Adam

– Buscad un compañero y sentaos a ambos lados del pupitre, uno frente al otro. Haremos retratos de sesenta minutos. ¡Venga, emparejaos!

Estoy de nuevo en la escuela, naturalmente. Cuando no volví a casa, la abuela llamó a la policía y denunció mi desaparición. Nunca pensé que lo haría, pero lo hizo. Me encontraron a la mañana siguiente, me tomaron las huellas, me hicieron fotografías, me tomaron una muestra bucal de ADN y entonces me colocaron un chip, con una inyección rápida en un lado del cuello. Lo pusieron antes de que me enterara de lo que estaba sucediendo.

– ¿Qué cojones? ¡Soltadme de una puta vez! -Pero era demasiado tarde. Ahora lo llevo dentro, un minúsculo microchip que dirá a quien quiera saberlo todo acerca de mí.

– ¡No podéis hacerlo! ¡No he hecho nada!

– Han denunciado tu desaparición y eres menor de dieciocho años. Ahora no te será tan fácil huir. Siempre podremos encontrarte.

Cuando la abuela viene a buscarme, no le dirijo la palabra. Ni siquiera la miro. Intenta hacer las paces en el autobús de camino a casa.

– Ambos perdimos los nervios y dijimos cosas que no debíamos, pero no son motivo para que te fueras. Estaba preocupada por ti. No sabía dónde estabas. Debemos permanecer juntos, Adam. Ahora sólo nos tenemos el uno al otro…

Sólo nos tenemos el uno al otro. Es cierto, pero yo no la quiero. No es mi madre. Apenas la conozco, y lo que sé de ella no me gusta.

– ¿Debo contarte lo que me han hecho?

– ¿Quiénes?

– La policía. ¿Debo contarte lo que me han hecho? Me han cogido muestras de ADN, abuela. Me han puesto un chip, sólo porque me recogieron. Porque denunciaste que había desaparecido.

– ¿De verdad? Lo siento, Adam. No sabía que te harían eso. Sin embargo, no pasará nada si mantienes limpia la nariz, ¿no?

– Es lo que hacen con los perros, abuela.

– Lo hacen con todo el mundo, ¿no? Es su trabajo. Tarde o temprano, habría llegado tu turno, simplemente, te ha llegado antes de tiempo.

Aprieto los labios para impedir que salgan más palabras de mi boca y giro la cabeza hacia la ventanilla. No tiene sentido hablar con ella, ninguno. No lo entiende.

Vuelvo a la escuela porque es mejor que quedarme en casa con ella.

Se produce un estruendo de sillas chirriantes cuando la gente intercambia su sitio y se organiza. Me pongo de pie, dispuesto a moverme, pero nadie me mira. Nadie quiere ser mi compañero. Al otro lado del aula, una chica está sola de pie: es ella, la chica con el pelo rubio y sucio. Sarah.

– Muy bien, vosotros dos, encontrad un pupitre.

Sarah levanta la cabeza para mirarme y es como si lanzara cuchillos a través del aula. Su mirada es tan hostil, odio puro, bueno, no del todo puro porque está mezclado con lo que vi antes: miedo. Sea lo que sea lo que sabe de mí, o lo que cree que sabe, es algo malo. Malo de verdad.

– Él no, señorita -dice-. No me obligue a sentarme con él.

Algunos de los demás se vuelven, notando que pasa algo o que está a punto de suceder.

La profesora suspira.

– No tenemos tiempo para esto. A menos que alguien más quiera cambiarse, debéis trabajar juntos. ¿Algún voluntario?

Todos niegan con la cabeza, y encajan las sillas más hacia dentro de los pupitres.

– Sentaos, pues.

– No quiero sentarme con él.

– O te sientas con él o aviso al director.

Eso significa una llamada a casa y un castigo. Sarah se toma un momento para analizar sus opciones y se sienta en un pupitre vacío con cara de pocos amigos. Cojo mi mochila, voy hasta allí y me siento frente a ella. «Calma -me digo-. No cometas ninguna estupidez. No hagas nada raro. Simplemente, compórtate de forma amable y normal.»

– Hola -digo-. Me llamo Adam.

– Sé quién eres -me responde, mirando el pupitre, pero después, sus ojos me miran un segundo y vuelvo a ver su número.

Y, una vez más, me quedo anonadado.

En un abrir y cerrar de ojos, el mundo ha desaparecido y sólo estoy yo, en el momento de su muerte.

Lo puedo notar en cada punta de nervio y de célula, tanto en mi cabeza como en mi cuerpo: tengo esa sensación arrebatadora de calor, un viaje pacífico fuera de esta vida y dentro de otra. Estoy allí con ella, lo sé. Mis brazos la rodean, y noto el perfume de su pelo en mis fosas nasales. Estoy allí, sólo allí, con ella, por ella. De repente, no sé si quien está a mi lado es Sarah o es mi madre. Y tampoco sé si se va o viene. ¿De qué lado estoy?

– Para. Deja de mirar.

Con un sobresalto, vuelvo a aterrizar en la escuela Green Forest.

– Tengo que mirarte para dibujarte -contesto.

– No veo que dibujes nada.

Bajo la mirada hacia el pupitre. Ella ya ha esbozado un perfil ovalado y ha puesto marcas suaves donde deben ir mis ojos, nariz y boca.

– Cierto -respondo-. Sí.

Busco mi estuche dentro de la mochila, deslizó hacia mí una hoja de papel por encima del pupitre y empiezo a esbozar la forma de su cara. El pelo le llega hasta los hombros y lo tiene un poco ondulado. No tiene los ojos grandes, pero son incisivos, preciosos, aderezados con unos párpados gruesos. Tiene la nariz recta, con personalidad, y no un poco respingona como algunas chicas, pero no le estropea la cara. Cuanto más miro esa cara, menos cosas la pueden estropear.

Hago todo lo que puedo para dibujar lo que veo. Quiero que le guste, pero no le hago justicia: parece una chica, pero no ella. No paro de borrar partes, y lo vuelvo a intentar, pero no me sale. Y, cuando miro su dibujo, me detengo de golpe. Trabaja como una artista de verdad, con sombras y líneas para dar forma al dibujo. De algún modo, ha conseguido apagar sus sentimientos: me mira como si fuera un objeto.

La cara que ha dibujado es la de un hombre joven, no la de un muchacho. Tiene la barbilla y los pómulos firmes, y la boca agradable. Pero lo que más me sorprende son sus ojos. Miran hacia fuera del papel, directamente hacia mí y a ningún otro sitio. Ha hecho algo para que se pueda ver cómo la luz se refleja en ellos, les ha dado vida. Hay una persona ahí dentro, alguien que ríe, que sufre y que espera. Ha dibujado a alguien que se me parece, más que eso, ha dibujado quien soy.

– ¡Uau! -exclamo-. Es increíble.

Se detiene, pero no me mira a mí sino al dibujo que he hecho de ella. Pongo la mano encima del papel, intentando taparlo.

– El mío es una porquería -empiezo-. Ojalá pudiera dibujarte, dibujar tu cara como corresponde. Ojalá pudiera hacerte justicia.

Sus ojos brillan por un momento pero, en lugar de sonreír o ruborizarse, frunce el ceño.

– Sólo quería decir que… sólo intentaba… -Me cuesta encontrar las palabras adecuadas-. Sólo intentaba decir que tienes una cara preciosa…

Debería haber cerrado la boca; es como si la hubiera insultado. Aparta la mirada y aprieta los labios como si estuviera luchando para no decir algo.

– … y has hecho un trabajo fantástico conmigo. Me has hecho parecer… Bien, me has hecho parecer…

– … hermoso -completa ella. Ahora me devuelve la mirada y, a pesar de que frunce el ceño, me la aguanta y, de repente, su número me vuelve a llenar, con ese calor y esa paz. Somos ella y yo, sólo ella y yo.

Y entonces, hace algo increíble.

– No lo entiendo -dice con voz calmada y disgustada, como si hablara sola; alarga el brazo por encima de la mesa y me toca la mejilla derecha con su mano. Me quedo boquiabierto por la sorpresa y, cuando respiro, se me acumula un poco de saliva en la comisura de la boca y ella la recoge con su pulgar.

– Sarah -susurro.

Me mira con más atención y abre la boca para responder algo… y entonces, alguien silba desde el fondo del aula y ella aparta la mano. Miro alrededor y toda la clase nos está mirando.

Miro a Sarah en busca de ayuda pero ha vuelto a desconectar. Está metiendo los lápices en su estuche y recogiendo su mochila, completamente ruborizada. Suena el timbre que marca el final de la clase y todo el mundo empieza a moverse.

– ¡Acabad los dibujos en casa como deberes semanales! -grita la profesora por encima del ruido.

Guardo las cosas en la mochila y meto la silla bajo el pupitre con un chirrido.

– Sarah -vuelvo a decir pero, cuando levanto la mirada, sólo encuentro una silla vacía. Se ha dejado el estuche y la hoja, y se ha ido.

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