Diecisiete

El pasillo se llena como un torrente tras la lluvia. Colores, risas, vaqueros, lectores de Mp3, tonos de móviles y miradas que vuelan de un lado a otro, rebotan sobre las paredes y tal vez contienen mensajes secretos que entregar. Las Olas salen de clase. Olly saca su bocadillo bien envuelto en papel de aluminio.

– Pero ¡si es enorme!

– Sí. Tomate, atún y mayonesa.

– ¿Y te lo preparas tú?

– Qué va. Me lo prepara Giusi, la señora que nos ayuda en casa. Ha dicho que como demasiadas porquerías industriales y por eso me hace bocadillos artesanales.

– Yo voy a buscarme un snack de cereales. Total, comas lo que comas, te saco ventaja.- Diletta se aleja, con exagerada alegría y dando unos saltitos muy cómicos que hacen que sus cabellos sueltos oscilen de un lado para otro.

– ¡Nooo! ¡Te odio! ¡Tendrás que vértelas con Giusi! -le grita Olly riéndose.

La máquina expendedora está al volver la esquina del pasillo, en una especie de vestíbulo junto a las ventanas. Un grupo de muchachos están apelotonados frente a las diversas teclas de selección. Diletta conoce a alguno de ellos.

– Un sándwich para mí. -Un muchacho vestido con North Sails, aunque con pinta de frecuentar el mar más bien poco, se vuelve hacia la chica que está a su lado.

– ¿Lo quieres con salsa tártara? Pues como no lo saques tú.

– No me digas que también hay uno con salsa tártara. Venga, cómpramelo y te invito a pizza el sábado.

Pero la muchacha no parece muy convencida.

– A pizza y cine.

– Vale, está bien… Pero mira, no me acepta la moneda.

– ¿Cómo que no?

– Pues como que no.

Diletta observa a la muchacha que está delante de ella en la cola. Ha metido una moneda de un euro en la ranura, pero la máquina no hace más que escupirlo una y otra vez. El presunto marinero hurga en sus bolsillos. Encuentra otro euro y lo intenta a su vez. Nada que hacer.

– ¿No la acepta? -pregunta el tipo que está reponiendo las bebidas en la máquina de al lado.

– No -responde la muchacha.

– Está demasiado nuevo. ¿Tienes suela?

– ¿Suela?

– Sí, suela de goma en los zapatos.

– Sí, ¿y eso qué tiene que ver?

– Coge el euro, lo tiras al suelo y lo pisas bien con la suela de goma.

– ¡Vaya estupidez!

– Entonces haz lo que te parezca y ayuna.

Y vuelve a ocuparse de su máquina. Los dos muchachos, lo miran mal y se van. Le llega el turno a Diletta. Mientras tanto ha ido dándole vueltas y más vueltas a su euro en la mano, confiando en quién sabe qué ritual físico y energético para evitar correr la misma suerte. Lo mete en la ranura. Clinc. El ruido de la moneda resuena inexorable y cínico en el cajetín de abajo. Nada que hacer. Su euro también debe de ser demasiado nuevo. Lo coge y prueba de nuevo. Nada. Otra vez. Nada de nada. Diletta se pone nerviosa y le da una patada a la máquina. El tipo la fulmina con la mirada.

– Señorita, dele la patada al euro. Estos aparatos valen una pasta, ¿qué se ha creído?

– Espera, déjame probar a mí. -Una voz a sus espaldas hace que Diletta se vuelva. Un muchacho alto, trigueño, con la cara ligeramente morena por el sol primaveral y con unos ojos color verde esperanza la mira levemente azorado y sonríe. Mete a su vez un euro en la ranura. Plink. Un ruido diferente. Funciona-. Mientras probabas, he hecho lo que decía el señor.

El tipo se vuelve a mirarlo.

– Vaya, al menos hay uno que se entera de algo. Señorita, hágale caso.

Diletta le lanza una mirada de reojo.

– ¿Qué quieres? -La voz habla de nuevo.

– ¿Eh, cómo? ¡Ah! Esa barrita de cereales.

El muchacho aprieta la tecla y el snack cae en el cajetín. Se inclina y lo recoge.

– Aquí tienes.

– Gracias, pero no tenías por qué hacerlo. Toma el euro.

– No, además ya has visto que no funciona. No me sirve.

– No, tómalo. Tú sabes cómo hacerlo. No me gustan las deudas.

– ¿Deudas? ¿Por una barrita de cereales?

– Vale, pero no me gustan. Gracias de todos modos. -Y se va con el snack en la mano, sin más palabras. El muchacho se queda allí, un poco perplejo.

El tipo de la máquina lo mira.

– Eh, para mí que le gustas.

– Desde luego. La he fulminado.

Diletta regresa con las Olas. Entretanto, Olly ya ha devorado su bocadillo.

– ¡Qué bueno! ¡Nada que ver con el snack! ¡Chicas, el apetito es igualito que el sexo: cuanto más grande mejor!

– ¡Olly! ¡Qué asco!

Diletta rasga el envoltorio de su snack y empieza a comérselo.

– ¿Qué te pasa?

– Nada. Que la máquina no me cogía la moneda.

– ¿Y qué has hecho?

– Bueno… Uno me ha ayudado…

– ¿Uno quién?

– Y yo qué sé. Uno. Me la ha sacado él.

– ¡Ajá! ¿Has oído, Niki? ¡Había uno! -Y, de pronto, las tres empiezan a gritar a coro-: ¡Uno al fin! ¡Uno al fin! -Y le dan empujones a Diletta, quien pone mala cara aunque al final no le queda más remedio que reírse ella también. Entonces se detienen de golpe. Diletta se da la vuelta. También Erica y Niki. Olly es la única que continúa gritando:

– ¡Uno al fin! -Pero finalmente se detiene también.

– ¿Qué pasa?

– El uno -dice Diletta, y entra rápidamente en el aula.

El muchacho se ha detenido frente a ellas. En la mano lleva el mismo snack de cereales que Diletta.

– Uno al fin. -Y sonríe.

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