Ciento veinticinco

Alessandro camina sonriente por la playa.

– Buenos días. -Pero el señor Winspeare no quiere saber nada. Hace ya más de tres semanas que estoy aquí, se encuentran todas las mañanas durante sus respectivos paseos, pero ese señor nunca responde a su saludo. Alessandro no desespera. Sigue así, como ha aprendido a vivir. Los demás no van a venir a cambiarnos en aquello que nos parece correcto o que sobre todo nos gusta hacer. Es cierto, este lugar es hermoso. Tenía razón ella, la chica de los jazmines. Alessandro sonríe para sí, mirando el mar a lo lejos. Se ve pasar alguna barca por la sutil línea del horizonte. Alessandro se cubre los ojos con la mano. Intenta mirar aún más lejos. A lo mejor llega algún ferry, una carta que leer, alguna cosa por la que sonreír. Acaba por desistir. No. Estoy demasiado lejos. Entonces mira a su alrededor. Las rocas, el prado verde que sube desde el acantilado, ese faro… la Isla Azul.

Es aún más bella que como la había visto en Internet. Niki. Niki y su sueño. Hacer una semana de lighthouse keeper, de guardián del faro. Alessandro sonríe y regresa hacia la casa. Los sueños existen para intentar realizarlos. Y cada día nos decimos: «Sí, lo haré mañana.» ¿Y ahora? ¿De qué vivimos ahora? Y coge la tabla que se ha traído y la tira al agua. Se tumba encima y da unas brazadas. Poco después está lejos. Apoya las rodillas en la tabla y mira a ver si llega alguna ola. Bien, ésa podría ser buena. Se vuelve sobre sí mismo e intenta dar alguna brazada. Nada. La ola le pasa por debajo. La ha perdido. Nada. Vuelve a dejar colgar las piernas y se tumba sobre la tabla. Pero ahora que lo pienso, cogí una, hace ya tiempo. ¿Cuándo fue? Por lo menos hace diez días. La cogí, piensa Alessandro, me subí encima y casi logro ponerme de pie sobre la tabla. Pero la ola era demasiado pequeña y me caí. Alessandro mira de nuevo a lo lejos. Nada que hacer. Hoy el mar está tranquilo. Entonces da unas brazadas rápidas y regresa a la orilla, guarda la tabla en la cabaña, coge una toalla azul grande y se seca a toda velocidad. Se frota con fuerza, intentando quitarse de encima la sal y el frío del mar de la isla del Giglio. Brrr. Ya está. Así está mejor. Me siento hasta más tonificado. Alessandro se sienta en una roca cercana, abre su mochila y lo saca. Sonríe y hojea de nuevo el libro que se ha comprado. Un manual de surf. Cómo convertirse en surfista en diez lecciones. Contiene explicaciones de cómo surfistas famosos se ponen de pie sobre sus tablas en el momento justo para coger olas de por lo menos cuatro metros. Y varias fotos. Ya, pero esas olas no llegan nunca aquí. Alessandro cierra el libro. No llegan, no… A lo mejor soy afortunado. Vuelve a ponerse la sudadera azul y baja hacia el pueblo. Baja, bueno… no son ni doscientos metros.

– Buenos días, señora Brighel.

– Buenos días, señor Belli, ¿todo bien?

– Sí, gracias… ¿Y usted?

– Muy bien, gracias. Le he guardado una lubina fresca, patatas y calabacines, como me pidió. Me he permitido también reservarle unos erizos. ¿Quiere sopa de erizos, señor Belli?

– ¿Por qué no, señora Brighel? Me encantaría probarla. -Alessandro se sienta en una pequeña taberna, como lleva haciendo desde hace más de quince días.

– Aquí tiene su vaso de vino blanco de California y un poco de mi mousse de atún con pan tostado. -La señora Brighel se limpia las manos en el delantal que lleva a la cintura y le sonríe-. Yo creo que mi mousse le pirra, ¿eh? Desde que la probó no ha parado, todos los días la quiere…

– Me gusta mucho porque la hace usted con sus manos, y con amor, y, además, no veo por qué cuando uno encuentra algo que le gusta tanto tiene que dejarlo.

– Estoy plenamente de acuerdo con usted, señor Belli.

– Ya. -Entonces Alessandro se sirve un poco de vino y sonríe para sí. ¿No me lo podía haber preguntado antes? Está bien. No debo desesperar.

– Bien, señor Belli, yo me voy para allá. ¿Desea otra cosa mientras cocino?

– No, señora Brighel, tómeselo con calma.

Poco después, regresa a la mesa con una sorpresa.

– Tenga, quiero que pruebe estos langostinos crudos. Me los acaba de traer mi marido, el señor Winspeare. ¿Le ha saludado hoy?

Alessandro acaba de beber un poco de vino. Se limpia los labios.

– No, señora Brighel.

– Ah… pero estoy convencida de que lo hará.

– Eso espero. Lo importante, como para todo, es no tener prisa.

La señora Brighel se detiene frente a la mesa y se seca sus manos nudosas, mojadas todavía de langostinos acabados de pelar.

– Me gusta su filosofía. Sí, antes o después acaba sucediendo. No hay que tener prisa… Tiene razón en lo que dice. -Y regresa a la cocina. Alessandro unta un poco de mousse sobre el pan tostado. Sí, no tener prisa… Prueba un langostino. Buenísimo. Se chupa los dedos y se los limpia con la servilleta. Coge el vaso de vino frío y toma un largo trago. Ya, ¿qué prisa hay? He dejado el trabajo por un tiempo. Necesito mi tiempo. Ya no tenía vida. Leonardo, cuando se lo dije, se echó a reír. Después, cuando se dio cuenta de que iba en serio, se enfadó. Me dijo: «Están a punto de salir otras dos grandes campañas publicitarias, Alex, y sólo están esperándote.» Pero hay un pequeño detalle, querido Leonardo. Yo no estoy esperando por ellas. Yo estoy esperando volver a empezar a vivir, a emocionarme de nuevo, a reír, a bromear, a correr, a saborear cada instante de mi tiempo, a respirarlo todo, hasta el fondo, el tiempo que quiero vivir sin prisa. Sí. Estoy esperando a ese motor amor, te estoy esperando, Niki. Entonces una duda asalta a Alessandro. ¿Y si sus padres hubiesen abierto aquel sobre? ¿Y si lo hubiesen roto junto con su billete para venir hasta aquí? ¿Y si no le hubiesen dicho nada? Yo estoy aquí, lejos, en la isla del Giglio, a cincuenta minutos de Porto Santo Stefano, a casi tres horas de Roma, lejos de todos y de todo, sin trabajo pero con mi vida. Sólo que ella no está. Estoy solo. Guardián del faro. Con la señora Brighel que me prepara unas comidas riquísimas, el señor Winspeare que por el momento no me saluda, y una tabla que no quiere saber nada de hacer surf conmigo encima. Sin prisa… Esperemos. Otro día está a punto de acabar.

Alessandro mira el sol que lentamente se colorea de rojo. Esa gaviota que pasa a lo lejos y una nube ligera, un poco más allá, solitaria, inmóvil.

Entonces sucede de repente. Piiiii. Un claxon. E inmediatamente después, detrás de la curva, ahí está. Un viejo Volkswagen Cabriolet azul, traqueteante, está subiendo por la cuesta. Parece tranquilo, sereno, lo mismo que la chica que lo conduce. Lleva un sombrero en la cabeza, una boina, pero el pelo rubio castaño, libre y salvaje, así como esa sonrisa divertida no dejan lugar a dudas. Es Niki.

Alessandro se levanta y corre a su encuentro. Niki avanza todavía algunos metros, después frena bruscamente y apaga el motor.

– Eh, al final te sacaste el carnet.

– Sí, pero me faltan las últimas lecciones. ¿Sabes?, es que hubo alguien que se fue.

Alessandro sonríe. Después mira su reloj.

– Hace veintiún días, ocho horas, dieciséis minutos y veinticuatro segundos que te estoy esperando.

– ¿Y qué quieres decir con eso? En mi caso hace más de dieciocho años que te espero y nunca me he quejado.

Entonces se baja del coche. Se acercan, se quedan en la carretera, con el sol rojo que ya empieza a desaparecer detrás de aquel horizonte lejano, hecho de mar.

Alessandro le sonríe, le toma el rostro entre las manos. También Niki sonríe.

– Quería ver cuánto tiempo eras capaz de esperarme.

– Si tenías que llegar un día, te habría esperado toda la vida.

Niki se aparta un poco, se mete en el escarabajo y aprieta un botón. Suena una música. She's The One inunda el aire.

– Ya está, empecemos de nuevo desde aquí. ¿Dónde nos habíamos quedado?

– En esto… -Y le da un largo beso. Con pasión, con amor, con ilusión, con esperanza, con diversión, con miedo. Miedo de haberla perdido. Miedo de que a pesar de haber leído su carta no hubiese llegado hasta allí nunca. Miedo de que otro se la hubiese llevado. Miedo de que se le hubiese pasado como un capricho. Y continúa besándola. Con los ojos cerrados. Feliz. Ya sin miedo. Y con amor.

La señora Brighel sale de la taberna con la sopa caliente en el plato. Pero no encuentra a nadie sentado en la silla.

– Pero señor Belli… -Y entonces los ve, al borde de la carretera, perdidos en ese beso. Y sonríe. Entonces aparece a su lado su marido, el señor Winspeare. También él observa la escena. Y menea la cabeza.

Alessandro se aparta un poco de Niki, la coge de la mano.

– Ven… -Y echan a correr hacia el faro. Pasan por delante de la señora Brighel-. Volvemos en seguida, prepare comida para dos. -Se detiene-. Ah, ella es Niki.

La señora sonríe.

– ¡Encantada!

Lo saludan a él también.

– Mire, señor Winspeare, le presento a Niki.

Y por primera vez, el señor Winspeare emite un extraño gruñido.

– Grunf… -Que puede querer decirlo todo o nada. Porque, a lo mejor, sólo se estaba atragantando. Pero podría ser también un primer paso.

Niki y Alessandro continúan corriendo y entran en el faro.

– Mira, aquí está la cocina, aquí la sala y ésta…

– Eh, ¿qué es eso?

– ¿Has visto? He traído también una tabla para ti.

– ¿Cómo también?

– Sí, hay otra también para mí.

– ¿Y lo has conseguido?

– No. Pero ahora que estás tú aquí…

– Entonces tú acabas de darme las clases de conducción y yo empiezo a darte lecciones de surf.

– Ok.

Suben una escalera.

– Éste es el dormitorio… con la ventana que da al mar. Esto es un pequeño estudio y aquí, subiendo esta escalera, está la linterna.

Suben a toda prisa, salen al exterior, se asoman a la terraza. Están muy alto, más alto que todo lo demás. Una brisa cálida, ligera, acaricia los cabellos de Niki. Alessandro la mira mientras ella otea más allá, hacia el mar abierto. La nube aquella, que antes estaba tan lejos, ahora parece cercana. Y la gaviota vuelve a pasar otra vez. Y emite un ruidito. De algún modo, los está saludando, no como el señor Winspeare. Y sigue volando, planeando un poco más allá, en busca de alguna corriente fácil. Más lejos, sobre el horizonte, asoma un último rayo de sol. Cálido todavía, rojo, encendido. Pero se está yendo. Entonces Niki cierra los ojos. Suelta un largo suspiro. Larguísimo. Y siente el mar, el viento, el ruido de las olas, y ese faro con el que tanto había soñado… Alessandro se da cuenta. La abraza despacio por detrás. Niki se abandona. Y apoya la cabeza en su hombro.

– Alex…

– Sí.

– Prométemelo.

– ¿El qué?

– Lo que estoy pensando.

Alessandro se inclina hacia delante. Niki tiene los ojos cerrados. Pero sonríe. Sabe que él la está mirando.

Entonces Alessandro la abraza con más fuerza. Y sonríe él también.

– Sí, te lo prometo… Amor.

Загрузка...