Adam

¡Eran famosos! Mi madre y mi padre. No sabía que eran famosos. Durante un par de semanas de 2009, todo el país los conoció, los estaban buscando. «Se buscan.» Por algo que no hicieron: simplemente estaban en el momento y en el lugar equivocados. Y todo porque mamá veía los números, como yo.

La abuela ha conservado algunos recortes de periódicos de la época: mirarlos me provoca escalofríos. Mi madre y mi padre, tan jóvenes, más aun que yo ahora, mirando desde la primera plana. Eran poco más que un par de críos cuando me tuvieron. Bien, de hecho, mi padre ni siquiera conoció mi existencia. Murió antes de que mamá supiera que estaba embarazada.

Si hubiese sabido todo esto… Podría habérselo preguntado a mi madre, podríamos haber hablado de ello… Lo único que me contó acerca de los números era que eran secretos. Nunca podía revelar a nadie su número. Y la única persona a la que se lo dije fue a ella. Apunté su número en una foto suya cuando yo tenía cinco años, antes de que supiera qué significaba.

¿Qué demonios le hizo eso? ¿Cómo debieron ser sus últimos años, sabiéndolo? Ahora conozco parte de la respuesta. Al lado de mi libreta, hay un sobre doblado por la mitad. Cuando ha terminado de contarme la historia de mi madre y mi padre, la abuela me lo da.

– Ella quería que tuvieras esto cuando fuera el momento oportuno. Creo que ya ha llegado.

Lleva mi nombre escrito en el anverso con la letra de mi madre: la reconocería en cualquier lugar. Juro que el corazón se me detiene un segundo cuando lo veo. No me puedo creer que sea real. Algo de mamá. Algo para mí.

Y la abuela lo ha estado guardando. ¿Qué derecho tenía…? No es suyo, sino mío. La rabia vuelve a crecer en mi interior.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo tienes? -le pregunto.

– Me lo dio pocas semanas antes de irse.

– ¿Por qué no me lo diste antes? Es mío. Lleva mi nombre escrito.

– Ya te lo he dicho -me responde lentamente, como si se lo estuviera explicando a un idiota-. Me pidió que lo guardara para ti, para cuando estuvieras preparado.

– Y tú sabrías cuándo, ¿verdad? ¿Tú sabrías cuándo sería mejor?

Me mira directamente a los ojos. Puede notar la tensión tanto como yo y no piensa ceder.

– Sí o, al menos, eso creía tu madre. Confiaba en mí.

Resoplo.

– Tengo dieciséis años. No necesito que tomes decisiones por mí. No sabes nada de mí.

– Sé más de lo que crees, hijo. Y ahora, ¿por qué no te calmas un segundo y abres ese sobre?

El sobre. Casi había olvidado sobre qué estábamos discutiendo.

– Lo voy a leer solito -digo y lo sostengo contra el pecho. Es mío, no suyo. Está decepcionada, puedo verlo: esa vieja imbécil entrometida quiere saber qué contiene. Entonces se sorbe la nariz y saca otro pitillo.

– Claro -dice-. Claro que sí. Ven a hablar conmigo cuando hayas terminado. Estaré aquí mismo.

Me lo llevo arriba, a mi habitación, y me siento en la cama. Mi espacio privado, una habitación para mí solo, salvo que no es mía. Sólo tengo un puñado de cosas conmigo. Todo el resto pertenece a mi padre: un chico más joven que yo, a quien nunca conocí y que nunca me conoció. Estoy dentro de un santuario, rodeado por sus cosas. La abuela no tocó nada cuando él murió, y me di perfecta cuenta de que le resultó doloroso meterme aquí, pero no podía estar en ninguna otra parte.

Dejo el sobre en mi regazo y lo observo: la letra de mamá. ¿Queda algo de ella en él? Paso el dedo por encima de la letra. Quiero leer lo que contiene, pero también sé que, una vez que lo lea, se habrá acabado. No tendré nada más de ella. Será como volver a decirle adiós.

No quiero que se acabe. Sé que ya lo ha hecho. Sé que se ha ido, pero ahora he recuperado un poco de ella.

– Mamá -digo. Mi voz suena extraña, como si perteneciera a otra persona.

Deseo tanto que esté aquí conmigo…

Y abro el sobre y ella está allí.

Cuando empiezo a leer, puedo oír su voz, la veo recostada en la cama, escribiendo. No tiene pelo, y ya no pesa nada. Está tan delgada que apenas puedo reconocer su cara. Pero sigue siendo ella. Sigue siendo mamá.


Querido Adam:

Escribo esto sabiendo que no lo leerás hasta después de que me haya ido. Quiero contarte tantas cosas, pero todo se resume en la misma: te quiero. Siempre lo he hecho y siempre lo haré.

Confío en que me recuerdes, aunque si empiezas a olvidar qué aspecto o qué voz tenía, o cualquier otra cosa, no te preocupes. Sólo recuerda el amor. Es lo que importa.

Ojalá estuviera allí para verte crecer, pero no podrá ser, de modo que le he pedido a la abuela que cuide de ti. Es una joya, tu abuela, así que sé bueno con ella, no le contestes mal ni nada por el estilo.

Adam, necesito que hagas algo. No puedo estar ahí para mantenerte a salvo, de modo que ahora te digo esto: quédate en Weston o en algún sitio así. No vayas a Londres, Adam. Vi los números mientras crecía. Tú y yo somos iguales: vemos cosas que nadie debería saber jamás. Se lo he contado a gente, rompí mi propia regla y sólo acabé causando problemas. No debes contarlo. A nadie. Nunca. Sólo trae problemas, Adam, confía en mí, lo sé.

Londres no es seguro: 112027. Lo he visto en mucha gente mientras crecía. Busca un lugar donde la gente tenga buenos números, Adam, y quédate allí. No vayas a Londres. No dejes que la abuela te lleve allí, y haz que ella también se mantenga lejos. Mantenla a salvo.

Ahora me voy a ir. Apenas puedo soportar dejar de escribir, despedirme. No existen palabras suficientes en el mundo para decirte cuánto te quiero. Eres lo mejor que jamás me ha ocurrido. Lo mejor. No lo olvides. Te quiere siempre,

Mamá

xxxxx


Me cae una lágrima de la punta de la barbilla y aterriza sobre el papel. La tinta se extiende como un fuego artificial y convierte sus besos en algo completamente borroso.

– ¡No!

Seco el papel con un pulgar, pero eso sólo empeora las cosas. Encuentro un viejo pañuelo de papel en el bolsillo y lo seco, y durante todo ese rato las lágrimas continúan cayéndome por la cara. Entonces, pongo la carta en un extremo de la cama, fuera de peligro, y me suelto.

No he llorado desde hace mucho, desde antes que ella muriese, y ahora no puedo parar. Es como una presa que se desborda: algo más grande que yo me arrastra. Todo mi cuerpo llora descontroladamente: grandes sollozos; lágrimas y mocos; ruidos que no sabía que tenía dentro de mí. Y entonces me hago un ovillo y empiezo a mecerme, adelante y atrás, adelante y atrás, durante no sé cuánto tiempo hasta que, lentamente, acabo deteniéndome. Y no me queda nada. No me quedan lágrimas.

Miro a mi alrededor como si viera la habitación por primera vez y noto cómo la rabia vuelve a crecer dentro de mí, cosquilleándome en las puntas de los dedos, vibrando a través de mí.

«No vayas a Londres. No dejes que la abuela te lleve allí.»

Yo sabía que era un mal sitio. Sabía que no deberíamos haber venido.

Salgo corriendo de la habitación y bajo las escaleras. La abuela todavía está en la cocina, con una taza de té delante y fumando un pitillo.

– ¡Ella nunca quiso que viniéramos a Londres! ¡Quería que nos quedáramos en Weston! ¿Lo sabías? ¿Lo sabías? ¡Contesta!

Me apoyo en la otra punta de la mesa, agarrándola con ambas manos, con tanta fuerza que los nudillos se me emblanquecen.

La abuela se pone las manos en la frente y se la frota. Cierra los ojos durante un segundo pero, cuando los abre, se muestran desafiantes.

– Dijo algo, sí.

– Dijo algo y, con todo, ¿nos trajiste aquí?

– Lo hice, pero…

Cree que puede discutir conmigo, que puede justificarse. Debe de estar de broma. Nada de lo que diga mejorará las cosas. He descubierto que mentía, jodida imbécil egoísta.

– ¡Cuando yo dije que no quería venir! ¡Cuando mamá había dicho que no viniéramos!

– Adam…

– ¡Ella confió en ti!

– Lo sé, pero…

Alarga la mano hacia el cenicero. Le tiemblan los dedos cuando aplasta el pitillo. El cenicero está lleno hasta los topes: rancio y asqueroso, como ella. Yo también alargo el brazo, agarro esa cosa asquerosa y la lanzo contra la pared. Se rompe cuando impacta contra el suelo. Saltan cristales y ceniza.

– ¡Adam! -grita-. ¡Basta ya!

Pero no basta. Ni mucho menos.

Agarro más fuerte la mesa, la levanto y la tiro al suelo, donde cae de costado junto al fregadero, de modo que la porcelana rota y el té se mezclan con la ceniza y el vidrio.

– ¡Por todos los santos! ¡Basta, Adam!

– ¡Cállate! ¡Cierra la puta boca!

– No te atrevas a…

El cenicero no basta. La mesa no basta. A fin de cuentas, no es culpa de ellos, sino de ella.

Y ahora tengo que salir de aquí.

Porque sé lo que quiero hacer a continuación y eso supondría cruzar una línea. Es un error. Tengo muchas ganas de cometerlo, pero si empiezo… Si empiezo, quizá no pueda parar.

– ¡Te odio! ¡Te odio!

Salgo de la cocina, cruzo la sala de estar y salgo por la puerta principal antes de que pueda cambiar de parecer. Me embiste una racha de aire frío y me detengo un minuto para aspirarla, pero quedarme quieto no me ayudará. Demasiada energía recorre mi cuerpo. Estoy muy cabreado, de modo que primero echo a andar y después a correr. Y, mientras corro, empieza a llover y las gotas heladas me aguijonean la cara.

No huyo de ella. Huyo de lo que le podría haber hecho. Será mejor para ambos que continúe corriendo y no vuelva jamás.


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