Sesenta y siete

Alessandro está sentado en el sillón de su despacho. Tiene las manos detrás de la cabeza, está apoyado en el respaldo de piel. Mira divertido las diversas propuestas de publicidad de LaLuna, dispuestas ordenadamente encima de su enorme escritorio. Del equipo estéreo que hay a un lado sale una música. Mark Isham. Relajante en su justo punto.

– Con permiso…

– Adelante. -Alessandro recompone la postura. Es Andrea Soldini-. Pasa, Andrea, siéntate. ¿Alguna novedad? No necesitamos ningún atajo, ¿verdad?

Andrea Soldini sonríe mientras toma asiento frente a él.

– No, seguimos esperando el veredicto. Pero no me parece que haya dudas al respecto, ¿no crees?

Alessandro se pone en pie.

– No, no lo parece. Pero es mejor no cantar victoria hasta que sepamos qué es lo que acaban decidiendo esos benditos japoneses. -Se acerca a la máquina-. ¿Café?

– Sí, con mucho gusto.

Andrea lo observa mientras Alessandro lo prepara. Coge un paquete, lo abre, saca dos cápsulas, las mete en la máquina y aprieta un botón.

– ¿Sabes?, Alex, cuando te veía en mi oficina, cuando venías a sacar a mi jefa, a Elena, bueno, no pensaba que fueses así.

– Así, ¿cómo?

– Tan diferente. Seguro, tranquilo, agradable. Eso mismo, eres muy agradable.

Alessandro regresa a la mesa con los dos cafés, dos bolsitas de azúcar y dos palitos de plástico.

– Nunca sabemos cómo es alguien hasta que lo conocemos personalmente, fuera de los contextos habituales.

Andrea abre el azúcar, lo echa en el café y empieza a revolverlo.

– Ya. A veces no nos llegamos a conocer ni aunque vivamos juntos.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Yo? Nada -contesta Andrea-. A veces me da por hablar así. -Y se toma su café.

Alessandro hace otro tanto. Luego lo mira fijamente.

– Hay veces que de veras no lo entiendo. ¿Por qué siempre te infravaloras y hablas así de ti mismo?

– Eso mismo me he preguntado yo siempre; el problema es que no encuentro la respuesta.

– Pero si tú no crees en ti mismo…

– … Sí, ya lo sé, ¿cómo van a creer los demás?

– A lo mejor a las rusas les parecías simpatiquísimo la noche aquella sin que para ello tuvieses que ponerte tan mal.

Andrea termina su café.

– Ni me lo recuerdes… Vuelvo a sentirme mal sólo con pensar en aquella noche.

– Por favor, ahórrame otra ambulancia.

Andrea sonríe.

– Jefe… es un placer trabajar contigo.

– También para mí tenerte en el equipo. Tú no consigues verte desde fuera. Pero te aseguro que das una buenísima impresión.

– ¡Bien! -Andrea se pone en pie-. Gracias por el café. Vuelvo a mi sitio. -Se dirige a la salida, pero se detiene un instante-. Aquella chica… Niki…

– ¿Sí?

– No sé si los japoneses sabrán apreciarlo, pero yo creo que ha hecho un gran trabajo.

– Ah, sí, también yo. Estos dibujos son verdaderamente nuevos y sorprendentes.

Andrea se detiene un momento en la puerta. Luego mira a Alessandro y sonríe.

– No me refería a los dibujos. -Y cierra la puerta.

A Alessandro no le da tiempo a decirle nada. Justo en ese momento suena un bip en su teléfono móvil. Mira la pantalla. Un mensaje. Lo abre. Niki. Lupus in fábula. ¿Cómo decía Roberto Gervaso? «La vida es una aventura cuyo inicio deciden otros y cuyo fin no deseamos, con un montón de intermedios elegidos al azar por el azar.» ¿Por qué me preocupo entonces? Leonardo se inspira con frecuencia en él para escribir las tarjetas que envía a su mujer… Y todavía siguen juntos. También eso es cosa del azar. Alessandro lee el mensaje de Niki. Sonríe. Y responde lo más rápidamente que puede. «Claro», y lo envía. Después coge su chaqueta y se va. Prefiero una frase anónima. «Nos encontramos por casualidad. Nos encontramos con un beso.»

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