Adam

No hay ninguna respuesta en los números. Son lo que son. Lo único que me cuentan es que mucha gente va a morir en Londres el próximo enero. Algo pasará el día uno que matará a la gente y continuarán muriendo personas durante días.

Paso al ordenador de mi padre lo que tengo anotado en la libreta cuando hay electricidad para hacerlo. El suministro en Londres es una mierda, por lo que resulta normal estar sin corriente durante un par de horas y quedarte sentado en medio del frío y la oscuridad. Pero lo único que consigo sacar es una lista. Será necesario alguien bastante más listo que yo para resolver este asunto, un profesor de universidad, un maestro. Un maestro. ¿Podría acudir a alguien de la escuela? ¿Y un chico brillante? Hay gente a quien le encanta esto, los ordenadores, los números, las estadísticas, ¿no es cierto?

Durante los días siguientes busco en la escuela a alguien que pueda ayudarme. Pero para que lo hagan, tengo que contarles de qué va todo esto. Tendría que romper las reglas: «No debes contarlo. A nadie. Nunca.»

Imprimo la base de datos, pero únicamente los lugares y las fechas, nada más.

Decido ir adonde los empollones pasan el tiempo. He visto en el tablón de anuncios que hay un club de mates durante la pausa para comer, así que acudo allí. Cuando entro en el aula parece que me hubiera metido en un salón del salvaje Oeste. Todos paran de hacer lo que están haciendo y levantan la vista, incluso la profesora. Es bastante joven; lleva una camiseta y una falda larga, estilo hippy.

– Hola -dice. Sonríe; le devuelvo la sonrisa sin pensar y la miro: es una veintisiete. Empiezo a perder los nervios. Tengo que acordarme de no mirar a la gente. Esto va a ser bastante complicado.

– Hola -respondo.

– ¿Piensas entrar?

– Mmm… No sé. Supongo.

– Hoy hacemos cálculo.

«¿Calcu-qué?»

– Bien… Mmm. De hecho, creo que me he equivocado de sitio. Lo siento.

Salgo del aula. Maldición, maldición, maldición. En esa aula había suficiente potencia cerebral para alimentar la red nacional.

Vuelvo al día siguiente.

– ¿Sí? -pregunta la profesora.

– Necesito ayuda con un problema. -Algunos empiezan a sonreír-. Un problema de mates.

– Debería hablar con tu profesor de mates -me dice-. ¿A quién tienes?

– No -respondo-. No son tareas de clase, es otra cosa.

Dejo la impresión encima del pupitre.

– Tengo un montón de fechas y lugares y quiero ver dónde están.

Todo el mundo empieza a agruparse a mi alrededor.

– ¿Qué son? Las fechas.

He intentado pensar una buena mentira, algo creíble.

– Son cumpleaños, cumpleaños de gente. Los he estado recopilando.

– ¿Por qué? ¿Por qué haces eso? -pregunta un chaval con unas gafas de montura metálica. Ahora estoy a la defensiva, esperando que todo el mundo empiece a hacer aquello, ya sabéis, de ponerte un dedo en la sien y empezar a darle vueltas, pero ninguno lo hace.

– Simplemente me interesan, eso es todo.

Parecen aceptarlo, y pienso que estoy en un aula en la que recopilar hechos y cifras es normal. Seguramente, todos lo hacen.

– ¿Tienes los códigos postales? -me pregunta el chico de las gafas. Tiene un tic nervioso en un lado de la boca, de modo que parece que siempre esté medio sonriendo.

Niego con la cabeza y le doy mi impresión.

– Sólo tienes nombres de calles y de lugares. Lo ideal sería tener los códigos postales. Los puedo obtener del directorio en línea si me das los números de escalera y, entonces, trazar un mapa es realmente fácil. Te sugeriría que utilizáramos colores diferentes para las distintas fechas en lugar de números. De este modo, aparecerá cualquier patrón.

Los demás pasan del tema, pero el chico de las gafas parece entregado.

– ¿Ahí es donde vive la gente? ¿Son las direcciones de sus casas?

– No -respondo-. Es donde… les vi.

– ¿En la calle? ¿Las entrevistaste?

– Sí… Algo parecido.

– Mmm, es una pena que no les pidieras el código postal…

Me está empezando a poner un pelín nervioso. Ya, o sea que no lo hice bien, así que no soy un técnico de mercado, pero disimulo. Lo necesito, ¿verdad?

– Así pues, ¿me ayudarás?

– Sí, pero necesito datos mejores.

Noto cómo me desanimo al pensar en volver a salir a observar gente. No sé si puedo continuar haciéndolo.

– Podría intentar ver qué puedo hacer con esto -agita la hoja hacia mí-, si me lo puedo llevar a casa.

– Claro -respondo-. Gracias, mmm…

– Nelson.

– Nelson, gracias. Yo soy Adam.

– No pasa nada. A mí también me interesa.

No lo puedo evitar: lo miro y se me cae el alma a los pies. Su número es 112027. Cartografiará su propia muerte.

Quiero arrebatarle la hoja, llevármela. Le afecta demasiado directamente, pero, en vez de ello, pregunto:

– ¿Dónde vives?

– En Churchill House.

Lo vuelvo a mirar, y caigo; el suelo ha desaparecido y estoy cayendo en una oscuridad cada vez más profunda. No hay nada a lo que agarrarme y recibo golpes de todas partes: ladrillos, techos, paredes, todo mezclado.

– ¿Adam?

– ¿Sí?

– ¿Te encuentras bien? Me estabas mirando.

– Sí, estoy bien. Lo siento, a veces lo hago. No puedo evitarlo.

Su media sonrisa aparece y desaparece. Tic, tic, tic. Se pone la mano en la cara.

– Entonces te veo mañana -me dice-. A menos que te quedes. Hoy seguimos haciendo cálculo.

– No, está bien. Nos vemos mañana.

Me cuelgo la mochila a la espalda y salgo del aula, aunque hay una parte de mí, una grande, que desearía quedarse. Si fuese lo bastante brillante, si me pudiese quedar y no sentirme estúpido, estaría bien permanecer en un sitio en el que está bien ser diferente. Sólo durante una hora.

Fuera, todo el mundo forma parte de grupos y bandas. Parejas y tríos charlando, grupos mayores jugando a fútbol o a baloncesto. Allí fuera no se lleva ser diferente.

Encuentro un rincón más tranquilo, compruebo que nadie mira y saco mi libreta. Apunto los detalles sobre Nelson; quiero que eso me calme, pero no lo hace. Puedo notar cómo crece el pánico en mi interior, no puedo detenerlo. Es un tipo legal, la clase de chico que nunca ha hecho daño a nadie. ¿Por qué tiene que morir tan joven? No es justo. Le quedan menos de tres meses de vida, eso es todo. Y quizá a mí también.

Cuando miro mi libreta, es como si las muertes que hay en ella me estuvieran gritando, chillando para que las escuche. El futuro de la ciudad está aquí, en mis manos: un futuro terrible, terrible y violento. Todas estas sensaciones, estas voces, estos últimos gritos de agonía, están dentro de mí, en mis orejas, detrás de mis ojos, en mis pulmones. Es demasiado. Voy a estallar. Sin soltar la libreta, me llevo las manos a la cabeza y aprieto con fuerza, con los ojos muy cerrados. Intento aplicar esa técnica de respiración: «Aspira aire por la nariz, expúlsalo por la boca», pero tengo la garganta tan cerrada que no me entra nada y el ruido en mi cabeza es tan fuerte que no oigo ni siquiera lo que pienso. No puedo oír las palabras.

– ¿Qué haces, tarado?

Conozco esa voz. Abro los ojos sólo un poco. Hay cuatro pares de pies delante de mí, cuatro personas muy cerca. No necesito levantar la mirada para saber quién es. No necesito ver su número para notar la violencia y oler la sangre. Junior y sus colegas.

– ¿Qué haces ahí, subnormal? ¿Qué hay en esa libreta?

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