Adam

Mi cabeza empieza a salir a la superficie justo cuando inspiro y me entra una mezcla de aire y de agua que se me queda atragantada en la garganta, me hace toser y me provoca arcadas.

Me vuelvo a meter bajo el agua, pero ahora sé cuál es mi objetivo y me empujo con las manos, aunque el agua hace subir mi cuerpo. Toso, escupo y respiro más profundamente, lo que me ayuda a flotar; me echo hacia atrás, con la cara fuera de la superficie y continúo metiéndome aire en los pulmones. Por encima de mí, las luces verdes y amarillas casi han desaparecido, pero hay media luna en el cielo y su luz me ayuda a distinguir formas oscuras a mis lados. No tengo ni la menor idea de dónde estoy. No sé cuánto tiempo he estado bajo el agua, pero puedo sentir que todavía me arrastra.

El agua es violenta y poderosa. No tengo elección. Me veo obligado a dejarme llevar por ella. Empiezo a sentirme bien, estoy casi cómodo, cuando una oleada lateral me golpea y me hundo otra vez, atrapado por una corriente, arrastrado. Y entonces algo me araña el brazo y un objeto duro me rasga el jersey. Mi pie golpea algo más, se engancha, la pierna se me va para atrás y me quedo paralizado con una sacudida, mientras el agua retumba a mi alrededor.

Lo intento y consigo descender, pero tengo que luchar contra la corriente con todo el cuerpo. Saco la cara a la superficie, cojo un poco de aire y vuelvo a hundirme para averiguar qué me pasa en el pie. Está atrapado en una barandilla: el zapato se ha metido ahí. La corriente es tan fuerte que va minando mis energías. Sé que estoy cada vez más débil. Subo para coger más aire y vuelvo a bajar súbitamente; esta vez me las arreglo para meter los dedos en la parte posterior de mi zapatilla de deporte. El pie no quiere salir, pero me retuerzo y aflojo el zapato para soltarme hasta que de pronto consigo liberarme, y el agua se apodera de mí y me arrastra río abajo.

Si ahí había una barandilla es porque el río ha inundado las calles, pero aquí el agua debe de ser menos profunda. Tengo más posibilidades de salir. Empiezo a patalear con las piernas y hago girar los brazos sobre mi cabeza dentro del agua. Al principio parece imposible, pero luego me doy cuenta de que me estoy moviendo y que el agua está más tranquila. Me abro paso -«no pares, no pares»- hasta que al fin toco el fondo con los dedos. Dejo de nadar y pongo los pies en el suelo. En este punto, el agua sólo me llega a las rodillas. Sigue fluyendo, pero la corriente se ha amansado, con lo que puedo sentarme sin que me arrastre.

Respiro agitada y dolorosamente. No puedo creerme que lo haya conseguido: me he salvado, estoy vivo. Si hubiera tenido que morir hoy, sin duda ésta era la oportunidad de la Muerte para apoderarse de mí. Ni siquiera conseguí obtener el certificado de los veinticinco metros en la escuela. Solían burlarse de mí: «Los niños negros no saben nadar.» No tenía ni idea de que sería capaz de hacerlo.

Trato de ponerme de pie para poder salir del agua, pero mis piernas no tienen fuerza suficiente, así que me arrastro un poco sobre el culo y luego gateo un trozo más. Tropiezo con algo. Alejándose de mí, en el agua flota una forma oscura con dos manos pálidas que resaltan a la luz de la luna. Al cabo de un rato, el agua se ha reducido a unos cuantos centímetros y me arrastro hasta ponerme de pie y empezar a caminar.

No me cuesta mucho averiguar dónde estoy. Transcurridos diez minutos puedo ver el gran círculo de la noria del London Eye destacando en negro contra el cielo. Me hace pensar en mamá.

«No vayas a Londres. No dejes que la abuela te lleve allí.»

¿Dónde debe de estar mamá ahora? ¿Estará mirando abajo, a mí? ¿Estaba ahí conmigo, dándome la energía extra que necesitaba para salir del río? Olvidamos lo que habías dicho, tanto la abuela como yo. Ella porque es una vieja estúpida que siempre lleva la contraria, y yo porque conocí a Sarah y quería intentar ayudarla. Olvidamos lo que dijiste y ahora estamos sufriendo por ello, aunque Dios sabe qué les habrá pasado a Sarah y a la abuela. Creo sinceramente que están bien, porque, después de todo, he visto sus números. Sé que ambas son supervivientes, pero aun así me pongo nervioso al pensar en ellas y echo a correr. Voy a atravesar esas calles oscuras y a llegar a casa.

Tardo horas en hacerlo, porque tengo que cruzar el río; la mitad de los puentes de Londres se ha derrumbado. Hay policías en Vauxhall Bridge impidiendo que la gente pase porque no es seguro, pero yo me abro paso entre ellos y salgo zumbando lo más rápido que puedo hasta que consigo llegar al otro lado del cordón policial.

Se está empezando a hacer de día cuando llego a High Road, pero a medida que me aproximo a la calle de la abuela, no puedo creer lo que ven mis ojos. La mitad de la calle ha desaparecido: hay un agujero enorme de cientos de metros de largo y las casas se han derrumbado. Tardo un poco en averiguar cuál es la de la abuela, cuál «era» la de la abuela. La fachada se ha abierto, desgarrada, y el techo se ha derrumbado y todo lo que queda son un par de paredes y un montón de escombros. Algunos de sus gnomos están espatarrados delante de la pila, como pequeños cadáveres.

– Oh, Dios mío -digo en voz alta. Nadie podría haber sobrevivido a eso si estaba en el interior de la casa. ¿Y dónde iban a estar, si no? No lo entiendo. Pensaba que ambas habían sobrevivido, que Sarah era mi futuro.

Mis piernas ya no pueden sostenerme. Me dejo caer en el suelo y cierro los ojos. Esto no es real. No puede ser cierto.

– Han salido, ¿ya lo sabes?

– ¿Qué?

Levanto la cabeza y veo a un hombre mayor, en pijama y bata. Observa la esposa de mi muñeca, pero no dice nada al respecto.

– Tu abuela y una chica. Han salido antes de que el techo se viniera abajo.

– ¿Está seguro?

– Claro que sí. Se han quedado para ayudarme a mí y a mi esposa. Se han comportado como dos heroínas.

La noticia me impacta como otro maremoto y expulso el aire de golpe.

– ¿Había una niña? ¿Había un bebé con ellas?

Él niega con la cabeza.

– No, sólo ellas dos.

– ¿Dónde están ahora?

Vuelve a negar con la cabeza.

– Lo siento, no lo sé. Se han ido de aquí hace poco; unos veinte o treinta minutos. Pero no han dicho adónde iban.

Veinte minutos. Eso no es nada. Las puedo alcanzar y encontrarlas, si supiera adónde iban. «Piensa, Adam. Piensa, piensa.» Vuelvo a cerrar los ojos y trato de concentrarme en Sarah, en lo que deberá estar pasando por su cabeza. Si Mia no estaba con ellas, estará desesperada por encontrarla. Así pues, ¿dónde está? ¿Dónde está Mia?

Sus padres estaban en la comisaría de policía el día que la acusaron de agresión, y ella les vio. Podrían haberse llevado a Mia con ellos ese mismo día si las asistentas sociales se lo permitieron. ¿Y por qué no? Dos ciudadanos decentes, con bonita casa en Hampstead, un buen coche y una buena vida.

– ¿Estás bien, hijo? -El hombre del pijama sigue mirándome.

Estoy hecho polvo. Me siento como si pudiera tumbarme en la calle y dormirme ahora mismo.

– Sí -digo-. Sí, estoy bien. Tengo que encontrar a un par de damas.

– Ah, cherchez les femmes -responde-. Buena suerte, hijo. -Me guiña un ojo y se aleja.

Me duele todo el cuerpo: tengo el brazo rasguñado, la muñeca dolorida, el tobillo magullado y torcido, me duelen los pulmones. Pero ahora es el pie lo que me falla. Flexiono la pierna y giro el pie para echar un vistazo. Me quito la porquería con las manos: trozos de ladrillo y piedra, polvo, pedazos de vidrio, astillas de madera. Hago un gesto de dolor y doy un grito ahogado. Tengo unos cortes muy profundos ahí.

Así no voy a llegar nunca a Hampstead. Necesito unos zapatos. Encuentro una cortina, todavía unida a una barra, que está tirada sobre los escombros. Me arrastro por los desechos y tiro del material, rasgándolo para hacer unas vendas largas y luego empiezo a envolverme el pie con una de ellas. Me tiemblan las manos, pero ahora no puedo parar. Trato de mantenerlas bajo control para conseguir envolver el pie derecho con el material, por encima y por debajo, desde la punta hasta el tobillo, hasta que me hago una especie de bota de tela que ato con un nudo en la parte delantera. Es genial. Inspiro profundamente, me levanto y pongo a prueba mi peso. Me sigue doliendo, pero no como antes. Sí, esto servirá.

Empiezo a caminar y parece que voy bien, así que aprieto el paso y empiezo a correr, alejándome de la casa donde creció mi padre y que también ha sido la mía durante un tiempo. No queda nada de ella, pero tampoco siento nada al respecto, porque las casas las hace la gente, y las tres personas que la convirtieron en mi hogar ya no están ahí.

Pero voy a encontrarlas. Voy a encontrarlas aunque sea la última cosa que haga.


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