Sarah

Me mantengo fuera de la vista, en la ventana del piso de arriba. Está abierta unos cuantos centímetros, de modo que oigo lo que ocurre. He tenido que despertar a Vinny pero no me ha hecho falta insistir demasiado para que saliera: ya ha visto lo aterrorizada que estaba.

– ¿Qué haces aquí? -dice-. ¡Lárgate, coño!

– Ahí dentro hay alguien con quien quiero hablar.

El ruido de la voz de Adam me retuerce las tripas.

– ¿Ah, sí? Pues ella no quiere hablar contigo.

– No pienso irme -responde-. Esperaré.

Me muevo muy poco para poder ver fuera. Vinny se ha detenido a pocos metros de Adam; está esquelético pero no parece andarse con tonterías.

«Venga, Vinny, deshazte de él. Asústalo, si es necesario, pero líbrate de él.»

– Escucha -dice-. No me quiero poner violento, pero no deberías andar persiguiendo a chicas por las calles. No está bien.

– Bien, quizá ella no debería ir tirando cosas a la gente y haciéndoles daño. Sólo quería hablar con ella.

Me inclino un poco más hacia delante. Tiene la cara cubierta de sangre en el lugar donde le he alcanzado.

– ¿Ella te ha hecho esto?

– Sí.

– Eres el muchacho del hospital, ¿verdad? Mira -me dice Vinny-. No sé qué ocurre, pero deberías irte, antes de que alguien más salga dañado.

– No pienso irme, es importante. Es sobre su grafiti, en el túnel. ¿Lo has visto?

Vinny cambia de posición. Está retrocediendo, maldita sea.

– Sí, lo conozco.

– Me ha pintado en él. Estoy allí, en el muro.

– Eres el chico de la pesadilla.

«Cállate, Vinny, cierra la puta boca.»

– ¿Qué?

– El dibujo: es un sueño que tiene ella, una y otra vez. Tú apareces en él. ¿Por qué?

– No lo sé, colega, eso es lo que quiero descubrir.

El bate cuelga al lado de Vinny. Esto no pinta bien.

– Espera aquí -me dice, y vuelve caminando a la casa. Me grita desde el pasillo.

– ¡Sarah! No pasa nada. Es sólo un muchacho.

– No quiero que esté aquí. ¡Te he dicho que te deshagas de él! Por el amor de Dios, Vinny, utiliza el puto bate contra él. ¡Sácalo de aquí!

– Sólo quiere hablar contigo… No pienso pegar a nadie. Es un muchacho. De todos modos, tú ya le has dado lo suyo. Baja… No piensa irse hasta que hables con él. ¿Vas a bajar?

«Vinny es demasiado blando. Tendré que hacerlo yo solita.»

Me bajo la cremallera de la chaqueta y, suavemente, saco a Mia de la hamaca y la meto en el cajón. Gracias a Dios, está dormida. Entonces, empiezo a bajar las escaleras y, cuando llego a la cocina, agarro un cuchillo.

Vinny está en la entrada; tras él, puedo ver a Adam, que ha entrado en el patio. Empujo a Vinny al pasar.

– No te quiero aquí -le suelto a Adam-. ¿No lo captas?

Se pone la mano en la cara y vuelvo a un aula, hace un millón de años, cuando alargué el brazo por encima del pupitre. Entonces, tenía una piel perfecta: lisa, luminosa, caliente. La mitad de su cara todavía es como antes, la otra ha cambiado sobremanera. Se podría decir que está desfigurado, pero yo diría que está diferente. Me imagino volviéndola a tocar, y mis dedos hormiguean con la idea. ¿Por qué me siento atraída por él cuando es una de las dos personas en la Tierra que me dan miedo?

Ahora se queda ahí quieto, con sangre en los dedos. Me tengo que deshacer de él antes de derrumbarme.

– Vamos, Sarah -dice Vinny-. Quizá pueda ayudarte.

Eso me devuelve a la realidad, a mi versión de la realidad.

– ¿Ayudarme? ¿Ayudarme? -Oigo cómo mi propia voz se vuelve cada vez más estridente-. No le conoces, Vin, no sabes lo que hace. Es el demonio, Vin, el demonio. No le quiero aquí; por favor, llévatelo. ¡Por favor!

Las palabras que salen de mi boca parecen equivocadas, incluso a mí. De pronto me veo como lo hacen ellos: con los ojos muy abiertos, salvaje, loca, con un cuchillo en las manos. ¿A quién pretendo engañar? No voy a apuñalarle. No quiero hacerle daño: sólo que se largue.

– ¿Sarah? -dice con voz calmada.

No puedo hablar con él. No puedo estar aquí con él. Me aparto y entro tambaleándome en la cocina. Tiro el cuchillo al suelo y entonces me dejo caer a su lado, arrastro las piernas hacia mi estómago, formando un ovillo. Ahora se me saltan las lágrimas. Lo odio. Me odio por ello. No lloro. Soy más fuerte que eso, pero al fin lloro y, ahora que he empezado, no puedo parar.

Sé que me han seguido, pero no levanto la mirada. Ninguno de ellos se me acerca. Típico de los hombres, no saben qué hacer cuando una mujer llora. Lo debería haber sabido desde un principio, piedras y cuchillos no ahuyentarán a un hombre, pero las lágrimas sí.

– Lo siento -dice Adam-. Lo siento mucho. Nunca quise disgustarte.

Me relajo un poco y levanto la mirada hacia él: parece apenado.

– Simplemente, vete -digo.

– De acuerdo -responde-. Lo haré, te dejaré en paz. -Pero, cuando se gira, vuelve a detenerse-. ¿Sarah?

– ¿Qué?

– Mi número. ¿Es el mismo? ¿Es el día de Año Nuevo?

Apenas puede mirarme. También está asustado y tengo la impresión de que aguanta la respiración.

– No sé de qué me hablas -le contesto, y se me vuelven a saltar las lágrimas y entierro la cabeza en mis brazos. Entonces se va. Oigo cómo choca contra el marco de la puerta y sus pasos en el patio delantero.

Encima de mí, Mia se ha despertado, con ese lloro de gatita que se convierte en un grito a pleno volumen; me saca de mi autocompasión. Me calmo y me pongo de pie.

– ¿Estás bien? -me pregunta Vinny.

Ni siquiera puedo empezar a responder a esa pregunta. Adam se ha ido -gracias a Dios que se ha ido-, pero dentro de mí sé que esto no ha terminado. Ahora me ha encontrado: mi piso franco ha dejado de ser un lugar seguro.

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