Hay un hombre en mi habitación. Está arrodillado junto a mi colchón y tiene su mano en mi espalda. Es Él. Está aquí. Ya no quiero esto.
Arremeto contra él y mi puño impacta con su barbilla.
– ¡Uf! ¿Qué haces?
No es la voz que esperaba. Es más joven y estridente. Suena familiar.
– Sarah, soy yo. Soy Vinny.
No puedo estar en casa porque la cama está en el suelo y la ventana está en el sitio equivocado. Y de repente recuerdo cómo Vinny me condujo a través de los callejones hasta este sitio, esta casa de ocupas, y cómo me ayudó a subir unas escaleras hasta la parte de arriba de la vivienda. Me enseñó esta habitación: había un colchón en el suelo, nada más, y dijo: «Puede ser el tuyo, si quieres.» Miro la habitación vacía -las tablas del suelo, la placa de vidrio clavada en la ventana- y, a pesar de todo, mi corazón se alegra. Mi habitación, mi espacio, mío.
– Vinny -digo en voz alta-. ¿Qué haces aquí?
– Gritabas y chillabas. Pensaba que te estaban asesinando en la cama.
Ahora mis ojos se están aclimatando a la luz, débil y de color amarillo, que procede de la calle y se filtra a través de los agujeros en el extremo de la placa de vidrio. Me siento. Vinny aparta las rodillas y se sienta con la espalda contra la pared al lado de la cama.
– ¿Estás bien, entonces? -me pregunta.
– Una pesadilla -le explico-. Siento haber hecho ruido.
– No pasa nada -me responde-. No dormía, pero algunos de los demás, sí. ¿De qué va tu pesadilla?
– Fuego -contesto.
– Fuego y azufre.
– No lo sé. ¿Qué es azufre?
– No estoy seguro, lo que hay en el infierno.
– Debe de ser eso entonces, pero no es el infierno, sino aquí.
– ¿Aquí?
– Londres. La ciudad va a arder y yo estoy dentro, y el bebé.
– Eso es fuerte.
– Mmm… También hay alguien más, que me la arrebata y se la lleva hacia el fuego.
– Mierda.
Nos quedamos en silencio durante un minuto. Continúo en esa zona -medio dormida, medio despierta- en que los sueños parecen reales.
– Le he conocido -le cuento-, al diablo de mi pesadilla. Es real.
– Dios santo.
Vinny se acerca un poco más y me rodea con el brazo. Me hace pensar: «Allá vamos: esto es lo que realmente quiere. ¿Sin condiciones? Siempre hay condiciones.» Debo de haber reaccionado, petrificándome o algo por el estilo, porque vuelve a apartar el brazo.
– No pasa nada -me dice-. No busco nada.
– Entonces, ¿por qué dejas que me quede aquí? No puedo pagarte.
Suspira largamente en el aire tranquilo y suave de la habitación y me pregunto si no estará ganando un poco de tiempo, pensando en una buena respuesta. Pero, cuando habla, no lo parece. No me mira, mira hacia delante.
– Hace unos pocos años, yo tenía una hermana -me cuenta-. Se quedó embarazada, como tú, y se marchó de casa. Pidió ayuda y fue a un médico, pero la rechazaron. Ahora lo hacen con todo el mundo, ¿verdad? A menos que le pase algo malo al bebé. No importa si la chica no lo puede soportar, o si está desesperada, como lo estaba Shelley. Así que abortó en un callejón y murió al cabo de pocos días. No lo supimos hasta que el hospital nos llamó.
Sus palabras quedan suspendidas en la habitación, con nosotros. Me pregunto a cuánta gente se lo debe haber contado. Me pregunto si soy la única.
– Vinny, lo siento.
– No es culpa tuya.
– No, pero…
– No es culpa tuya, ni mía, pero la echo de menos. De modo que tienes un lugar donde quedarte todo el tiempo que quieras. Y, cuando tengamos comida, tendrás comida, y cuando me sobre un poco de dinero, te puedes quedar un poco para el bebé.
Me alegro de que todo esté tan oscuro. No podrá ver las lágrimas que me afloran.
– Gracias, eso sería fantástico.
– Podría conseguir algo, cosas de bebé. Si no te importa de donde lo saque.
– ¿Por qué? ¿De qué hablas?
– Será mejor que no lo sepas. Pero es lo que se me da bien, ¿sabes? Conseguir material. Te conseguiré algunas cosas.
El bebé está despierto dentro de mí, se mueve, estira los brazos y las piernas para intentar ganar más espacio.
– ¿Quieres notarlo? ¿Al bebé? Aquí…
Le cojo la mano y la coloco en mi vientre. Durante un par de segundos no pasa nada y, entonces, ella pega una patada.
– Oh, Dios santo… Esto es increíble.
– Lo sé. Cuando empezó, sólo era un pequeño revoloteo, pero ahora es mucho más.
– ¿Es un niño o una niña? En tu pesadilla, has dicho «ella».
– ¿De verdad? -Caigo en la cuenta de que tiene razón-. Supongo que sí.
– Así que es una niña, ¿no?
– No me he hecho ninguna prueba, pero, sí, lo sé. Sé que es una niñita. -Me aguanto el vientre con ambas manos, imaginándomela en mis brazos.
– Eso es todo, pues. Conseguiré cosas rosas.
– Vinny, eso es tan anticuado. Azul para los niños, rosa para las niñas.
– Oh -parece decepcionado, abatido.
– No pasa nada -le respondo-. Que sean rosas. No me importa.