelve la mirada contrariado. Sin embargo, Leonardo deja caer de pronto algo de una de sus manos, que mantenía levantadas. Pumba. Un ruido sordo. Marcello cambia de expresión. En cambio, Alessandro sonríe.

– Exacto, Alessandro. Todo. Todo cuanto nos interesa. Este paquete de caramelos será nuestro punto de inflexión. Se llama LaLuna, como la Luna pero todo junto. Y es la Luna lo que tenemos que alcanzar, conquistar. Como el primer hombre en 1969. Aquel astronauta que puso por vez primera el pie en la Luna, enfrentándose al universo y a todos sus secretos… Tenemos que ser como aquel americano, o mejor dicho, debemos hacer frente a los japoneses y, para ser más precisos, debemos «conquistar» este caramelo. Aquí lo tenéis. -Leonardo abre el paquete y vuelca los caramelos sobre la mesa. Alessandro y Marcello se acercan y los miran con atención-. Caramelos con forma de media luna con sabor a frutas, todos diferentes, un poco parecidos a nuestro viejo helado arco iris.

Marcello coge uno, lo mira. Luego mira a Leonardo dubitativo.

– ¿Puedo?

– Por supuesto, probadlos, comedlos, meteos dentro, vivid con LaLuna, aficionaos a ellos, no tengáis ningún otro pensamiento más allá de estos caramelos.

Marcello se mete uno en la boca. Lo mastica lentamente, con elegancia, entrecierra los ojos como si estuviese catando un vino de calidad.

– Hummm, parece bueno.

– Así es, -dice Alessandro, que mientras tanto ha cogido uno a su vez-. El mío es de naranja. -Luego intenta ponerse en plan técnico de inmediato-. Bueno, la idea de las manos que no descubren nada y después dejan caer el caramelo, LaLuna, desde lo alto, no está mal… Pide LaLuna.

– Sí, pero desgraciadamente, ya la usaron los americanos el año pasado.

– En efecto -interviene Marcello-. Las manos eran las de Patrick Swayze. Unas manos bonitas. Las habían elegido por la película Ghost, eran las que modelaban la vasija de arcilla en la escena de amor, las manos que transmitían emociones a Demi Moore. En el anuncio, se veían las manos y nada más. Pagaron dos millones de dólares, sólo por ellas…

– Pues bien -Leonardo se echa hacia atrás en su silla-, a nosotros nos ofrecen catorce. Y además, una exclusiva por dos años de todos los productos LaLuna, TheMoon, en inglés, también. Harán chocolate, chicle, patatas fritas e incluso leche. Productos de alimentación que llevarán encima tan sólo esta pequeña marca. Y tenemos la posibilidad de ganar catorce millones de dólares y la exclusiva. Nosotros. Eso si conseguimos derrotar a la otra agencia que, además de nosotros, ha recibido el encargo de hacer el anuncio. La Butch & Butch… Porque los japoneses, que no son tontos, han pensado que…

En ese preciso momento llaman a la puerta.

– Adelante.

Sandra entra con los dos cafés y los deja sobre la mesa.

– Aquí está el azúcar y la leche. También he traído un poco de agua.

– Bien, servíos. Gracias, Sandra. ¿Ha mandado ya lo de siempre…?

– Sí.

– ¿Con qué frase esta vez?

– «Eres el sol oculto por las nubes cuando llueve. Te espero, mi arco iris.»

– Bien, cada día mejor. Gracias, si no fuese por usted…

Sandra sonríe a Marcello y después a Alessandro.

– ¡Me lo dice cada vez, siempre felicitaciones, aumento de sueldo jamás! -Y da media vuelta sin dejar de sonreír.

– ¡Lo tendrá, lo tendrá, no pierda la confianza! -Entonces Leonardo se sirve un vaso de agua. Al menos tanta confianza como tengo yo, dice para sí, pensando en la frase-. Estábamos diciendo que…

Marcello bebe su café a sorbos, tranquilamente. Alessandro se ha tomado ya el suyo.

– Que los japoneses no son tontos.

– Ya, al contrario, son geniales. En realidad, nos hacen competir con la Butch & Butch, la agencia más grande, nuestra competidora directa, a quien tendremos que enfrentarnos y, sobre todo, vencer. Y si bien puede que yo no sea tan genial como ellos, desde luego no soy ni torpe ni estúpido, y los he copiado… Yo copio siempre. En la escuela me llamaban Copycopy. ¿Que los japoneses nos enfrentan a la Butch & Butch? Bien, yo enfrento a Alessandro Belli con Marcello Santi. El premio son catorce millones de dólares, dos años de exclusiva con LaLuna y, para uno de vosotros el puesto de director creativo internacional, por supuesto acompañado de un óptimo aumento salarial… real.

En un momento, Alessandro lo comprende todo. He ahí el porqué de esa extraña reunión a dos bandas. Entonces siente que el otro lo mira. Se vuelve. Cruzan la mirada. Marcello entrecierra los ojos, saborea el desafío. Alessandro no baja la vista, firme, seguro. Marcello le sonríe con serenidad, falso, convencido, astuto.

– Claro, cómo no, el proyecto es atractivo. -Y tiende la mano a Alessandro, señalando así el comienzo de ese gran desafío. Alessandro se la estrecha. En ese momento le suena el móvil.

– Ops, disculpad. -Mira el número que aparece en pantalla pero no lo reconoce-. Disculpad… -Responde volviéndose ligeramente hacia la ventana-. ¿Sí?

– Hola, Belli, ¿cómo te va? ¡He sacado un siete, he sacado un siete!

– ¿Has sacado un siete?

– ¡Sí! Es decir, ¡una nota bárbara! ¡Traes una suerte increíble! Creo que sólo saqué un siete una vez, en primero y en educación física. ¿Estás ahí? ¿O te has desmayado?

– Pero ¿con quién hablo?

– ¿Cómo que con quién? Soy Niki.

– ¿Niki? ¿Qué Niki?

– ¿Cómo que qué Niki? ¿Me estás tomando el pelo? Niki, la del ciclomotor, a la que has arrollado esta mañana.

Alessandro se vuelve de nuevo hacia Leonardo y sonríe.

– Ah, sí, Niki. Perdona, pero estoy en una reunión.

– Sí, y yo estoy en el instituto, más concretamente en el baño de los chicos. -En ese momento se oye cómo alguien llama a la puerta. «¿Vas a tardar mucho?» Niki finge voz de hombre. «¡Está ocupado!» Y añade, casi en un susurro, casi perdida en el teléfono móvil-: Oye, tengo que colgar, hay uno esperando ahí fuera. ¿Sabes qué es lo más absurdo de todo? Que aquí no se puede hablar con el móvil. Está prohibido. ¿Te das cuenta? Imagina por un momento que tuviese que darle un recado urgente a mi madre…

– Niki…

– ¿Qué pasa?

– Estoy en una reunión.

– Sí, ya me lo has dicho.

– Entonces colguemos.

– Vale, pero no tengo que darle un recado urgente a mi madre, sino a ti. Oye, ¿me vienes a buscar a la una y media a la salida? Es que, ¿sabes?, tengo un problema, y me parece que nadie puede acompañarme.

– Es que no sé si podré. Casi seguro que no. Tengo otra reunión.

– Podrás… Podrás… -Y cuelga.

Niki sale del baño. Frente a ella se halla el profesor que acaba de ponerle un siete. Niki se mete de inmediato el móvil en el bolsillo.

– Niki, éste es el baño de los hombres.

– Uy, disculpe.

– No creo que te hayas equivocado. Además, éste es el baño de los profesores…

– Entonces, discúlpeme por partida doble.

– Oye, Niki, no me hagas arrepentir del siete que te acabo de poner…

– Le prometo que haré todo lo posible por merecerlo.

El profesor sonríe y entra en el baño.

– En ese caso, antes de que comience la clase de la profesora Martini…

– ¿Sí…? -Niki lo mira con ojos ingenuos.

El profesor se pone serio.

– Apaga tu móvil. -Y cierra la puerta a sus espaldas.

Niki se saca el teléfono del bolsillo y lo apaga.

– ¡Ya está, profe! ¡Está apagado! -le grita a través de la puerta.

– ¡Muy bien! Y ahora sal de nuestro baño.

– ¡Ya me voy, profe!

– ¡Muy bien! Siete confirmado.

– ¡Gracias, profe!

Niki sonríe y se va para su clase. La Martini acaba de entrar. Niki se detiene en la puerta, vuelve a encender su móvil y lo pone en modo silencio. Luego, más sonriente aún, entra en el aula.

– Así pues, Olas, ¿cómo vamos a celebrar mi siete?

Загрузка...