Sarah

Estoy a sólo unos minutos de casa de Adam cuando me cogen.

La velocidad con que lo hacen es espantosa; en un momento estoy empujando el cochecito por la acera, y al siguiente un coche se detiene junto a mí y me meten a toda prisa en el asiento de atrás, mientras alguien desata a Mia y la atan en un asiento de bebé a mi lado. Luego entran y se sientan a ambos lados de nosotras, cierran las puertas de un golpe, las bloquean y arrancan.

El cochecito y nuestras bolsas se quedan atrás.

– ¿Qué diablos están haciendo? ¿Quiénes son ustedes?

El hombre que está a mi lado abre de golpe una cartera y me muestra su identificación.

– Servicio de Atención a la Infancia. Viv, a tu lado, es de la policía, de apoyo a la familia.

– ¿Por qué demonios me han cogido en plena calle? ¿Qué clase de país es éste?

La mujer que está al lado de Mia me interrumpe:

– Hemos tenido que venir a buscarte porque has estado huyendo de nosotros. No estabas en Giles Street y nadie sabía adónde habías ido.

– Pueden seguir el rastro del chip de Mia, lo han hecho antes. No hay ninguna necesidad de armar este revuelo.

– Es muy necesario. Hemos acusado a tus compañeros de piso de posesión de drogas de clase A, con intento de suministro. La noche pasada estabas en una casa con la viuda de uno de los atracadores a mano armada del oeste de Londres más conocidos y con su bisnieto, que ha sido expulsado temporalmente de la escuela por un ataque violento y salvaje, y ha sido interrogado como parte de una investigación por asesinato. Y quién sabe adónde ibas a ir ahora.

No suena tan bien cuando lo expone de esta forma.

– ¿Adónde vamos?

– Vamos a la comisaría de Paddington Green, donde te interrogaremos sobre las actividades en Giles Street. Llevaremos a Louise con unos cuidadores de acogida. Tenemos a alguien esperando ahora mismo.

– ¿Se la van a llevar? ¿Se la van a llevar? Ni hablar. Iré a la comisaría y responderé a sus preguntas, no tengo nada que ocultar, pero no dejaré que me quiten a mi bebé.

– No tienes opción, Sally, tenemos una orden judicial. Tu niña necesita estar en un entorno estable y seguro.

– Todavía le estoy dando de mamar -digo. Se produce un silencio y pienso: «Lo he conseguido. Ahora no pueden quitármela.» Entonces la mujer dice-: Nos aseguraremos de que la alimentan bien y de que está a gusto. Los cuidadores tienen mucha experiencia.

Y de repente me doy cuenta, como si no lo supiera ya, de lo frío y cruel que es el mundo y de que estoy tratando con gente fría y cruel.

Piensas que puedes huir y es imposible.

Piensas que puedes tener cierto control sobre tu vida y no lo tienes.

Al final, te cogen.

El coche avanza a una velocidad constante. Estoy encajonada, ni siquiera cerca de la puerta. No se me ocurre ninguna manera de salir de esta situación. Todo lo que puedo hacer es quedarme aquí sentada y dejar que me lleven a un lugar donde me quitarán a mi bebé.

Dejamos la calle principal, bajamos una rampa y entramos en un aparcamiento subterráneo. Tengo la mano de Mia sobre la mía. Una parte de mí aún no se cree que de verdad lo vayan a hacer. Pero lo hacen.

Nos bajan del coche y pido abrazar a Mia una última vez, y me dejan. Cuando la sacan de su asiento, se pone muy inquieta. Intento hablar con ella:

– Éste no es el final, Mia. Te volveré a ver pronto, te lo prometo.

Pero tiene los ojos cerrados y mueve la cabeza de un lado a otro con fuerza. De todos modos, las palabras no me salen como es debido: son chillonas, llorosas, poco claras. Todo va mal. Alguien alarga los brazos y pone sus manos entre mis brazos y su cuerpo, y después la cogen y se la llevan.

Lo único que veo es a dos personas yéndose a toda prisa: una lleva el asiento del coche y la otra a Mia. El policía que está a mi lado me dice:

– Por aquí, por favor. -Y me pone la mano en el hombro para que me dé la vuelta. Pienso: «Quítame tus sucias manos de encima», pero no me salen las palabras. Es un grito, un rugido; sin embargo, no le doy un puñetazo, sino que levanto la mano y le araño la cara, y entonces él también empieza a gritar, en un tono agudo, horrorizado. Se lleva la mano a los cinco arañazos rojos y yo echo a correr.

Un motor se pone en marcha al otro lado del aparcamiento: es el coche en el que se llevan a Mia. Corro hacia él; me han visto y los neumáticos chirrían cuando aceleran para subir la rampa. Arriba hay una puerta de metal y tienen que esperar hasta que se abra. Puedo alcanzarlos. La puerta se desliza hacia un lado, ya casi estoy allí. Alargo los brazos, mis dedos rozan el maletero y entonces las luces de los frenos se apagan y el coche se aleja y se va, uniéndose al denso tráfico de Edgware Road. Empiezo a seguirlo pero pronto lo pierdo de vista. Reduzco el paso y me detengo, doblada hacia delante con las manos en los muslos, mientras trato de recuperar el aliento.

Miro hacia atrás y veo a media docena de polis que salen en tropel de la comisaría. Los miro, casi indiferente, y entonces me convenzo de que me están persiguiendo.

Les saco más de cien metros de ventaja, pero se acercan rápidamente y, de pronto, la idea de que me pongan las manos encima, me agarren y me empujen es demasiado. La ira vuelve a apoderarse de mí, además de un subidón de adrenalina. No sé adónde voy a ir, pero no voy a quedarme aquí y dejar que me cojan. Empiezo a correr. El abrigo me da mucho calor, así que me lo quito y lo tiro. Ahora no hay quien me pare. Con los brazos y las piernas libres para correr, mis pies retumban en la acera y salpican los charcos al pisar. Corro por callejuelas y pasajes, atajo atravesando un aparcamiento y por detrás de un bar. No miro atrás ni una sola vez. Sólo continúo corriendo, un pie delante del otro. Me empieza a doler el pecho, como si me fueran a estallar los pulmones, pero no me detengo. Cruzo un mercado, a través del olor de hojas de col húmedas y de fritura de hamburguesas, y por fin encuentro un camino que baja al canal, una línea de agua gris y lóbrega. No dejo de mirar atrás pero no me sigue nadie. Hay un montón de traviesas de ferrocarril a un lado del camino. Me paro y me dejo caer encima de ellas.

Todo lo que tengo es la ropa que llevo, no me queda nada más. Cuando me quitaron a Mia, se llevaron mi vida. «¡Hijos de puta!» Lo único que tengo en la cabeza es ella, su ausencia, cómo la echan de menos mis brazos, cómo tengo los pechos calientes y llenos de leche que nunca tomará. Estar aquí sentada sin ella es insoportable. Quiero seguir corriendo, hacer algo, moverme, pero no puedo. Incluso estando sentada me tiemblan las piernas, por lo que no me van a llevar a ningún sitio durante un rato. Y por eso tengo que quedarme aquí, sola con mi desesperación.

Insoportable y completamente sola.


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