Ochenta y tres

Hay momentos en la vida para los que la banda sonora está aún por inventar. Pese a ello, mientras conduce, Alessandro busca entre los CD que tiene en el cargador el que le parece más adecuado. Elige uno. Big Fish. La banda sonora de la película. Edward Bloom y su hijo William. Porque a veces, lo que pudiera parecer una rareza, algo impuro, no es sino una belleza diferente, que no sabemos aceptar. Al menos no por el momento. Entonces lo ve. Está bajando de su Golf negro y mira a su alrededor. Lo está buscando. Se han dado cita en viale del Vignola. Donde quedaban para saltarse las clases cuando estudiaban, para copiar las tareas antes de entrar, para abrazarse felices justo después de que salieran las notas de Selectividad. Aprobados. Me ha parecido el único lugar seguro que nos pudiese sugerir algún recuerdo, un poco de arraigo… Sienta bien pensar en el pasado cuando el futuro da miedo, pensar que no todo puede ser destruido sólo por un simple y temporal imprevisto. Alessandro lo mira caminar. Enrico se dirige hacia el Mercedes con los hombros encogidos.

– Hace viento esta tarde. -Enrico entra en el coche y cierra de un portazo. En otro momento, a lo mejor Alessandro hubiese puesto mala cara por ese portazo. Pero esa tarde no.

– Mira, lo que…

– No, Alex, antes de que me digas nada, querría darte las gracias. En serio. Hay cosas que no tienen precio. Difíciles de pedir, y que pueden separar a las personas. Bueno, ésta podía haber sido una de ellas y en cambio tú haces que todo parezca más fácil. Toma…, -le da un sobre cerrado-. Aquí dentro está el dinero que has adelantado y un pequeño regalo para ti.

Alessandro lo mira con cierto embarazo. Junto al cheque hay dos entradas.

– ¡Demonios! Son para el concierto de George Michael. ¡Son imposibles de encontrar!

– Sí, ha sido gracias a un colega. Su mujer trabaja para el tour manager. No fue difícil. Pensé en Niki y en ti. George Michael es uno que puede gustaros a los dos. ¡Bueno, también puedes ir con quien te parezca, ¿eh?!

Alessandro observa de nuevo las entradas. Vuelve a guardarlas en el sobre.

– No tenías por qué hacerlo.

– Lo he hecho con mucho gusto. -Entonces Enrico se pone serio-. Bien, cuéntamelo todo, ¿cómo te ha ido, qué es lo que hay que saber?

– No lo sé, preferí no dejar que me contase nada.

Enrico lo mira de repente a los ojos como si buscase desesperadamente el rastro de alguna mentira. Se relaja. No, Alessandro de verdad no sabe nada. O es un buenísimo actor.

Alessandro se echa hacia atrás y coge una sola carpeta. La de color azul.

– Toma, está todo aquí dentro.

Enrico la coge y la toca, la roza acariciándola. Ve ese pequeño lazo azul que tiene atrapados sus secretos.

Enrico mira a Alessandro.

– ¿Puedo?

– Es tuya, la has pagado tú.

Enrico está a punto de deshacer el lazo.

– ¡Un momento!

– ¿Qué pasa, Alex?

– ¿Estás seguro de que no prefieres abrirla a solas? Son tus cosas, las vuestras. Bueno… a lo mejor prefieres que yo no esté.

– No sé lo que me voy a encontrar. De modo que prefiero que estés conmigo.

– Vale, como quieras. -Alessandro lo deja hacer.

Enrico abre lentamente la carpeta. Luego, como enloquecido, ávido de noticias, de verdades, de mentiras finalmente desveladas, empieza a hojear esos documentos, a repasarlo todo. Recorre fechas, citas, días, horarios, lugares. Faltan las fotos. Abre el sobre. Ahí están. Camilla. Camilla sola. Camilla con una amiga. Camilla con él. Con otra amiga. Luego sola, sola, sola. Sola y con él. Ya está. Todo como hasta ayer. Enrico suelta un suspiro. Cierra la carpeta. Se la acerca a la cara. La aprieta con fuerza, la respira casi. Alessandro lo mira.

– Eh… Enrico, ¿te acuerdas? Estoy aquí.

Enrico se recupera.

– Sí, sí, todo en orden.

– ¿Qué tal entonces?

– Bien, todo bien. En cada foto había mucho de lo que echo de menos cada día y no había nada más de lo que estoy feliz de tener. Está limpia.

– Dicho así, parecemos personajes de una película policíaca americana… Está limpia. ¿A qué te refieres? Entonces, ¿no está con nadie?

– Es honesta. Es sincera. El único hombre soy yo. Luego están sus amigas y todo lo que hace a lo largo del día.

– ¿Estás por fin satisfecho? ¿Tranquilo? ¿No te sientes un poco sucio, no te molesta haber hecho que la siguieran, haber buscado una confirmación? Cuando se ama a alguien, ¿no tendríamos simplemente que fiarnos ciegamente? ¿Y si traicionan nuestra confianza, al menos enterarnos de un modo natural?

Enrico lo mira serio.

– Tú no tienes este problema. Quizá no estés enamorado de verdad de Niki. Puede que ni siquiera lo estuvieses de Elena si das por terminada así sin más una historia como la vuestra. Querías casarte con ella, ¿no?

– Sí.

– Y en cambio ahora estás con una chiquilla. Y, por encima de todo, no pareces desesperado por la manera en que se acabó con Elena. Así, de golpe. Se acabó, adiós muy buenas.

– Te equivocas, Enrico, yo amo el amor. La belleza del amor. La libertad del amor. Amo la idea de que nada es obligado, que el amor de los demás, su tiempo, su atención, son regalos que se deben merecer y no sólo pretender. También cuando somos una pareja. Se está juntos por elección, no por obligación. Y sí, me hubiese gustado tener a Elena para siempre. Pero se ha ido. Ha elegido marcharse. Y ahora podría estar incluso con otro. ¿Qué otra cosa puedo hacer sino seguir adelante? ¿Seguir amándola por lo que me dio y me dejó probar y que ahora ya no existe?

– Yo creo que si hubieses esperado, en lugar de empezar de inmediato con Niki, a lo mejor hubiese vuelto.

– Enrico, han pasado ya más de tres meses. Nunca me ha llamado. En más de tres meses.

– Respeto tu manera de pensar, Alex, y no tengo nada contra Niki. Espero que seas feliz con ella. Pero no te metas conmigo y mis miedos. Yo amo a Camilla, pero también necesito sentirme seguro. -Enrico se baja del Mercedes-. Adiós, Alex y gracias de nuevo por todo, espero no tener que volver a necesitarte nunca más para este tipo de cosas.

Alessandro sonríe.

– ¡También yo! Ah, el investigador me dijo que te dijera una cosa: cuando se encuentra una mujer que vale la pena no hay que perder más tiempo. Vete a casa, Enrico.

Su amigo vuelve al coche y le da un abrazo. Luego se va sin decir nada más. Llega rápidamente a su Golf. Pero primero se detiene ante un contenedor. Lo abre con el pie. Coge la carpeta, la rompe en varios trozos y la arroja dentro. Luego se sube al coche. Mira a Alessandro una última vez y se aleja.

Alessandro se queda un rato más allí, en silencio. Vuelve a encender el lector de CD. Se deja llevar por el Sandra's Theme de Danny Elfman y recuerda la escena final de la película, la salida de escena, el salto al río. Alessandro baja la ventanilla. Una brisa ligera anuncia ya el verano, pero en voz baja. Cierra los ojos. Se deja ir. Los japoneses. Elena. El trabajo. El amor. Y lo imprevisto. La chica de los jazmines. Niki. Esa falta absoluta de red de seguridad. Ese excitante caminar por el filo, colgado sobre el abismo. El rojo y el negro. Un salto donde el agua es más azul. Nada más. Pero ¿de verdad hay agua allí abajo?

Alessandro abre el compartimiento del salpicadero. La segunda carpeta, la roja, sigue allí, cerrada. Con su lazo lateral bien apretado. La mira un momento. ¿Qué habrá dentro? ¿Nada? ¿Todo? Alessandro se baja y se acerca al contenedor. Por un instante, juguetea con el lazo. Luego apoya la carpeta, se saca un encendedor de la chaqueta y le prende fuego. Rápidamente, las hojas empiezan a arrugarse y a quemarse. Crepitan pequeñas llamas, mientras un humo ligero se alza hacia el cielo, lento, danzando al viento, casi divertido, llevándose consigo todos esos secretos. ¿Saber o no saber? Ésta es la cuestión. Alessandro artífice de la vida de otro de sopetón. Pequeño Dios de quién sabe qué inútil o gran verdad. ¿Le hubiese tenido que dar o no esa segunda carpeta? Otras fotos, otros secretos, tal vez dolor, tal vez traición… Quién sabe. Y entretanto sigue ardiendo. Y sigue, y sigue. Y esa llama burlona se agita al viento, se ríe casi divertida, silenciosa. De alguna manera está leyendo. Sabe. Y se lleva consigo cualquier posible revelación. Después nada más. Cenizas. Y el amor. Verdaderamente, el amor puede dar las respuestas apropiadas.

Alessandro coge su teléfono móvil. Aprieta una tecla. Recorre la lista a toda prisa. Lo encuentra. Llama.

– ¿Dónde estás? Ah sí, ya sé donde es. En seguida paso a buscarte.

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