Adam

Soy como un muñeco de nieve dejado al sol. Todo un lado de mi cara se ha fundido. Las líneas han desaparecido y he perdido mi perfil. La primera vez que me veo en el espejo no lloro. Simplemente, miro una y otra vez, intentando encontrarme en esa cara. Aparto la mirada y la vuelvo a fijar, confiando en que será diferente cuando mire de nuevo, confiando en que se habrá producido algún milagro y que volveré a ser «normal».

Pero no se produce ningún milagro. El fuego me ha desfigurado. Siempre lo estaré.

La policía llega gritando, haciendo todo tipo de preguntas, pero no pienso hablar. Cierro los ojos y mantengo la boca cerrada. Y se van. Mantengo cerradas las cortinas alrededor de mi cama: no quiero ver a nadie ni quiero que nadie me vea. Cuando las enfermeras entran, no las miro. Ahora no debo mirar el número de nadie. Durante un par de semanas funciona, pero un día la enfermera no corre bien las cortinas y el chico de la cama de al lado me mira a través del hueco libre mientras sostengo el espejo delante de mi cara. Es más joven que yo, de unos once años, un pequeño chico pálido, sin pelo. Reconozco ese aspecto: hace quimioterapia, como mi madre.

Le pillo mirándome pero, en lugar de avergonzarse y apartar la mirada, fija sus ojos en los míos y dice:

– ¿Qué te ha pasado?

No quiero hablar con él ni con nadie, pero, sobre todo, no con otro veintisiete. Porque eso es lo que es. Está aquí, hasta las cejas de quimioterapia, cuando su número me dice que desaparecerá dentro de pocas semanas con todos los demás. Finjo que no le he oído, aunque él repite la pregunta más fuerte.

– ¿Qué te ha pasado? Parece una quemadura.

No piensa rendirse.

– Caí dentro de un fuego -acabo contestando.

«Ya está, ya te lo he contado. Ahora, cállate y déjame en paz.» Asiente.

– Me llamo Wesley -dice-. Cáncer, como Jake, que está allí, pero el suyo es en los riñones y el mío es leucemia. En la sangre.

Cuando ve que no digo nada, se lo toma como una especie de invitación y, antes de que me dé cuenta, ya está apartando las sábanas, saliendo de la cama, corriendo mi cortina y encaramándose a mi lado en el colchón.

– Ése es Carl -dice tranquilamente, inclinando la cabeza hacia el chico que hay en la cama de enfrente con ambas piernas enyesadas, y los dos pies en alto-. Accidente de coche -dice en un susurro-. Ha perdido a su padre y a su hermano.

– Mierda -exclamo.

– Sí. -Carl mira hacia nosotros pero, en realidad, no nos ve. Tiene los ojos vidriosos, pero, con todo, consigo ver su número. Desaparecerá mañana.

– Está enfermo, colega. Muy enfermo -le susurro a Wesley.

– No -me responde-. Tiene mal aspecto, pero está mucho mejor que antes. Ahora sólo tiene las fracturas en las piernas. El resto de su cuerpo está bien.

Es evidente que Wesley ha escuchado a los médicos, aunque éstos se equivocan. Los números no cambian ni mienten. Yo debería saberlo.

La abuela me visita por la tarde.

– Abuela, tienes que sacarme de aquí.

– ¿Te estás volviendo un poco loco? No te culpo.

Me ha traído una bolsa de caramelos de menta y se los está comiendo.

– Me están sacando de quicio -bajo la voz y le hago señas, y ella se acerca más-. Los números, abuela. Los números. A algunos de aquí no les queda mucho.

Entonces deja de masticar y me mira directamente a los ojos.

– El chico de allí, con las piernas en alto. Mañana le dan el alta, pero nadie más lo ve. Creen que está bien y apenas se preocupan por él.

– ¿Estás seguro?

– Sí, claro que sí. No lo diría si no lo supiera.

– Deberías contárselo a alguien.

– ¿Debería?

– Quizá…

– No cambiaría nada, abuela. No cambió nada para mamá ni para Junior.

– Quizá esta vez sí.

– Abuela, lo he visto toda mi vida. Los números no cambian. Podría haber muerto en ese fuego, pero no lo hice porque no había llegado mi día. A Junior el cuchillo le habría podido hacer únicamente un rasguño, pero no fue así. Lo mató. Yo había visto su número: estaba sentenciado y nadie lo podía cambiar.

– Pero ello no debería impedirnos intentar… Hablaré con los médicos. De todos modos, tenemos que sacarte de aquí. No creo que sea un buen sitio para ti.

Se levanta y se va a buscar alguien con quien hablar, llevándose la bolsa de caramelos de menta.

Esa noche, cuando la enfermera de guardia hace su última ronda antes de apagar las luces, la detengo.

– ¿Puede echarle un ojo a Carl? -le pido.

– Claro -me responde-. Lo hago con todo el mundo.

– Pero ¿puede hacerlo toda la noche?

Me mira como si hubiera perdido el juicio, y entonces alisa la sábana encima de mis piernas.

– No te preocupes por él. Está bien.

Dejo encendida la luz de la mesita de noche cuando se apagan las luces de la sala y me siento. Me prometo que le vigilaré, que daré la alarma si oigo o veo algo. Cuando noto que empiezo a dormirme, me doy un buen pellizco, lo que me mantiene despierto durante más o menos un minuto, pero luego noto que me vuelvo a dormir y no puedo hacer nada para evitarlo. Lo siguiente que sé es que las luces del techo están encendidas, que hay un equipo médico reunido alrededor de la cama de enfrente y que alguien corre las cortinas.

– ¿Qué ocurre? ¿Qué sucede? -grito, pero nadie me escucha. Wesley y Jake todavía están dormidos, a pesar de la frenética actividad a pocos metros de ellos, y todos los demás están pendientes de Carl.

Posteriormente, todo el personal mantiene la boca cerrada respecto a lo que ha sucedido, ni siquiera Wesley puede descubrir lo que ha pasado.

– Es algo malo -me cuenta-. Alguien la ha cagado, ha cometido un error; si no, nos lo habrían contado.

Lo que él no sabe es lo que yo vi cuando se ocupaban de Carl, intentando salvarle: el charco de sangre que se extendía por debajo de la cortina, las tijeras tiradas por el suelo en medio de la confusión. Supongo que Carl encontró su propia salida.

Pienso en ello todo el día; no puedo pensar en nada más. Si hubiese permanecido despierto, podría haber dado la alarma antes y quizá le hubiera salvado. Sabía que iba a ocurrir algo: les debería haber obligado a escucharme. Ha sido culpa mía.

Hay un espacio vacío donde antes estaba su cama. Me levanto de la mía y camino hasta allí.

– Lo siento, chico -murmuro-. Te fallé.

Pienso que la abuela tenía razón. «Si te esfuerzas mucho, quizá puedas cambiar los números.» Si hubiese permanecido despierto, todo podría haber sido diferente. Ahora, pienso en todos los veintisietes: aún están ahí fuera.

Si aviso a la gente, si consigo que me escuchen, quizá no morirán miles o millones de personas. Quizá pueda salvarlos o, al menos, a algunos de ellos. Aunque sólo salve a unos pocos, merecerá la pena, ¿verdad?

No queda mucho. Será mejor que empiece a contárselo a la gente.

Pero ¿qué puedo hacer para que me escuchen?

¿Y qué voy a contarles?


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