Adam

Menudo idiota soy. La imagen, el mural, jamás me pregunté quién era el bebé. Estaba concentrado en mí, únicamente en mí. ¡Menudo gilipollas! Es el bebé, ella está aterrorizada por el bebé.

Su bebé.

No tenía la menor idea: ya debía de estar embarazada en la escuela, pero jamás me di cuenta. Estaba hipnotizado por su cara, sus ojos, su número.

Todavía llueve mientras corro por las calles. Mis pies golpean el asfalto mojado, y las palabras de mi cabeza siguen el mismo ritmo: «La hija de Sarah. La hija de Sarah.»

Pensaba que ya era bastante malo ser yo, viviendo con el peso de miles de muertes a mi alrededor. ¿Cómo diablos debe de ser para ella con Fin de Año acercándose, y la visión de su propia hija en llamas repitiéndose una noche tras otra? Fuera lo que fuera lo que creía antes, sobre los números y sobre intentar cambiarlos, ahora estoy diez veces más seguro de ello. No puedo permitir que la pesadilla de Sarah se haga realidad. Tengo que luchar contra ello con todo lo que tengo.

– Pareces una rata ahogada. ¿Lo encontraste? -La abuela se levanta de su taburete y se acerca a la puerta cuando entro.

– Lo he encontrado y la he encontrado.

– ¿A quién?

– A la chica que hizo el mural en la pared. Es Sarah, la chica de la escuela, la del hospital.

– Así que, ¿qué pasa con ella?

– Tiene pesadillas y yo salgo en ellas.

Cualquier otra persona haría una mueca, quizá frunciría el ceño, preguntaría de qué hablo. La abuela, no. Lo entiende enseguida.

– El mural es su pesadilla, su visión. Es una vidente, Adam. Tiene clarividencia.

– También tiene un bebé.

– ¿Un bebé?

– Lo he visto. Es una niña, una veintisiete. Ese bebé morirá con todos los demás.

No lo quiero decir, pero hay algo en la abuela, en el modo como escucha, que hace que la boca se me dispare. Y entonces ya es demasiado tarde, ya lo he dicho.

La abuela abre mucho los ojos.

– ¿El bebé muere? Oh, no… y tú sales ahí con ella, en la imagen. Jesús, Adam. Sabes qué significa, ¿no?

Niego con la cabeza. Siento las piernas como si fueran de gelatina; no entiendo cómo me sostengo todavía en pie.

– Significa que jamás debes volver a verlas. Tengo que sacarte de aquí, de Londres, tal y como siempre has dicho. No puedes estar aquí cuando suceda, no puedes estar cerca.

– Eso es lo que ella ha dicho.

– ¿La chica? ¿Sarah?

– Sí, me ha dicho que me fuera y que jamás volviera.

– ¿Te ha hecho ella esto?

La abuela me toca la cabeza con su mano. Cuando la retira, tiene sangre en las puntas de sus dedos, amarillos por la nicotina.

– Sí, lo hizo, pero antes. La primera vez que me vio, antes de que habláramos. Me tiró una piedra.

– Es amable, tu amiga. Con mucha clase.

– Cállate, abuela. No la conoces.

Hace un ruido desdeñoso.

– No estoy segura de querer hacerlo.

– De todos modos, ahora ya no la conocerás. Ambas tenéis razón. Debería mantenerme alejado de ella, del bebé. Si cumplo eso, no se hará realidad, ¿verdad?

La abuela me hace sentar en la mesa de la cocina mientras coge un frasco de desinfectante y me frota la cabeza con algodón.

– Abuela -le pregunto-. ¿Nelson ha vuelto hoy?

– No, ¿por qué?

– Porque creo que tienes razón respecto a lo que has dicho antes. Tenemos que avisar a la gente. No podemos permitir que ocurra esta mierda.

Deja de curarme y me mira.

– ¿Lo dices de verdad? -me pregunta.

– Sí, es demasiado grande y serio. Me da igual que la gente piense que estoy chiflado; tenemos que darles la oportunidad de escapar. Y entonces, nosotros también nos iremos. Tú y yo, abuela, saldremos de Londres. ¿Me lo prometes?

– Sí, te lo prometo. Lo intentaremos, y entonces haremos las maletas y nos iremos. Me gustaba Norfolk antes de que desapareciera bajo el mar del Norte, pero necesitaremos un lugar montañoso, en el centro de ninguna parte. Nos estableceremos en una colina, abriremos un par de latas y no haremos nada, ¿de acuerdo?

Yo y la abuela en una colina presenciando el fin del mundo.

– Puedes fumarte un último pitillo, si quieres. No te lo prohibiré.

– Siempre pensé que sería la última fumadora de Inglaterra. Quizá llegaré a serlo.

Guarda el desinfectante en el armario y empieza a buscar en la nevera algo para comer.

– Adam -me dice.

– Sí.

– Me alegro de que quieras luchar contra esto porque ya he hecho algo.

– Vaya, ¿de qué se trata?

– He concertado una cita.

Se levanta al lado de la nevera y saca pecho.

– ¿Con quién?

– Con el señor Vernon Taylor, el director de Planificación de Emergencias de la Unidad de Contingencias Civiles del Ayuntamiento.

– ¿Y quién coño es ése?

– Jerga. Es el responsable de planificación de desastres. He hecho algunas indagaciones. ¿No estás orgulloso de mí?

– Sí, supongo, no lo sé. ¿No deberíamos ver a ese otro tipo, el del traje del MI5 o algo por el estilo? Me dio su tarjeta. Un tío del Ayuntamiento es poco probable que nos crea, ¿verdad? Y, aunque se crea lo de los números, no sabemos qué va a suceder, ¿no? Sólo cuándo.

– Precisamente ése es su trabajo, ocuparse de ese tipo de cosas. No me gustan los tipos estirados y trajeados más que a ti, pero no podemos dejar que se interpongan nuestros prejuicios personales. Tenemos que contárselo a alguien. Tenemos que hacerlo, Adam. Tenemos vidas que salvar. Es nuestro deber como ciudadanos.

Ahora me suelta todo ese discurso sobre los buenos ciudadanos. Supongo que debo de haber puesto una cara rara porque continúa:

– Eres un cabrón desagradecido, de verdad que lo eres. Creía que estarías contento.

– Lo estoy, creo. Es sólo que… No lo sé. Lo estoy. Gracias, abuela.

Gime un poco y entonces saca un cartón de un paquete y hace unos cuantos agujeros en la parte superior del plástico con un cuchillo.

– La cena estará lista dentro de diez minutos. Vete a tomar un baño rápido antes, y mete esta ropa mojada y asquerosa en la lavadora. Mañana podrías ponerte una camisa e ir un poco elegante por una vez.

– ¿Para qué?

– Te lo acabo de decir, tonto, vamos al Ayuntamiento. Tenemos que interpretar nuestro papel. No queremos que piensen que estamos en libertad condicional o alguna cosa por el estilo.

Suspiro. Subo al piso de arriba y me preparo un baño; hasta que me meto en el agua caliente no me doy cuenta del frío que tengo. Dejo que el calor me caliente los huesos y cierro los ojos. Afuera todavía llueve. Veo la cara de Sarah y su número susurrándome una promesa. «En la riqueza y en la pobreza. En la salud y en la enfermedad. Hasta que la muerte nos separe.»

Si nunca más la veo, si me mantengo lejos de ella, ¿cómo puede hacerse esto alguna vez realidad?


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