Adam

Me quedo tumbado en la cama durante horas y cuando por fin me duermo, los mismos pensamientos se transforman en pesadillas tan terribles que tengo que despertarme. No sé dónde estoy. La ventana se encuentra en el lado equivocado, la mesilla de noche no tiene la altura correcta. Esto no es Weston. ¿Dónde diablos estoy? ¿Dónde está mamá?

La realidad vuelve a meterse en mi cabeza, pero eso no supone consuelo alguno. Porque, además del fuego, la pelea, Junior, Sarah, hay algo más: 112027. Estoy un día más cerca y el tiempo se agota. Si voy a hacer algo al respecto, deberá ser pronto, pero no puedo hacer nada. Ni una maldita cosa. Lo único que hago es quedarme aquí tumbado y escuchar cómo corre el reloj, cómo me late el corazón y desear estar a millones de kilómetros de distancia y ser otra persona.

La policía viene a buscarme temprano, a las seis de la mañana del 26 de diciembre. Oigo cómo aporrean la puerta y, al cabo de un instante, vuelvo a estar en Weston y noto un dolor en la boca del estómago. Puedo oír voces -la de la abuela y las de los agentes- y, después, ella está en mi habitación.

– Quieren interrogarte en la comisaría. Será mejor que te vistas. Yo también vendré. Van a registrar la casa mientras estamos allí, tienen una orden judicial y todo eso.

– ¡Mierda!

– No montes ningún numerito, Adam. Esta vez, no.

– No he hecho nada.

– Ya lo sé. Eres la víctima, eso es lo que les he contado, pero estabas allí y hay un chico muerto, así que seguro que te van a hacer preguntas.

Miro la habitación. Es todo lo que tengo, mi espacio, la extraña mezcla de mis cosas y las de papá. No quiero que nadie husmee en ella, mirando cosas que no son suyas.

– Levántate, hijo. Tenemos un par de minutos para prepararnos, eso es todo. Oh, y tu libreta.

– ¿Qué?

– Dámela. No sería bueno que la encontraran, ¿no?

¡Mi libreta! Con la muerte de Junior justo allí en blanco y negro. Vaticinada. Premeditada. Planeada. Mi libreta me podría convertir en un asesino.

– ¿La has leído?

Podría haberlo hecho, pues la última vez me la guardó ella.

Niega con la cabeza.

– No me hace falta. Sé lo que contiene. Están tus fechas, tus números.

– También está el ordenador, el PC de papá, y todo el material que he introducido en él.

Se encoge de hombros.

– No puedo hacer nada al respecto.

Nos miramos y de repente, finalmente, tengo la sensación de que puedo hablar con ella.

– Me estaba amenazando, abuela, pero no lo maté. No fui yo.

Se lleva el dedo delante de la boca.

– No les digas nada -me susurra-. Ni una jodida palabra.

Entonces coge la libreta y se marcha arrastrando los pies a su habitación para vestirse.

El interrogatorio dura todo el día.

No les cuento nada.

– ¿Quién más había? -«¿De verdad creéis que os lo diré?»

– ¿Cómo acabaste en el fuego? -«¿Cómo creéis que lo hice?»

– ¿Viste a alguien con un cuchillo?

Empieza a parecer evidente que no han encontrado el cuchillo. Sigue ahí fuera, en algún lugar: tirado, oculto o quizá alguien lo debe de llevar encima.

No tienen el cuchillo, sino nombres; pero no poseen ninguna prueba.

Estoy esperando que pase como en las series de policías, que aparezca alguien y susurre al oído del tipo que hace todas las preguntas: la pista del asesino que les resolverá el misterio. «Estaba planificado. Al chico le tendieron una emboscada y no tuvo la menor oportunidad.» Pondrán esa expresión de triunfo en sus caras: le tenemos. Pero no sucede nada de esto.

La abuela habla con la abogada que está con nosotros, una mujer joven, pálida y enérgica, que toma notas continuamente en su ordenador. Cierra la tapa de su portátil y empieza a hacer sus propias preguntas:

– ¿Piensan acusarle?

– Si le quieren retener más tiempo, tendré que insistir para que un médico esté presente. Acaba de salir del hospital. ¿Van a retenerle?

– Le están presionando de forma exagerada. Tiene dieciséis años. ¿Conocen el contenido de la Ley de Justicia Penal y Menores de 2012?

No están contentos pero, finalmente, aceptan que hoy no van a presentar cargos y me dejan marchar. Fuera, la abuela estrecha la mano de la abogada y me da un codazo para que yo haga lo mismo.

– Gracias -digo. La abogada esboza una sonrisa.

– Veo que sabes hablar -me dice y le da su tarjeta de visita a la abuela-. Llámeme si necesita algo, de día o de noche.

Vamos a casa, sin saber qué encontraremos cuando lleguemos, pero está igual que cuando la dejamos. Miro mi habitación y todo está bien, no falta nada, ni siquiera el ordenador.

De vuelta al piso de abajo, con la tetera en el fuego y un pitillo encendido, la abuela mete la mano en sus sostenes y saca la libreta.

– Será mejor que recuperes esto.

– Abuela -digo-. Sabes que nunca quise volver a Londres, ¿verdad?

Fuerza la vista y me mira a través de una nube de humo.

– Sí.

– Supongo que ahora tendríamos que irnos. Londres es un mal lugar para mí. Mi madre lo dijo, ¿no? Éste no es un sitio seguro.

– Hombre, pues sobre esta cuestión ella y yo disentíamos, porque yo creo que estás aquí por una razón. Momentos como éste requieren gente como tú, que muestre el camino a los demás. Eres un profeta.

– Como Jesús o alguien por el estilo.

– Quizá.

Noto como si la tierra se moviera bajo mis pies. Sabía que la abuela era rara, pero supongo que ahora está perdiendo el juicio.

– Cállate. No seas tan jodidamente estúpida.

– Otra vez ese lenguaje. Tienes razón, no eres Jesús; él nunca habría insultado a su abuelita.

– Abuela, no soy Jesús, ni nadie parecido. Simplemente soy… normal.

– Ambos sabemos que eso no es cierto.

Se hace una pausa mientras nos miramos: los dos sabemos que tiene razón.

– De acuerdo, soy diferente. Veo cosas, pero ello no significa que pueda cambiar el mundo.

– ¿No puedes? ¿De verdad que no?

– ¡No, abuela!

– Creo que sí puedes y que lo harás.

– Y yo creo que, si no salgo de Londres, voy a terminar muriéndome en una celda de la cárcel.

Entonces se lleva las manos a la cara.

– ¡No digas eso! ¡Ni de broma!

– Abuela, no sé cuál es mi número, pero un jodido montón de gente va a morir aquí y quizá yo sea una de esas personas.

Se desploma en la butaca y se mesa el pelo. Hace tiempo que no se lo tiñe y las raíces grises empiezan a verse. Por una vez, se ha quedado muda; creo que por fin me ha comprendido. Sé que tengo que salir de aquí, y quizá ella me acompañe.

– Hagamos unas cuantas maletas y marchémonos esta misma noche.

Levanta la vista de la butaca.

– ¿Y esa chica…?

Sarah.

Su pregunta permanece aún en el aire cuando suena el timbre de la puerta. Los dos nos quedamos petrificados. Mi primer pensamiento es para Sarah; esa vieja bruja la ha invitado. El corazón empieza a golpearme el pecho. ¿Y si es ella? ¿Qué haré? ¿Qué diré? Luego, pienso que puede ser la policía: han encontrado el cuchillo. Mi corazón no deja de latir como un loco.

– ¿Piensas abrir? -me pregunta la abuela.

– No lo sé -respondo, y me muerdo la punta del labio.

– No parece que quien haya llamado se vaya a ir. Vamos, Adam, dale un respiro a estas viejas piernas.

Voy hasta la puerta principal. Fuera es de noche, de modo que enciendo la luz cuando abro la puerta.

Hay un chaval en el umbral, un chico pequeño con gafas. Durante un segundo, no consigo recordar dónde le he visto antes. Observa mi rostro y luego desvía la mirada, pero entonces vuelve a fijar la vista en mis ojos, no en mi piel.

– Lo… lo siento… -balbucea. Observo un tic en su cara y caigo en la cuenta: es Nelson, el chico del club de mates.

– ¿Qué es lo que sientes? -le pregunto.

– Lo de tu accidente, lo de venir aquí. Solamente creía que deberías tener esto…

Me ofrece una hoja de papel, enrollada con una goma por la mitad.

– ¿Qué es? -le pregunto.

– Son esos cumpleaños. He encontrado la relación. El problema es que…

– ¿Qué?

– El problema… es que no son cumpleaños, ¿verdad?

El tic de su cara está volviéndose loco. Lo único en lo que puedo pensar es: «Más pruebas, impresas, señaladas, cartografiadas.»

– Será mejor que entres.

Desplegamos la impresión encima de la mesita de café de la sala de estar: es un mapa del oeste de Londres cubierto de puntos. Hay tantos que casi no se pueden ver las calles que hay debajo.

– Trabajé con los datos que me diste, aunque no creo que se pueda considerar un análisis. Da igual, es lo que tenía, así que lo intenté. Miré los códigos postales, tuve que hacer conjeturas para algunos y los señalé: colores diferentes para fechas distintas: hay una clave al lado. Cuanto mayor es el círculo, más gente hay. Lo he hecho por grupos: el punto menor señala hasta cinco; luego, de cinco a diez; de diez a veinte, y el mayor, para más de veinte.

Ha utilizado el negro para el 1 de enero, el azul para el 2, el rojo para el 3 y así sucesivamente.

– Así pues, ¿qué tenemos?

Nelson indica una zona con muchos puntos negros.

– ¿Dónde vives, Nelson?

Vuelve a señalar. Negro.

Nos quedamos mirando eso durante un minuto sin decir nada. Nelson no deja de observarme, primero a mí y luego al mapa. Su cara se está volviendo loca: tic, tic, tic. Finalmente se sube las gafas en la nariz y dice lo que ha estado intentando soltar desde que ha llegado.

– No creo que se trate de cumpleaños, Adam. Hay demasiados en algunos lugares y la distribución es muy irregular. ¿De qué se trata? ¿Qué indican estas fechas?

Le miro y veo cómo parpadea nerviosamente, con su cara hecha un saco de muecas. Lo lleva en los ojos; su número: 112027. Si no puedo salvar el mundo, al menos quizá pueda salvarle a él. Puede que el mejor lugar para empezar sea la verdad. Oigo una voz en mi cabeza, la de mi madre, pero la empujo hasta el fondo.

Entonces otra voz vuelve a interrumpirme.

– Cuéntaselo. Cuéntale la verdad.

La abuela está en la entrada de la cocina.

– Son fechas de muertes -le digo-. Las puedo ver. ¿Me crees?

Nelson parpadea y traga saliva. No puedo evitar mirarle, y sus números me dan miedo, tanto por él como por mí.

– Te creo -responde-. No lo entiendo, pero te creo, porque sale por todo internet, Adam. Ven, déjame que te lo enseñe.

Se inclina hacia el sofá y saca un estuche de portátil. Abre la cremallera, se pone el ordenador en el regazo y lo enciende.

– Hice algunas búsquedas sobre la primera fecha, el día de Año Nuevo. Existen sitios de toda Europa Occidental con referencias que hablan de ello, cosas raras en foros y blogs. Existe una secta en Escocia que predice el Apocalipsis para el día 1. Sus miembros se han trasladado a una isla y se han refugiado allí. Hay citas de su líder en un montón de sitios: «Todos hemos pecado. Se acerca el castigo de Dios y aquellos que no estén con él morirán el día de Año Nuevo. He visto la verdad en sus ojos.»

Entra en un sitio.

– Bien -dice-, todavía está aquí.

Hay una foto borrosa de un hombre en medio de un círculo de gente.

– ¿Quién es? ¿Es este tipo?

– Ninguno de los sitios da su nombre completo. Le llaman Micah.

Un escalofrío me recorre la columna y me estremezco.

– Él también puede ver los números -explico-. Eso es lo que dice, eso es lo que quiere decir.

– Hay muchos números allí fuera, siempre los ha habido. Hay toda una historia de gente que decía que iba a estallar el fin del mundo y eso nunca ha sucedido.

– ¿Crees que estoy loco?

Nelson duda por un instante y su cara se contrae con su tic.

– No pasa nada -le digo-. No tienes que responder.

– No, no -dice-. No creo que lo estés. Simplemente… Simplemente, no puedo explicar lo que ves. No consigo encontrar una explicación científica. ¿Qué es lo que ves?

– Ni tan sólo sé si veo los números o sólo los concibo. Cuando miro a los ojos de alguien, los números están allí. Están allí y lo sé. Siempre he podido verlos.

– ¿E indican la fecha en que va morir esa persona?

– Sí. Mi madre, otras personas. He visto sus números. He visto sus muertes.

Nelson no sabe qué hacer ni adónde mirar. No es la clase de tío capaz de preguntarme sin más cuál es su número. Pero lo está pensando, y yo lo veo, y maldigo esto, este don, esta carga. Ojalá pudiera decir algo, que estará bien, pero su número me grita y me perfora la cabeza.

– Nelson… colega… -empiezo a decir, pero se pone nervioso porque no sabe qué va a pasar a continuación.

Se aclara la garganta y sus dedos pulsan el teclado.

– El Gobierno también sabe algo -explica-. Mira, está bloqueando actos públicos y ha denegado todos los permisos para organizar fiestas en Londres a partir del 30 de diciembre. Todo apunta a fin de año, Adam. El Gobierno debe estar preocupado por anular las fiestas de fin de año.

– ¿El Gobierno lo sabe?

– Eso parece. Tan pronto como 01 01 aparece en un sitio, lo cierra. Por eso me sorprende que todavía aparezca esta imagen de Micah.

Debería estar satisfecho, ¿no? Satisfecho de no estar loco. Satisfecho de que otras personas sepan lo que ocurrirá el día uno. Debería alegrarme de no estar solo, pero lo único que siento es una oleada de pánico. Todas mis terminaciones nerviosas vibran, todo mi cuerpo se encuentra en alerta roja. «Es real. Está sucediendo.»

– También hay algo más cerca de casa. Si todavía está. Lo he puesto en mis marcadores… aquí.

Entra en otra página web y me pasa el portátil. Al principio, no entiendo qué intenta mostrarme. La pantalla está llena de imágenes, de algo pintado.

– Tienes que moverte a la derecha y a la izquierda para poder verlo todo.

Parece una zona de guerra: oscuridad, caos, un cielo lleno de humo, manos sobresaliendo entre los escombros, agujeros enormes donde debería haber casas.

Me muevo hacia la derecha. Hay una fecha, como un estandarte en la parte superior: 1 de enero de 2027. Y entonces, los negros, grises y marrones se convierten en rojos, amarillos y naranjas, como llamas que lamen la pantalla. Nelson no mira el portátil, sino que me observa para ver cómo reacciono. Vuelvo a moverme en la pantalla y, en lugar de manos, veo caras, retorcidas por el dolor y el terror. Hay un bebé con los ojos fuertemente apretados, con lágrimas cayéndole por la cara y un hombre que lo sostiene, un tipo negro. Las llamas se reflejan en sus ojos, aunque no son éstos lo que me oprimen las tripas, sino su cara. Tiene la piel hinchada y llena de cicatrices.

Soy yo.

Soy el tío de la imagen.

Soy el que tiene llamas en los ojos.

Hago un tremendo esfuerzo para no vomitar. Intento no oler el humo ni oír el crepitar rabioso de las llamas.

– ¿Qué ocurre?

La abuela viene y mira por encima de mi espalda. El humo de su pitillo se arremolina delante de mi cara y empiezo a ahogarme. Ella lo aleja de mí, pero es demasiado tarde: vuelvo a estar allí, indefenso, mientras el fuego me devora. Toso hasta reventar, no puedo respirar.

Voy tambaleándome hasta la puerta principal. Una vez fuera, me inclino, toso y tengo arcadas sobre la colección de gnomos de la abuela, hasta que, finalmente, vomito.

– ¡Adam! ¡Adam! ¿Estás bien? Cuidado con Norris. Es mi preferido. ¡Oh, vaya, le has dado!

La abuela está a mi lado, mirando cómo vacío todo el contenido de mi estómago. Entonces, tras mi último espasmo, todo mi cuerpo empieza a relajarse. El aire frío de la noche entra en mis pulmones y, poco a poco, me levanto y me enderezo. Nos quedamos así un rato, yo inspirando y espirando, recordando cómo es volver a ser humano, y la abuela quejándose sobre lo que le he hecho a sus adornos de jardín.

Cuando vuelvo a entrar, Nelson está guardando su portátil.

– ¿Qué era eso, ese mural? -le pregunto.

– Paddington, bajo las vías, al lado de Westbourne Park Road.

– Tengo que ir hasta allí y echarle un vistazo. -Sólo pensar en ello ya me produce canguelo.

– ¿Nelson?

– ¿Sí?

– Deberías irte de Londres, marcharte de aquí.

– ¿Qué? ¿Con mi madre y mis hermanos? ¿Y adónde iremos?

– No lo sé, a cualquier lugar. De todos modos, tienes que sacarlos de ese mapa.

Niega con la cabeza.

– Podría intentarlo, pero ¿qué les cuento? ¿Cómo les convenzo para que nos vayamos?

– No lo sé. Es la pregunta del millón de dólares y, si supiera la respuesta, se la comunicaría a todo el país. Sacaría a todo el mundo fuera de Londres.

La abuela me mira y le brillan los ojos.

– Eso ya me gusta más -me dice-. ¡Ése es el espíritu!

– Abuela… -Vuelve a mirarme como si fuera el Mesías.

– Puedes hacerlo, Adam. Puedes salvar a gente.

Nelson me mira a mí, a mi abuela y luego, otra vez a mí. Si yo fuera él, me iría enseguida y no miraría atrás. Pero no soy él y, en lugar de dirigirse a la puerta, dice:

– Internet, allí es donde lo puedes hacer. Controlan los principales servidores y motores de búsqueda, pero existe toda una red paralela a la que no han podido acceder todavía, un millón de blogs, foros y tweets. Puede salir por allí antes de que nadie sea capaz de detenerlo.

– Eres un genio -le digo.

Niega con la cabeza, pero es obvio que está encantado.

– Técnicamente, debería tener un CI de más de 140 para serlo, y sólo tengo 138.

– ¿Qué son un par de puntos entre amigos? Escucha, no entiendo un carajo de internet. ¿Puedes hacerlo tú?

Frunce el ceño.

– No directamente, no sé demasiado sobre la paraweb. Tengo que crear una identidad secreta y encontrar la forma de evitar que me localicen.

– ¿Lo intentarás?

– Claro.

Me da su dirección y número de teléfono.

La abuela cierra la puerta detrás de él y me sonríe.

– Lo estamos haciendo, Adam. Vamos a cambiar la historia.

Quiero entusiasmarme como ella y creer que podemos cambiar las cosas. Pero todo se reduce a los números y a cómo nunca he podido cambiarlos antes. Mamá, Junior, Carl. ¿Nos estamos engañando?

Y en medio de todo aquello, la gran cantidad de números, todas esas muertes en Londres, estoy yo. Alguien me ha pintado en el corazón de todo aquello, engullido por las llamas. Tiene que conocerme o debe de haberme visto para tener mi número y dibujar mi muerte de ese modo.

De manera que esta noche no haré las maletas, porque sé lo que debo hacer a continuación. Tengo que encontrar a la persona que me ha pintado y mirarla a los ojos.

Al día siguiente, salgo temprano, cojo un par de autobuses y luego voy a pie. Sigo la vía del tren y no tardo demasiado en encontrarla. La calle que conduce al pasaje subterráneo está vacía y el viento levanta algo de basura hacia mí. La esquivo y sigo avanzando.

Es un sitio oscuro, incluso de día, con las paredes llenas de grafitis. Cuando me acerco, aflojo el paso y me detengo en la entrada, súbitamente asustado. Me obligo a respirar lentamente unas cuantas veces y, entonces, entro. Lo primero que noto es el frío en mis dedos y mi cara, y la forma en que quedan apagados los ruidos del exterior mientras que los del interior se amplifican, de modo que incluso el sonido de mis zapatos al arrastrarse sobre la áspera superficie produce un ruido fuerte. Huele a humedad, oscuridad y moho y, entonces, de repente, hay alguien más.

Una nube de humo me entra por la nariz y se me mete hasta el fondo de la garganta. El crepitar de las llamas. Una mujer gritando.

Y está justo delante de mí.

La imagen de internet: la cara. Mi cara. Y ahora puedo percibir lo grande que es el mural. Es enorme: va del techo al suelo y mide cinco metros de largo.

– Dios mío -digo, y mi voz resuena por las paredes.

Verlo por partes en la pantalla ya fue un shock, pero esto es algo más.

Quiero recular y verlo todo de una vez, pero no puedo retroceder más: el túnel sólo tiene unos pocos metros de ancho.

Así que me acerco. Me tiembla el brazo, todo mi cuerpo. Tengo la piel ardiendo, el sudor me empapa la gorra y me cae por la espalda. Me apoyo en el muro. Las letras son enormes. Pongo los dedos planos contra la pintura, abiertos, pero ni tan sólo así cubren la mitad del 7. La pared está tan fría y mi piel tan caliente. Me quito la capucha y la gorra, y me acerco. Pongo ambas manos sobre la pared y también inclino la cabeza, con lo que mi frente está contra el ladrillo.

Es como una experiencia religiosa. He mantenido en secreto los números durante tanto tiempo y ahora, aquí, tengo la prueba de que no estoy solo. Alguien más lo sabe. 2027 me ha aterrorizado, pero allí, en un túnel oscuro y frío del oeste de Londres, con esa imagen de muerte y destrucción rodeándome, sé que alguien más comparte ese dolor. Me siento como si volviera a casa.

El ladrillo bajo mi piel está vivo. Lo puedo notar a través de mis dedos: me zumba en los oídos y me sube por las plantas de los pies. Puedo volver a oír los ruidos, los gritos, las llamas lamiéndome, un sonido sordo y profundo cada vez más fuerte, que ahora me llena la cabeza. Aguanto de pie pero cierro fuerte los ojos. La vibración y el ruido son la misma cosa, creciendo a mi alrededor, en mi interior. Hay llamas y caras retorcidas, distorsionadas, aterrorizadas.

Abro la boca y grito. Es el sonido que produje cuando caí dentro del fuego, un ruido animal que sale de mi corazón. El túnel ya no es de ladrillos y piedras, sino una bestia salvaje y viva, una pesadilla viviente. No paro de gritar hasta que me quedo sin aliento.

Entonces, respiro y vuelvo a gritar.

El ruido sordo y el traqueteo se apagan, y me quedo con mi voz resonando por las paredes y el fragor de un tren expreso alejándose hasta convertirse en un zumbido de fondo, y luego, nada.

Me aparto de la pared y abro los ojos. No sé qué me acaba de suceder ni qué parte era real. Tengo las manos heladas; me las froto, y luego me las llevo delante de la boca y las soplo. Los discos de luz a ambos extremos del túnel son grises y cae una lluvia inclinada a través de ellos. Mis ojos me juegan malas pasadas, confundidos por el mural que tengo delante, tan cerca en la oscuridad, y la luz de fuera, así que tardo un poco en comprender que alguien está al otro extremo del túnel, sin caminar, simplemente de pie.

Sólo puedo ver una silueta: pantalones anchos, una especie de chaqueta, el pelo de punta. Y, de repente, me doy cuenta de cuán solitario y aislado es este lugar.

«Mierda, me van a dar una paliza.»

No necesito ninguna bronca, de modo que empiezo a andar hacia el otro lado. «Mantén la calma, no demuestres que estás asustado.» Una vez fuera, me vuelvo por un segundo para ver si me siguen; continúa ahí, observándome. Me detengo y me obligo a volver a mirarle. Ambos estamos de pie bajo la lluvia, mirándonos. Y entonces se me erizan los pelos de la nuca. Estamos muy lejos, pero nuestras miradas se encuentran y noto una ráfaga de calor.

No es un chico, sino una chica. La chica que me odia, aquella cuyo último aliento me rodea mientras ella desaparece dentro de cincuenta años.

Sarah.


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