Cierro los ojos. La tele inicia la cuenta atrás a todo volumen: «Seis, cinco, cuatro…» No puedo ver nada. No puedo. «Tres, dos, uno…» Las campanadas del Big Ben resuenan por toda la sala de estar.
«¡Feliz Año Nuevo!» Afuera resuenan los fuegos artificiales como si Kilburn fuera un campo de batalla.
– Piensa, Sarah.
Las llamas están detrás y delante de mí, y no encuentro a Mia. No puedo encontrarla. El edificio cruje, algo se está desprendiendo. Oh, Dios mío, el techo se cae. Hace calor. Es insoportable. La pintura forma ampollas en la escalera. La escalera. «La escalera.» Con sus suaves curvas talladas, desgastadas y todavía más suavizadas por las manos que la han asido, las de los niños que hacen ruido en el piso de abajo y saltan los tres últimos peldaños. Los niños. Mis hermanos y yo.
Abro los ojos.
– Es mi casa. Ella está con mis padres. Se la han entregado a ellos.
Val sigue mirándome: sus ojos son océanos de simpatía y fortaleza.
– Entonces es ahí adonde iremos. Venga, a traerla de vuelta. Vamos, Sarah, ahora o nunca.
– ¿Ahora?
– Ahora. Voy a buscar mi bolso a la cocina.
Y entonces, la televisión se apaga con un «pum» y la casa queda sumida en la oscuridad.
– ¡Maldita sea, otra vez, no!
Los fuegos artificiales prosiguen un rato más, ahora más vivos que antes, y luego se van apagando poco a poco. Está oscuro, pero hay algo inquietante en la oscuridad. Veo que Val se dirige a la ventana de la cocina.
– ¡Oh, Dios mío!
– ¿Estás bien?
– Yo estoy bien. Es el cielo. Mira el cielo.
Sin corriente eléctrica, no hay reflejos que nos impidan ver lo que sucede afuera. Los altos bloques son como unos dedos negros cuya silueta se recorta contra un cielo que se está volviendo loco. Franjas de luz verdes y amarillas se impulsan en el aire y se desplazan ante nuestros ojos, resplandeciendo y apagándose, desvaneciéndose y reapareciendo.
– ¿Qué diablos…?
– Es impresionante, Val. ¿Qué es eso?
– Ni idea, querida. Nunca había visto algo así. ¿Y tú?
– ¿Qué?
– Ese maldito perro ha dejado de ladrar.
Tiene razón. Hemos estado todo el día escuchando su constante guau, guau, guau a través de las paredes, pero ahora está en silencio. Todo está tranquilo.
– Demos gracias a Dios, porque podría haber sido peor -dice. Nos quedamos calladas de nuevo y entonces se empieza a oír un aullido quejumbroso.
– He hablado antes de tiempo, querida. Dios santo, es insoportable. No sé en qué estaba pensando Norma cuando se quedó con ese maldito doguillo.
Entonces se produce la mayor explosión que he oído en mi vida y el suelo se encabrita debajo de mí, lanzándome por el aire; ya no sé qué está arriba y qué está abajo; mis oídos están llenos de estrépito, ruido y desprendimiento, y mi cabeza y mi hombro impactan contra algo duro; hay un destello rojo en mi cabeza y luego nada.