Ochenta y dos

Paola está masticando un chicle. Senos grandes, pero suyos, naturales. Alta. Quizá un poco de maquillaje. Quizá. Pero a Mauro no parece importarle. Es muy guapa. Detiene el ciclomotor y se baja.

– ¡Paola, qué sorpresa!

– Tengo que hablar contigo.

Ya no queda ni rastro de su sonrisa. Se ha escapado como uno de esos cuervos molestos y pesados, casi aturdidos por haber comido a saber qué. Esos cuervos que emprenden el vuelo de repente, que salen de la rama de un árbol sin ni siquiera un porqué.

Mauro la mira. Paola baja la mirada. No es preciso decir más. Esa mirada baja lo dice todo. Más que mil palabras. Y el silencio, además. Es como un grito. Mauro le pone una mano bajo la barbilla, se la levanta un poco.

– ¿Qué ocurre, Paola? Dime.

Ella se queda callada. Gira la cabeza. Se escapa de esa mano. No puede. No tiene valor para mirar de nuevo aquellos ojos. Entonces decide sacarse ese peso de encima. Levanta la mirada de nuevo. Encuentra la de Mauro y esta vez se la aguanta. Hasta el fondo.

– Quería decirte…

Mauro entrecierra los ojos. Está como ido. Intenta ver más lejos, más allá, en el fondo de los de Paola, más profundo aún, en esos ojos que han sido su salvación. Ojos de amor, de risa, de pasión. Cuando los tenía cerrados, la primera vez que la poseyó, cuando los volvía a abrir después de cada uno de los primeros y frescos besos. Esos ojos son ahora tan diferentes. Apagados. ¿Qué hay detrás de ellos? ¿Qué esconden?

– ¿Qué querías decirme?

– Ahora te lo digo… -Paola suelta un suspiro largo, demasiado largo. Mauro se pone tenso de repente, como un gato nervioso que presiente una amenaza. Peligro. Paola se da cuenta de ello. Esboza una leve sonrisa. A lo mejor para hacer más llevadero lo que le va a decir. Como si no fuese algo muy importante sino sólo algo pasajero, que se arreglará.

– Creo que es mejor que dejemos de vernos por un tiempo.

Mauro se lleva la mano a la cara, como una sombrilla.

– ¿Qué quiere decir eso?

Paola se aparta, está asustada. Y Mauro se da cuenta.

– ¿Qué pasa? ¿De qué tienes miedo? ¿Es que tienes miedo de mí? -Y empieza a hablar más despacio-. Si tienes miedo de que te ponga la mano encima, eso quiere decir que hay un motivo para que eso pueda ocurrir…

Paola baja la mirada. Ya no puede más. ¿Cuántas veces ha imaginado y ensayado esta escena? Prácticamente cada tarde desde hace ya por lo menos un mes. Desde aquel día. Desde aquella prueba. Desde que lo conoció. Ha ensayado esta escena más que cualquier guión que haya estudiado antes. Pero esta vez no le está saliendo bien. No ha sabido llegar al fondo. No como le hubiese gustado. Como lo tenía decidido. Paola se desmorona. Más vale que Mauro lo sepa y que sea lo que Dios quiera.

– No, Mau… es que he conocido a alguien… y… -levanta la cara, lo mira, intenta sonreír- bueno, todavía no ha pasado nada, ¿eh?

Mauro no se lo puede creer, no se puede creer lo que está oyendo.

– ¿Todavía? ¿Qué quieres decir con que todavía no ha pasado nada?

– Sí, te lo juro, es verdad. No he hecho nada.

– Ya lo pillo, pero ¿qué quiere decir ese «todavía»? ¿Qué va a pasar? ¿Qué acabará pasando? -Mauro cambia de expresión. Su semblante se pone tenso. Se vuelve casi de piedra-. Ya veo. Se trata del director aquel que te dio la nota la vez que yo también estaba, ¿no es cierto?

Paola sonríe.

– Qué va, ése es gay. -Luego se pone seria, hace una pausa-. No, es su director de fotografía, Antonio. -Y Paola sonríe, feliz, franca, satisfecha de su sinceridad.

– Por supuesto… Antonio. -Mauro dibuja una extraña sonrisa por toda respuesta. Luego le da un bofetón con la mano abierta, grande, decidida, de izquierda a derecha. Toma. Una hostia en plena cara que hace que pierda el equilibrio. La empuja, la sacude, la aturde, le cambia el peinado de un lado a otro.

Paola se levanta, emerge de nuevo, aturdida, entre sus cabellos. Se los arregla como puede con las dos manos. Se los recoge para encontrar de nuevo la luz. Para entender. Y allí está él ante sus ojos estupefactos, sorprendidos, asustados. Y de repente vuelve a cubrirse con las manos, porque se da cuenta de que sobre ella está a punto de abatirse… el huracán Mauro.

– Maldita seas, desgraciada, miserable, bestia en celo. Por eso hoy tenías desconectado el móvil. -Y la golpea. Y sus manos son como las aspas enloquecidas de un molino de viento. Bajan, y suben y golpean. Y celos y dolor. Como un tractor sin conductor, que avanza a lo loco en zigzag. Pero que no está segando trigo. Siega las rubias mieses de la pobre Paola. Y patadas, y puñetazos, y bofetones, y dale, y más. Paola resbala y Mauro coge carrerilla para darle una patada en mitad del estómago, cuando de repente alguien lo agarra. Desaparece de pronto de delante de Paola, disparado contra una pared que hay cerca de la valla.

– Basta. Quieto, Mau…

Paola vuelve a abrir los ojos, hinchados ya. Se recupera. Se levanta de nuevo despacio, dolorida, descompuesta, aturdida por todos esos golpes.

– ¡La voy a matar, a esa imbécil, déjame! -Mauro intenta soltarse, patalea, salta, se echa hacia atrás.

Pero su padre lo mantiene sujeto. Lo agarra como una cadena. Lo atenaza con sus fuertes brazos de picador de cantera, con la misma facilidad con que lo hacía cuando era pequeño.

– Quieto, te digo que te estés quieto.

Y Paola sale corriendo, a trompicones casi, resbalando, mira un momento, y después desaparece por la esquina. Se cierra una puerta. Un coche arranca. Y un Volvo oscuro pasa derrapando frente a ellos. Se lleva a Paola. Se lleva una historia y unas ilusiones que hubiesen podido durar para siempre. Padre e hijo se quedan así, solos, en una pequeña plazoleta desolada de cualquier periferia.

Renato lo suelta, alarga los brazos y lo libera de ese cepo humano.

– Vamos, va, Mau, subamos, que la cena está lista. -Se saca las llaves del bolsillo y abre la valla. Se detiene un momento en el portal. Se vuelve hacia el hijo-. ¿Vas a subir o no? Tu madre nos está esperando para poner a cocer la pasta.

Mauro lo mira con lágrimas en los ojos. Pone en marcha el ciclomotor, se sube de un brinco. Y se va a todo gas, patinando casi sobre los guijarros, con la rueda trasera demasiado fina para el estado de esas calles.

– Pero ¿adónde vas, Mau? ¡Mau! ¡No te metas en líos! ¡A ésa no le importas una mierda! -le grita el padre, intentando a su manera ser un buen padre. Renato grita y corre detrás de ese ciclomotor que se pierde en los últimos rayos de la puesta de sol. En pos de una inútil persecución de la felicidad.

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