Adam

Se la llevan. Mi libreta. Se la llevan y no me la piensan devolver. Junior empieza a hojearla y pasa las páginas.

– ¿Qué es esto? ¿Tu agenda de ligues? No te habrás tirado a todos éstos, ¿no? Sucio cabrón.

– Cállate y devuélvemela.

– Salen chicos y chicas. Sabía que había alguna cosa enfermiza en ti. No te has tirado a todos éstos ni de coña. Pero quizá quieras…

Intento recuperar la libreta, pero se la pone encima de la cabeza y empieza a bailar, mientras se aleja con ella.

– Junior, es privado. Devuélvemela. ¿No tienes nada privado?

– Ahora sí. Tengo tu libreta.

– Devuélvemela, idiota. No tiene nada que ver contigo.

Estoy desesperado. No debe mirarla. Preferiría que estuviera destrozada, destruida. La adrenalina me recorre el cuerpo. Ellos son cuatro y yo estoy solo, pero no importa. Tengo que recuperar la libreta y lo haré. Junior está a unos veinte metros de distancia, y sus colegas me bloquean el paso. Les empujo tan fuerte como puedo, metiendo los codos. Consigo tirar a uno, pero los demás se interponen en mi camino. Detrás de ellos, puedo ver que Junior se ha detenido. Ahora hojea la libreta más despacio. Si no le alcanzo en los siguientes segundos, estaré jodido. Verá los títulos de las columnas, leerá las descripciones, encontrará nombres que conoce. Se encontrará.

Lo doy un cabezazo al tipo más alto y le meto un rodillazo en las pelotas a su compañero, entonces paso corriendo por su lado y voy directo hacia Junior, para lanzarme contra su estómago y tirarlo al suelo. Caemos juntos sobre el asfalto.

– ¡Aparta, enfermo mental!

Todavía tiene la libreta. Le agarro los dedos y se los doblo uno a uno. Empieza a chillar como una niña, no como un chico grande sin sus colegas. Tres dedos doblados y suelta la libreta, que cae a nuestro lado; la recojo y me deshago de él. De nuevo en pie, me guardo la libreta dentro de los pantalones. Él sigue en el suelo, aguantándose los dedos con la otra mano.

– ¡Joder, me los has roto, cabrón! ¡Me los has roto!

Alguien debe de haber llamado a seguridad porque, de repente, nos rodean. Uno se arrodilla al lado de Junior y empieza a mirarle la mano, mientras dos guardias me cogen por debajo de los brazos y me llevan así hasta la escuela, sin que mis pies apenas toquen el suelo. Mientras nos dirigimos hacia la puerta, puedo oír cómo uno de los compañeros de Junior me empieza a acusar.

– Nos acaba de atacar. Se volvió loco, como un animal, como si estuviera colocado.

Me meten en la sala de interrogatorios y lo primero que hacen es cachearme. Creo que no encontrarán la libreta -es tan plana que debería salirme con la mía-, aunque, claro, lo hacen. Me piden que la saque, pero no quiero. Entonces me dicen que si no lo hago yo, lo harán ellos. Así que me meto la mano por dentro de los pantalones y saco la libreta. Está un poco arrugada y ha cogido la forma de mi culo.

– Déjala encima de la mesa.

La dejo, pero no permito que la abran. No es suya, es privada.

– No es una libreta de la escuela. ¿Qué es?

– Una libreta.

– Una libreta, ¿qué?

– Una libreta, señor.

El tipo alarga el brazo para cogerla y me pongo delante de él para evitarlo.

– Deja la libreta, Dawson.

– No, señor.

Empieza a citar las normas de la escuela.

– Los alumnos no deben traer ningún objeto personal a la escuela que no sea necesario para sus estudios. Si ese objeto es…

Oigo cómo la puerta se abre detrás de mí y alguien más entra en la sala. Ni siquiera tengo que pensar: me levanto tambaleándome y me abalanzo hacia la puerta. Al cabo de un segundo, empiezan a sonar los timbres de alarma y me pitan los oídos: todo el lugar está en alerta roja. ¿Cómo diablos voy a salir de allí? La sala de interrogatorios está cerca de la entrada principal, pero las puertas están fuertemente cerradas y es imposible que se abran con mi carné de identidad. La recepcionista observa boquiabierta cómo me lanzo pasillo abajo hacia ella y grita cuando salto por encima de su mostrador.

– ¿Cuál? -le grito en plena cara-. ¿Qué botón abre las puertas?

No responde, pero, cuando miro, es bastante evidente. Hay uno cuadrado, el botón negro de la izquierda. Lo aprieto y las puertas se abren. Al mismo tiempo, ella pulsa otro y salta otra alarma. Pero me da igual, estoy fuera. Estoy lejos.

Bajo la calle a tumba abierta. La escuela hará que la policía me busque, y no tardará demasiado en encontrarme. Llevo un chip, ¿no? Así que lo único que tendrán que hacer es mirar su satélite o llamar a uno de los aviones teledirigidos que sobrevuelan continuamente el cielo de Londres: me encontrarán enseguida. Pero no quiero que nadie vuelva a meter la nariz en mi libreta. Se está convirtiendo en algo demasiado peligroso; tengo que destruirla u ocultarla.

Aún sigo corriendo cuando llego a casa de la abuela. Giro al tocar el poste de la verja y subo el sendero. Ella está de pie en la entrada, con el abrigo puesto. Estira los brazos hacia delante para evitar que la atropelle.

– Venía a verte. Me han llamado de la escuela.

Todavía no puedo hablar, necesito un minuto para recuperar el aliento, pero pienso que quizá sólo tengamos ese tiempo antes de que llegue la policía, de modo que la empujo hacia dentro y cierro la puerta detrás de nosotros.

– Muy bien, muy bien, no hay ninguna necesidad de empujar. Te has vuelto a pelear, ¿verdad? -me pregunta la abuela-. Te lo dije, ¿no?

Continúo sin aliento, pero no puedo esperar.

– Tengo que esconder una cosa -digo jadeando.

– ¿Y qué es?

Me saco la libreta del bolsillo.

– Ah, tu libreta.

– ¿Sabías que la tenía?

– Puede que sea vieja y esté sorda, pero no estoy ciega. Dámela.

Dudo.

– Puedes confiar en mí, Adam. Estoy de tu lado. Sé que crees que no, pero lo estoy.

Oigo un golpe en la puerta y un grito.

– ¡Policía! ¡Abran!

Me ofrece la mano.

– Confía en mí, Adam.

Le entrego la libreta. Me da la espalda y se la mete dentro del sujetador.

– Nadie ha entrado aquí en treinta años. Es seguro de narices, está claro.

Entonces, pasa a mi lado y va hacia la puerta.

– ¿Señora Dawson?

– Sí.

– Buscamos a Adam Dawson. ¿Está aquí?

– Sí, está aquí.

– Tenemos que llevárnoslo a comisaría.

– De acuerdo, vendrá, y yo le acompañaré. No pienso perderle de vista.

Nos pasamos cinco horas allí. Muchas preguntas, sobre mí, Junior y la libreta, pero no digo nada, ni una sola palabra. Y tampoco miro a nadie. Quieren que confiese, que diga que lo siento, pero no es así y no pienso arrastrarme delante de nadie. Y, durante todo ese rato, la abuela se hace la tonta.

– Tiene dieciséis años -no para de decir-. Dieciséis. Se metió en una pelea en la escuela, eso es todo. Me atrevo a decir que a todos ustedes seguro que les pasó lo mismo alguna vez.

Hablan de acusarme de asalto pero, en lugar de ello, consiguen convencer a la abuela de que me traiga a la comisaría al cabo de una semana por si me he calmado un poco y he cambiado de parecer sobre lo de confesar. La abuela firma los papeles y volvemos a casa.

Son más de las diez cuando llegamos y encontramos dos sobres en la alfombra delante de la puerta principal: uno dirigido a la abuela y otro, a mí. La carta de la abuela es de la escuela; me expulsan durante seis semanas y, al final de este período, tendré que entrevistarme con el director para ver si me vuelven a admitir. Que les jodan. Por lo que a mí se refiere, ya estoy fuera.

Abro la carta solo en mi habitación. No reconozco la letra y, sólo por un momento, pienso que podría ser de Sarah. Contengo la respiración cuando la abro. «Por favor, que sea de ella. Que esté bien.» No está firmada, pero tampoco es necesario.


Querido Perdedor: Sé lo que contiene tu libreta, maldito cabrón, y tienes mi nombre y una fecha para mí pero, tranquilo, no tienes que preocuparte por mí, caraculo, sino por ti, 6122026. Nos vemos.


Vuelve a estar allí, el olor de sudor, el dolor insoportable, mis ojos poniéndose rojos, el sabor a sangre. ¿Es la mía? ¿Lo es?


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