Cuarenta y uno

Alessandro acaba de entrar en su despacho. Se ha vestido particularmente bien. Aunque sólo sea para impresionar, visto que no tiene la más mínima idea de cómo va a presentarse en la reunión de por la tarde con su director, Leonardo. Y, sobre todo, con qué idea.

– Buenos días a todos. -Saluda con una sonrisa a las varias secretarias de la planta-. Buenos días, Marina. Buenos días, Giovanna. -Saluda también a Donatella, la de la centralita, que le responde con un gesto de cabeza y sigue jugando a algo en el ordenador que tiene delante.

Camina lentamente, seguro. Orgulloso, sereno, tranquilo. Sí. Lo que se muestra es lo que se vende. No recuerda bien dónde ha oído esa frase, pero le viene bien ahora. En realidad, se acuerda de otras dos. Primera ley de Scott: «Cuando una cosa va mal, probablemente tendrá aspecto de funcionar bien.» Y ese aspecto es el que Alessandro está intentando adoptar ahora. Pero está también la ley de Gumperson: «La probabilidad de que un suceso ocurra es inversamente proporcional a su deseabilidad.» No. Mejor la primera. Si caminas de prisa, todos se dan cuenta de que la situación se te ha escapado de las manos. Y eso no es así. Todavía sigues siendo el primero, el más fuerte, el dueño indiscutible de la situación. Alessandro decide tomarse un café. Se dirige hacia la máquina, coge de una caja una cápsula monodosis en la que pone «Café Expreso» y la mete en el lugar apropiado. Coloca un vasito de plástico debajo del pitorro. Aprieta un botón verde. El motor se pone en funcionamiento y, poco después, el café empieza a salir, humeante, negro, en su punto. Justo al contrario que su situación. Alessandro controla el nivel del agua y aprieta el «stop». Espera a que caigan las últimas gotas y coge el vaso. Se vuelve y casi están a punto de chocar. Marcello. Su oponente. Está allí, frente a él. Y con una sonrisa.

– Eh, ha faltado poco, ¿eh? ¡A mí también me apetece un café! -Y coge también una cápsula, la mete en la máquina, coloca un vasito debajo y la pone en marcha. Luego le sonríe-. Qué extraño… a veces se desean las mismas cosas en el mismo momento.

– Sí, pero el secreto está en que no sea una casualidad. Debemos conseguir que todos tengan ganas de lo mismo cuando nosotros lo decidamos. Para eso trabajamos…

Marcello sonríe y detiene la máquina. Coge dos bolsitas de azúcar de caña y se las echa, una tras otra, en el vasito. Renueve con el palito de plástico transparente.

– ¿Sabes?, ayer presenté mi primera idea.

– Ah, ¿sí?

Marcello lo mira intentando averiguar si de veras no está ya al corriente.

– Sí. ¿No lo sabías?

– Me lo estás diciendo tú ahora.

– Pensaba que Leonardo te habría dicho algo.

– Pues no, no me ha dicho nada.

Marcello toma un sorbo de café. Lo remueve nuevamente con el palito.

– La verdad es que estoy bastante satisfecho con el resultado. Creo que es algo nuevo. No revolucionario, pero sí nuevo. Eso es, nuevo y simple.

Alessandro sonríe. Ya, piensa, pero Leonardo quiere que sea «nuevo y sorprendente».

– ¿Por qué sonríes?

– ¿Yo?

– Sí, estabas sonriendo.

– No sé. Pensaba en que tú te echas dos bolsitas de azúcar en el café y que yo en cambio lo tomo amargo.

Marcello lo mira de nuevo. Entorna un poco los ojos, intenta estudiarlo, tratando de averiguar qué es lo que esconde.

– Sí, pero el resultado no cambia. Sigue siendo café.

Alessandro sigue sonriendo.

– Vale, pero la diferencia puede ser grande o pequeña.

– Claro, la diferencia es que puede ser amargo o no serlo.

– No, más simple. Puede ser un buen café o bien un café demasiado dulce.

Alessandro termina de tomar el suyo y arroja el vasito a la papelera. También Marcello se toma su último sorbo. Después saborea los granitos de azúcar que se han quedado en el fondo y los mastica. A Alessandro le molesta un poco el ruido que hace. Marcello lo mira. Después se dirige a él con curiosidad.

– Alex, ¿tú cuántos años tienes?

– Cumpliré treinta y siete en un par de meses.

Marcello arroja el vasito a la papelera.

– Yo acabo de cumplir veinticuatro. De todos modos, estoy convencido de que nosotros dos tenemos más cosas en común de lo que te imaginas.

Se quedan así un momento, en silencio. Después Marcello sonríe y extiende la mano.

– Bien, buena suerte, vamos a trabajar y que gane el mejor.

Alessandro le estrecha la mano. Le gustaría decirle: «A propósito de tu edad y de la dulzura de la vida, bueno, yo anoche lo pasé fantásticamente bien con una chica de diecisiete años.» Pero no está tan seguro de que en realidad eso sea un punto a su favor. Entonces sonríe, se da la vuelta y se dirige a su despacho. Pero después de haber dado unos cuantos pasos, se mete la mano derecha en el bolsillo del pantalón. No busca las llaves. Busca un poco de suerte. Justo la que necesita. En la vida no resulta tan fácil encontrar bolsitas de azúcar que la hagan menos amarga. Precisamente en ese momento pasa el director.

– Ah, hola, Alex, buenos días. ¿Todo bien?

Alessandro sonríe, saca la mano rápidamente del bolsillo y le hace una señal juntando el pulgar y el índice.

– ¡Sí, todo ok!

– Bien, te veo en forma. Así me gusta. Entonces quedamos a las cuatro en mi despacho.

– ¡Desde luego! A las cuatro.

En cuanto se va, Alessandro mira el reloj de la pared. Las diez y pocos minutos. Dispongo de apenas seis horas para dar con la idea. Una gran idea. Y, sobre todo, nueva y sorprendente. Y, lo más importante de todo, que me permita quedarme en Roma. Alessandro entra en el despacho. Andrea Soldini y los demás están alrededor de la mesa.

– Buenos días a todos, ¿cómo va eso?

– Tirando, jefe.

Andrea se le acerca con unos folios. Le muestra algunos. Viejos anuncios de caramelos con las situaciones y los personajes más diversos. Indios y vaqueros, niños de color, deportistas, incluso un mundo galáctico.

– Ejem, jefe. Éstos son los ejemplos más significativos de todos los anuncios de caramelos que se han hecho en todos los tiempos. Mira, éste está muy bien. Funcionó estupendamente en el mercado coreano.

– ¿Coreano?

– Sí. Se vendieron muchísimo.

Alessandro coge el folio y lo mira.

– Pero ¿de qué tipo eran?

– Bueno, eran caramelos de frutas.

– Ya, pero ¿no lo habéis leído? ¿No sabéis que el producto LaLuna, además de los de fruta, tiene un montón de sabores nuevos? Menta, canela, regaliz, café, chocolate, lima…

Dario mira a Andrea Soldini y enarca las cejas. Como diciendo: «Ya lo decía yo que este tipo es un negado.» Andrea se da cuenta, pero intenta arreglarlo de algún modo.

– Bueno, podríamos colgarlos de las nubes.

– Sí, la luna colgada de las nubes.

Giorgia sonríe.

– Bueno, no está tan mal. Tipo: «Cuélgate del…», y después el nombre del gusto. Un montón de lunas colgadas de las nubes.

– Si por lo menos tuviesen algún gusto innovador, qué se yo, de berenjena, de champiñón, de col, de berza…

Alessandro se sienta a la mesa.

– Sí, y todos los sabores colgados de las nubes. Y a esperar que no llueva. A ver, dejadme ver algún diseño del eslogan.

Michela le alarga una cartulina con la palabra «LaLuna» escrita con los tipos de letra más diversos. Andrea le acerca una carpeta amarilla en la que está escrito «Top-Secret» y, entre paréntesis, «el atajo». Alessandro lo mira. Andrea se encoge de hombros.

– Me lo pediste, ¿no?

– Sí, pero con un poco de discreción. Sólo le falta luz incorporada, ¿cómo si no, van a leerlo en Japón?

– ¡Con un satélite! -Pero Andrea comprende al instante que el chiste no viene a cuento. Intenta arreglarlo-. Jefe, Michael Connelly dijo que la mejor manera de pasar desapercibido es llamar la atención.

A Alessandro le gustaría decirle: «A lo mejor por eso te ignoran siempre.» Pero prefiere dejarlo correr.

– Veamos qué es lo que han hecho…

Andrea se inclina despacio y, con una mano ante la boca, le dice:

– El director no está muy satisfecho. Vaya, que le parece demasiado clásico. O sea, que no es nada de lo que…

Alessandro levanta la tapa de la cartulina. En el centro, aparece un paisaje con ríos, lagos y montañas. Todo con forma de luna y perfectamente dibujado. Y debajo, en rojo, con un tipo de letra parecido al de Jurassic Park, un título: «LaLuna: una tierra a descubrir.» Andrea pasa el primer folio. Debajo hay otro. El mismo diseño con otro título: «LaLuna. Sin fronteras.»

– Venga ya, para tener veinticuatro años no ha inventado mucho, ¿eh? La letra de Jurassic Park es vieja y «sin fronteras» recuerda aquel Programa… ¿Cómo era? ¡Anda ya! ¿Y una tierra a descubrir? ¿Qué es esto, el caramelo de Colón? ¡Así pues es el anuncio de un huevo!, no de una luna. A estos los ganamos con la gorra, ¿verdad, Alex?

Alessandro lo mira. Después cierra la carpeta.

– Al menos ellos han presentado un trabajo.

– Sí, pero muy manido. -Andrea lo mira-. ¿Y a ti, jefe? ¿Se te ha ocurrido alguna idea buena?

Michela y Giorgia se acercan curiosas. Dario coge una silla y se sienta, preparado para la revelación. Alessandro repiquetea un poco con los dedos sobre la carpeta amarilla. Los mira uno a uno. Tiempo. Tiempo. Se necesita tiempo. Y, sobre todo, tranquilidad y serenidad. Primera ley de Scott. Sólo así conservarás el control de la situación.

– Sí. Alguna… Alguna idea buena, curiosa… Pero todavía estoy trabajando sobre ello…

Dario mira el reloj.

– Pero son las diez y media, y la reunión es a las cuatro, ¿no?

– Así es. -Alessandro sonríe, aparentando seguridad-. Y cuando llegue la hora, estoy seguro de que habremos dado con la adecuada. Venga, vamos a hacer un poco de brainstorming. -Después coge la carpeta amarilla y se la muestra a todos-. Esto lo superamos fácilmente, ¿no es así? -De ese modo busca dar más confianza al grupo-. ¿No es cierto? -O al menos lo intenta…

Un sí general, aunque algo débil, hace que, por un momento, todo el entusiasmo de Alessandro se tambalee. Michela, Giorgia y Dario se van hacia sus ordenadores. Andrea se queda allí, sentado a su lado.

– ¿Alex?

– ¿Sí?

– Lo de las nubes no te ha gustado mucho, ¿eh?

– No. No es ni nuevo ni sorprendente.

– Ya, pero es mejor que el atajo.

– Sí, pero no es suficiente, Andrea. Para quedarse en Roma no es suficiente.

Alessandro recoge los folios con los anuncios antiguos. Los hojea lentamente uno a uno, buscando desesperadamente un vislumbre de inspiración, cualquier cosa, una pequeña chispa, una llamita que pueda encender su pasión creativa. Nada. Oscuridad absoluta. De improviso en su mente aparece un resplandor lejano, una lucecita, una débil esperanza. ¿Y si ella tuviese la idea adecuada? La chica del surf, la chica de los pies en el salpicadero, la chica de los jazmines… Niki. Y justo en ese mismo instante Alessandro lo comprende. Sí, así es. Su única solución se halla en manos de una chica de diecisiete años. Y de repente le parece que Lugano está a la vuelta de la esquina.

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