Sarah

Es como una película, una de catástrofes. Estoy en ella, pero también estoy viéndola, viendo cómo pasan cosas a mi alrededor.

Ahora la casa está totalmente en llamas: no hay ninguna posibilidad de salvarla. En el jardín trasero, la gente se apiña en grupos en torno a Adam, a Mia y a mí. Todo lo que puede verse en un jardín trasero suburbano está todavía ahí: un par de columpios, una estructura de barras para niños y una cama elástica. El cuerpo de papá yace a un metro de distancia de un balón saltador. Primero era mío y luego se lo quedaron los chicos; sus ojos de loco y su sonrisa burlona pintados están frente a mí. La cara de papá está tapada. Alguien ha puesto un abrigo sobre él, pero sus manos y piernas sobresalen.

Al mirarle, me pregunto qué debería sentir. No siento nada, todavía no. Es sólo un cuerpo debajo de un abrigo. Es más sobrecogedor pensar en mamá, desplomada en el armario bajo las escaleras. Las llamas ya habrán llegado hasta ella. Está siendo incinerada. Es demasiado horrible para pensar en ello.

Se lo debo. Pasara lo que pasara cuando yo estaba en casa, ella ha salvado a Mia. Incluso estando muerta, la ha protegido.

Miro hacia atrás, hacia la casa.

– Gracias -digo mentalmente-. Te quiero, mamá. -«¿Es verdad? ¿A la mujer que hizo la vista gorda? ¿La quise? ¿La quiero?» Ahora las llamas rugen como una especie de animal y envían cenizas incandescentes y humo al cielo. Yo estiro el cuello hacia atrás, tratando de ver donde termina todo, pero no puedo.

– Le estamos perdiendo -dice alguien. Las palabras me arrastran de nuevo hasta el suelo. Es Adam. Se refieren a Adam.

Todavía está acostado de lado, pero ahora tiene los ojos cerrados. La piel de la espalda y los hombros se ha puesto pálida: blanco quemado por el fuego.

– Está en estado de shock.

Todas estas semanas y meses en mi pesadilla me sentía tan desesperada por Mia… Mi pánico, mi terror, se centraban en ella. Eso era lo que me obsesionaba. Estaba segura de que iba a morir.

Nunca había pensado que podía ser Adam.

– No te vayas, Adam. No te vayas.

No reacciona. Ahora tiene los ojos abiertos, pero están fijos firmemente en un solo lugar. Su rostro empieza a relajarse. Está a punto de morir.

Pongo a Mia en el suelo con cuidado, y sostengo la cara de Adam con las manos ahuecadas y medio agachada, medio recostada, para que mi cara quede frente a la suya.

– Adam, mírame. Mírame, ahora.

Tiene los ojos abiertos, pero no me ve. No hay conexión.

– Adam. ¡Por favor, por favor!

Me inclino hacia delante y le beso suavemente. Su boca sabe a humo. Él no me devuelve el beso.

– Se acabó -dice alguien.

– ¡No! ¡No, no puede ser! -Me estiro hacia delante un poco más y le beso los ojos. Mientras me aparto, mis lágrimas caen, derramándose sobre sus pestañas, salpicándole como la lluvia.


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