Adam

– ¡Sarah!

No se mueve, así que empiezo a andar hacia ella. Avanzo diez metros y entonces reacciona.

– Detente ahí, no te acerques más.

Parece insegura.

– Sólo quiero hablar contigo.

– No tengo nada que decirte.

– Has sido tú, ¿verdad? Tú me has pintado allí. ¿Por qué?

– Ya lo sabes, ya sabes qué haces. -Habla flojito con una voz tranquila, pero me doy cuenta de que esas palabras llevan veneno. Me odia; cree que soy repugnante.

– ¡No! ¡No lo sé!

Doy un paso hacia ella. Ella recula y se agacha para coger una piedra.

– No te acerques más.

– Sarah, no sé qué he hecho. No te he hecho nada, no lo entiendo. Pero sí que sé lo del día de Año Nuevo.

Ahora me escucha, me escucha de verdad.

– ¿Qué es lo que sabes?

– Yo también veo los números de la gente. Hay cientos y miles de personas con el uno, el dos o el tres. Es grande, Sarah, algo grande va a suceder.

– ¿Números?

– Los números que ves cuando miras a alguien, ya lo sabes.

Y entonces me doy cuenta de que me ha estado mirando, de que ahora me mira. Mi número debe de estar mirándole a la cara.

– ¿Números? -repite-. ¿De qué hablas?

– Fechas de muertes, ya sabes. Tú también las ves.

– Cállate, yo no veo ningún número. No me conoces ni sabes nada de mí.

Y pienso: «Sí, sí, lo sé. Puedo ver cómo tus años se extienden frente a ti. Te puedo notar conmigo, sentir cómo nos amamos, tú y yo.»

Me observa, pero en sus ojos no sólo hay odio, sino también miedo. A pesar del frío, está sudando.

– Cállate -me dice-. No hables, simplemente vete.

– Por favor, eres la única persona que lo entiende. Por favor, ¿podemos hablar?

Levanta el brazo y me tira la piedra. Alzo las manos para protegerme, pero es demasiado tarde: me alcanza en la cabeza.

– ¡Aaahh! -grito. Me agacho, intentando respirar a pesar del dolor mientras el mundo se vuelve rojo y negro delante de mí. Levanto la mirada para ver cómo Sarah desaparece por una calle lateral.

Intento levantarme, pero el dolor de mi cabeza es como un peso que me aplasta. Así pues, corro tras ella tambaleándome como un borracho.

Hay filas y más filas de casas adosadas, con unos callejones traseros entre ellas. Ni rastro de Sarah, sin embargo, estoy a punto de dejarlo correr cuando veo un montón de botes de pintura dentro de un contenedor en uno de los callejones. Miro la parte trasera de las casas, y me parece ver que una puerta se mueve.

Está prácticamente fuera de sus bisagras. El patio trasero está completamente abandonado y la parte de atrás de la casa todavía está peor: ventanas rotas o cerradas con tablas, un tejado al que le faltan tejas. Seguramente nadie vive aquí.

Me apoyo en la pared de enfrente y observo la casa. Si me quedo quieto, la cabeza no me duele tanto. Me pica la cara. Me la toco con los dedos y se manchan de rojo.

Alguna cosa se mueve tras una de las ventanas. No puedo ver qué, o quién, pero está claro que hay alguien ahí. ¿Debería llamar a la puerta de atrás? ¿Dar la vuelta hasta la parte delantera? ¿O esperar?

Me quedo allí preguntándome qué debo hacer cuando se abre la puerta de atrás y sale un tipo. Es alto, pero esquelético, con cierta pinta de enfermo. Viene hacia mí con un bate de béisbol.


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