A la mañana siguiente, con las Ray-Ban nuevas que Diletta les ha regalado a todas, parten. Un taxi las lleva a la estación. Es de madrugada. Las mochilas recién hechas, las camisetas numeradas, uno, dos, tres cuatro… con una pequeña ola azul. Niki les entrega una a todas sonriente. Hay también dibujado un pequeño corazón rojo. Erica ha comprado una libreta Moleskine grande.
– Eh, chicas, éste será el diario de a bordo de las Olas… Por el momento, ya he puesto en la primera página mi gran noticia. He dejado a Giorgio.
– ¡Nooo!
– ¡No me lo puedo creer!
– ¡Estás de broma! No es posible.
Erica hace un gesto de asentimiento con la cabeza.
– No sólo eso, sino que pienso hacer estragos. Voy a recuperar todo el tiempo perdido. La voy a armar. En cada página aparecerá un nombre diferente al final…
Corren por el andén, se suben al tren y se meten en su compartimento. Se encierran dentro. Todavía tienen cosas que contarse y que inventar, y que soñar juntas. Y se ríen y bromean. Y el tren sale. Y ellas han partido ya.
– Tengo sueño. Está amaneciendo y así no se puede. Voy a llegar con ojeras.
– ¿Y qué quieres? ¡Tampoco podíamos coger el tren para Brindisi a mediodía! ¡Nos falta todavía el ferry!
– Pero ¡los aviones también existen! ¡Así vamos a tardar toda la vida!
– ¡Sí, sí, aviones! ¡Nosotras tenemos toda la vida! Perdona, ¿qué prisa tienes? Es el viaje de la madurez, ¿te das cuenta? Ma-du-rez, y tenemos que sentirlo, saborearlo, vivirlo, sufrirlo. Ni que fueses una princesa, además…
– ¡Sí, la del nabo!
– ¡Olly! Hay que fastidiarse, siempre estás igual.
– Erica tiene razón. Somos las Olas. ¡Mochila y poco dinero en el bolsillo!
– ¿Qué ferry tenemos que coger?
– El Hellenic Mediterranean Lines. He reservado sitio en cubierta, ¿eh? Mejor que las butacas, que son incómodas, no puedes tumbarte. De todos modos, llevamos esteras y sacos de dormir.
– ¡Qué guay, Erica, muy bien!
– ¿Y si llueve? -pregunta Diletta.
– ¡Pues te mojas! -le responde Olly sin dejársela pasar-. ¿O es que acaso va a venir tu pequeño Filippo a protegerte?
– No, ya sabes que se queda en casa. Ya lo echo de menos…
– ¡Oooh, ahora nos va a poner caritas todo el tiempo! Tranquila, que no te lo van a robar, no. ¡El pequeño Filippo está en casita esperándote!
– ¡Idiota!
Niki se pone los auriculares de su iPod. No se ha quitado las gafas a pesar de que es temprano y el sol no resulta precisamente cegador dentro del vagón. Se ha bajado casi todo Battisti del i-Tunes. Esas palabras le hacen daño, pero es más fuerte que ella. A veces el dolor te absorbe tanto que resulta casi espontáneo el hecho de alimentarlo. El paisaje corre veloz por las ventanillas. Igual que los recuerdos en su corazón. Erica le da una patada en la pierna.
– Eh, chica, ¿duermes? ¡Grecia nos espera! ¡Para dos que se acaban de separar como nosotras, fiesta grande!
– ¡Sí, sí, yo os guiaré al abordaje! -Olly salta en su asiento-. ¡Hale! ¡Y conste que he dicho hale, no Alex! -Y grita.
Una pareja de señores ancianos se vuelve y la mira, Niki esboza una sonrisa para no defraudar a sus amigas, pero después vuelve a mirar hacia fuera, en busca de distracciones que no llegan. El tren corre veloz, el sol se levanta en el cielo. Perfume de vacaciones, libertad, ligereza. Pero tenía que ser diferente. Podía ser diferente. Mis amigas están felices. Cada una ha encontrado su camino o ha abandonado el equivocado. Cada una sabe adónde ir. En cambio, yo me estoy dejando llevar. Pero a lo mejor es así como tiene que ser cuando te sientes mal. «Tener en los zapatos las ganas de marchar. Tener en los ojos el deseo de mirar. Y quedarse… prisioneros de un mundo que sólo nos deja soñar, sólo soñar…»
Y después una noche en el ferry. El mar, las olas, la corriente. Y esa estela que se aleja del barco. Y pensamientos que no consiguen desvanecerse. Niki está apoyada en la barandilla. Pasan unos chicos a su lado. Otro, tumbado en una hamaca de madera bastante corroída por el salitre, lee un libro antiguo de Stephen King; otro, uno nuevo de Jeffery Deaver. Thriller. Terror. Miedo. Niki sonríe. Mira de nuevo el mar. Ella no necesita ningún libro para tener miedo. Y se abraza con fuerza a sí misma. Y se siente sola. Y le gustaría mucho poder detener esa lágrima. Y le gustaría no haber amado. Y le gustaría mucho no seguir amando. Pero no lo consigue. Y esa lágrima cae, y se sumerge en el mar azul, tan salado como ella. Y Niki se ríe ella sola. Y sorbe un poco por la nariz. E intenta no llorar. Y al final casi lo consigue. Están a punto de empezar unas vacaciones. Maldita sea… Ese dolor no tiene intención alguna de pasarse.
Mediodía. Olly acaba de recoger su saco y bosteza con la boca abierta, todo lo que le dan de sí las mandíbulas. Luego se pone en pie y mira el puerto que se acerca.
– Ya me explicarás cómo te lo has montado para dormir así hasta ahora. La gente no hacía más que pasarte prácticamente por encima. -Erica le da una palmada en la espalda.
– No me he dado cuenta de nada. Ya te dije que tenía sueño. Encima nos roban tiempo. ¿No me dijiste que aquí se adelantaban una hora? Ladrones. Me haces levantar de madrugada, me haces… De todos modos estoy excitada.
– ¿En qué sentido?
– Anoche, mientras vosotras teníais frío y os ibais a dormir al pasillo de dentro, yo conocí a aquel de allí. -Y Olly señala a un chico que está un poco más adelante, apoyado en la barandilla del puente. Junto a él, sobre una hamaca azul abierta, hay una mochila enorme-. Es de Milán, estudia en la Politécnica. Un tipo superguay. ¡Va a reunirse con sus amigos que se le han adelantado; él tenía que hacer todavía un examen! Le dije que íbamos a Rodas y le he dejado mi móvil. Así podemos encontrarnos allí.
– Dabuten.
– ¿Dabuten?
– Sí, anoche, mientras estábamos en el pasillo de dentro, conocimos a dos de Florencia. Ellos dicen eso cuando sucede algo bueno. Dabuten.
– Ah. ¿Y cómo eran?
– Vaya. Uno no estaba mal, pero el otro parecía la copia en feo de Danny De Vito en su versión antipática.
– Un sueño…
– Venga, va, han dicho que ya podemos bajar. -Niki se coloca la mochila a la espalda mientras Diletta se contorsiona para sacarse el móvil del bolsillo de los téjanos. Ya lo tiene. Finalmente. Lo abre y lee el mensaje que le acaba de entrar.
«Hola, guapísima. ¿Cómo estás? ¿Sabes que te amo un montón y que te echo de menos? Date prisa en regresar, que nos vamos para España…»
Diletta sonríe y envía un beso a la pantalla del teléfono. Olly la ve.
– ¡Pues sí que estamos bien! ¡Venga, Olas, nos vamos! -Y sale corriendo, pasando junto al muchacho de Milán, que le sonríe y le hace un gesto con el índice de la mano derecha como diciendo: «Ya hablaremos más tarde.»
Erica, Diletta y Niki la siguen. Se bajan del ferry. Una marea de cabezas, gorras, mangas cortas, mochilas, bolsones de colores, voces y sonidos se extiende por el muelle de Patrás, antes de dispersarse por todas partes. Despedidas, adioses, citas de gente que ya se conocía o que se ha conocido esa noche en el ferry. Un perro labrador corre arriba y abajo como un loco, hasta que un muchacho lo coge y se lo lleva por el collar.
– Eh, allí hay un súper. ¿Nos compramos una crema bronceadora? ¡Me la he olvidado!
– No, vamos a dar antes una vuelta. ¡Después tenemos que coger el autobús! Mientras tanto, mira a tu espalda: ése es el monte Panachaicon!
– ¡Menuda pedante estás hecha, Erica! ¡Pareces la guía! ¡Tenemos, tenemos! ¡El monte, el monte! ¡Estamos de vacaciones! ¡Probablemente las vacaciones más guays de nuestra vida!
Niki mira a su alrededor. A la derecha del muelle hay un enorme aparcamiento. Un poco más allá un pequeño bar.
– Venga, vamos a dar una vuelta.
Las Olas empiezan a caminar entre la marea de gente que las rodea. Callejuelas estrechas, tráfico intenso y después subir, bajar, reír, detenerse frente a un escaparate. Y el anfiteatro, la fortaleza, el Reloj, el barrio de Psila Alonia desde donde se divisa todo el mar Jónico. De vez en cuando, Niki se queda absorta, Diletta continúa enviando mensajes por el móvil, Erica intenta leer informaciones varias en su guía pero ninguna le presta atención, mientras Olly habla prácticamente con todos los que se encuentra. La enajenación inofensiva de unas vacaciones juntas. Deseo de cosas nuevas. De locuras, de pasar del tiempo. De libertad. De una enorme y total libertad. Y Niki. Deseos de… Nostalgia y tristeza. El recuerdo de un amor intenso. Y hermoso. De esos amores que duran toda una vida y que nunca se logran olvidar del todo.
Y una semana más. Clima agradable, caluroso pero no en exceso. Apaciblemente veraniego. Niki está sentada a una mesa de la terraza de un pequeño local, rodeada por las características paredes blancas. Está comiendo yogur y observa a la gente que pasa.
– ¿Sabías que esto está lleno de famosos? ¡Es superguay!
– ¡Además, Mikonos es preciosa, con todas esas callejuelas, los bares, las discotecas, las tiendas siempre abiertas! ¡Yo me vengo a vivir aquí!
– ¡No te digo! ¡Estamos ya en Chora! Hasta no hace mucho, la llamaban la capital de verano de los gays, ¡me mola cantidad, es la patria de la tolerancia!
– ¡Sí, pero también hay heteros que están buenísimos! ¡¿Os fijasteis ayer en la playa?! ¡Esos de Milán son la hostia! ¡Niki, te has quedado con el más guay de todos! ¡Emmanuele es una pasada!
– ¡Olly, yo no me he quedado con ninguno! ¡Eres tú la que está causando estragos! ¡¿Te das cuenta de que desde que salimos, sin contar con el de Milán que venía en el ferry, te has enrollado ya con tres?! El rubio de Nápoles, aquel de Rávena que se parecía a Clark, el de Smallville, y hasta un extranjero…
– ¡Sí! ¡El francés tan relamido que te regaló la colonia de lavanda!
– ¿Y qué? ¿De qué sirven las vacaciones si no? Además, tú, ¿a qué estás esperando? ¡Ése está que se derrite por ti! ¡De todas maneras, esta noche los veremos en la discoteca, y tengo ganas de ver lo que haces! Claro que después del corte que le diste ayer por la noche… Pobrecillo.
– ¿Pobrecillo de qué? No pude, no tenía ganas de besarme con él.
Los jazmines. La terraza. La noche. Las sonrisas. Eso es en lo que Niki estaba pensando mientras aquel atractivo muchacho, después de mil y un cumplidos, se acercó a sus labios… Y ella no pudo. De modo que le sonrió y se alejó tras hacerle apenas una caricia en la mejilla.
– ¡Qué desperdicio!
– ¿Mañana volveremos a Super Paradise Beach? -pregunta Diletta mientras acaba de escribir un mensaje.
– No, yo preferiría ir a la playa de Elias. Hay una calita tranquila y desde allí un paseo de pocos minutos entre los arrecifes nos lleva directo a la playa de Paranga. ¿Sabes, Niki?, allí hacen surf. Podías intentarlo, ¿no?
– No lo sé, Erica, ya veremos mañana. De todos modos, por mí está bien.
– Vale, mañana nos alquilamos un ciclomotor. Estoy harta de los horarios del autobús, por lo menos podremos quedarnos en la playa hasta la hora que nos parezca.
Olly se acerca a Diletta.
– Yo te digo que, como cuando volvamos a Roma me encuentre con ese gilipollas de Alex, le parto la cara, mira en qué estado me la ha dejado. Ni la fregona Vileda -le dice susurrando a propósito de Niki.
– Ya. Pero nosotras no nos vamos a rendir.
– ¿Nos vamos a la ducha? -grita Olly levantándose de la silla-. ¿Y a ponernos superdivinas para la noche? ¡Lo tengo todo preparado! ¡Seguid a la maestra de ceremonias! Me he estado informando. Aperitivo en Agrari, un bar de piedra que no está tan lleno y tiene unos camareros estupendos, que por cada dos consumiciones te ofrecen una tercera. Si nos lo curramos bien, ¡a lo mejor hasta nos preparan un cóctel!
– ¡Dabuten!
– Después nos vamos a comer algo al puerto, a Little Venice. ¡Está lleno de bares! ¡Se come mejor que en los restaurantes! ¡Ensalada con queso feta, pita gyros, la versión griega del kebab con salsa tsatziki y pimentón picante! ¡Y yo pienso comer musaka, que me gusta un montón! ¡De todos modos, actividad física para mantener la línea no me falta!
– ¡Dabuten! -responden las Olas a coro.
– ¡Y después a bailar! ¡Primero en el Scandinavian, luego hay una fiesta en la piscina del Paradise! Y nos ahorramos quince euros por cabeza, porque conozco a los de Milán con los que hemos quedado allí. Luego nos espera el Cavo Paradise… ése está abierto toda la madrugada. Música house para exorcizar ese peñazo del Fobia y además el lugar es tope guay. Una discoteca al aire libre sobre los acantilados. ¡Cuando empieza a salir el sol, miras a tu alrededor y ves a gente hecha polvo que sigue bailando iluminada por las primeras luces del amanecer! ¡¿Qué, estáis listas?!
– ¡Sííí! -Las Olas levantan los dos brazos hacia el cielo y gritan felices. También Niki se añade. Y se van, por aquellas callejuelas llenas de gente, hacia su apartamento. Y abandona por un instante sus pensamientos. Ese recuerdo continuo. Esa marea de amor que con demasiada frecuencia y sin ningún motivo lunar la sumerge. Y se deja llevar entre sus amigas las Olas. Y las abraza y caminan todas juntas del brazo, al ritmo de lo que van cantando.
Otra semana. Una sonrisa repentina, sincera, aparece entre las arrugas oscuras, marcadas por el sol en los rostros de los ancianos que bajan por el callejón empedrado hacia la pequeña plaza. Niki le sonríe a una señora que está tejiendo un cesto, rodeada por el color de las buganvillas. Alrededor hay una luz cegadora, que rebota sobre la cal de las paredes. El cielo es azul y terso. Las Olas acaban de bajarse del autobús después de haber recorrido una carretera panorámica, llena de curvas, con Olly que no dejaba de cogerse del brazo de Diletta a cada curva. Erica ha decidido ya la primera meta, el monasterio de la Panayfa Hozoviotissa. Se tarda casi una hora en llegar hasta allí, pero merece la pena. Mil escalones excavados en el acantilado a pico sobre el mar.
– Hala, pero ¿estáis locas?
– Sí. Venga, vamos.
Erica, Niki y Diletta empiezan a subir con energía y sin demasiada fatiga. Olly, en cambio, se queda atrás y se detiene cada dos minutos con la excusa de mirar el paisaje. De vez en cuando, algunos olivos ofrecen un poco de sombra. Al final de la subida, encajado en la montaña a trescientos metros de altura, aparece. Blanco también, como todo lo demás, el monasterio parece una fortaleza. Algunos monjes anacoretas dan la bienvenida a los turistas, comprobando su indumentaria. Rápidamente, uno de ellos ofrece a las chicas unas faldas de tela floreada, sonriéndoles.
– ¿Y esto qué es? ¿La última moda griega? ¡¿No tendrá también un pareo?! ¡Digamos azul!
– ¡Olly! Un poco de respeto… Son para entrar. Éste es un lugar de oración y nosotras vamos casi desnudas.
Olly hace una mueca y se pone la falda. Después entran en silencio. Al final, les aguarda una sorpresa. Los monjes llegan con varios vasos en la mano.
– ¿Qué es? -pregunta Olly mientras se quita la falda-. ¿Nos van a drogar?
– No -explica Erica-. Es lukumade, una bebida dulce hecha con miel. Te lo dan para que te recuperes después de la subida.
– ¿Es afrodisíaco?
– Sí, para la boca.
– ¿Y ahora?
– Ahora nada. Disfruta del paisaje…
El mar alrededor es un verdadero espectáculo. Niki observa en silencio.
– ¿En qué piensas? -le pregunta Diletta acercándose.
– En las canciones de Antonacci.
– ¿En cuál en concreto?
– «A veces miro el mar, ese eterno movimiento, pero dos ojos son pocos para esa inmensidad, y comprendo que estoy solo. Y paseo por el mundo y me doy cuenta de que dos piernas no bastan para recorrerlo todo…»
Diletta se queda callada. En su móvil suena un bip. Mira a Niki un poco cortada.
– Disculpa un momento.
Niki la observa mientras se saca el móvil del bolsillo de sus pantalones cortos, lo abre y lee. Una leve sonrisa, casi contenida, le ilumina el rostro.
– ¿Es Filippo? -pregunta Niki.
– Sí, pero no es nada. Sólo dice que se va a entreno.
– No me mientas. Yo me alegro por ti. Aunque yo esté mal, puedo alegrarme de que mis amigas estén enamoradas.
– Dice que me ama y que me espera.
Niki le sonríe. Entonces se le acerca de repente y la abraza.
– Te quiero, campeona.
Olly llega y las ve.
– ¡¿Puedo sumarme?!
Niki y Diletta se vuelven.
– ¡Pues claro, ven!
– ¡Yo también! – Erica también se acerca y ese abrazo se hace más grande, símbolo de la amistad que las une desde siempre. Las Olas unidas frente al mar.
– ¿Y ahora?
– A sólo cuatro kilómetros está Katapola.
– ¿Sólo? ¡Al final voy a tener que llevarme unas bombonas de oxígeno!
– Venga, vamos. ¡Está lleno de casitas colgadas sobre el mar, hay pescadores, a lo mejor hasta podemos darnos un paseo en mula! Y está la playa de Ayios Pandeleimon. Venga, puede que sea un poco cansado, pero la guía dice que hay lugares preciosos…
– ¡En marcha!
Y bajan corriendo por un caminito. Y llegan hasta el mar. Y dejan las mochilas en la arena y le compran una sandía a un vendedor ambulante. La mantiene fresca en su viejo motocarro lleno de hielo. Y se desnudan y se meten en el agua. Y se salpican. Y poco después cortan la sandía en trozos grandes. Y los devoran y se los ponen en la cabeza.
Y después regresan al agua así, con esos pequeños cascos dulces para quedarse conversando hasta la puesta de sol. Hermosas, simples, felices, abandonadas. Cansadas con un cansancio sano, el que se siente cuando haces lo que te gusta, cuando estás bien, cuando estás con aquellos a quienes quieres. Y unos pocos días más y alguna otra aventura para recordar. De las que se guardan para cuando sea necesario…
Y después, sólo después, a casa. Roma.