Adam

Yo no lo empecé. No fui yo.

La abuela me dijo que no me metiera en problemas cuando salí esta mañana, y no tenía ninguna intención de hacerlo. Quería, simplemente, presentarme, inscribirme y hacer lo que debía antes de volver junto a ella.

Sé que habrá muchos veintisietes por aquí, porque están por todos lados. Me he pasado el verano tomando nota de ellos. Las entradas en mi libreta muestran la misma imagen en todos los sitios donde he estado.

– Kilburn High Road, 84.

– La tienda de licores, jerez para la abuela, 12.

Hay tantos que ya no apunto los detalles. Sólo anoto cuántos he visto esta vez. Todavía continúo apuntando con todos los detalles a la gente diferente, o a quienes sí sé cómo se llaman. Y eso me hace sentir mejor, bien, un poco mejor. Al menos solía ser así. Pero, cuanto más tiempo llevo en Londres, más me doy cuenta de que he cometido un error. Jamás deberíamos haber venido. Es peligroso. Mucha gente va a morir.

Así que me digo que, de momento, seguiré la misma rutina, mantendré la cabeza baja y tendré contenta a la abuela, pero únicamente hasta que haya encontrado la forma de marcharme y un lugar adonde ir. Tengo que encontrar un sitio donde no haya veintisietes; si allí no va a morir nadie en enero de 2027, parece lógico pensar que tendré más posibilidades de sobrevivir, porque no sé mi propio número, ¿no? Simplemente, no lo sé. La única forma de descubrirlo sería si existiera alguien más que pudiera ver los números… Y estoy bastante seguro de que soy el único.

Se ha formado un atasco junto a la puerta en recepción. No me gustan los gentíos, nunca lo han hecho: demasiada gente, demasiadas muertes… pero me obligo a cruzar las puertas y sumarme a la cola. En un abrir y cerrar de ojos, la gente se apiña detrás de mí, empujándome hacia dentro, y comienzo a asustarme. Me empiezan a sudar las axilas y el labio superior. Miro alrededor en busca de una salida. Hay un montón de números que terminan en 2027 y, de repente, la cabeza está a punto de estallarme: el ruido, el caos, las extremidades atrapadas, los huesos rotos, la oscuridad, la desesperación.

Tengo que calmarme. Mi madre me enseñó cómo hacerlo.

– Respira lentamente -me diría-. Oblígate a hacerlo. Coge aire por la nariz y sácalo por la boca. No mires a nadie, sólo el suelo. Por la nariz: dos, tres, cuatro… Y por la boca: dos, tres, cuatro.

Me obligo a mirar abajo, hacia el bosque de piernas, pies y bolsas. Si no veo ningún número, la sensación desaparecerá. Todo irá bien. Respiro de forma irregular y entrecortada porque no me llega aire suficiente a los pulmones.

«Coge aire por la nariz y sácalo por la boca. Venga, puedo hacerlo.»

No funciona. Cada vez estoy peor. Voy a vomitar… Voy a desmayarme.

Alguien tras de mí me empuja. Clavo los talones en el suelo para no caerme.

«Respira lentamente.» ¿Por qué no funciona?

Más presión. El chico que tengo detrás me arrebata el espacio, intenta apartarme. Me tumbará en cosa de un minuto. Caeré, me pisarán y me dejarán hecho unos zorros. Quizá es lo que tiene que suceder, pero no es como yo quiero que pase y no caeré sin luchar.

– ¡Ya basta!

Me doy la vuelta y le pego un codazo en las costillas.

– ¡Mierda! ¡Vigila! -Escupe aquellas palabras un chico un poco más pequeño que yo, con los dientes destrozados y el pelo al rape. Le he hecho daño, y ahora su mirada dice que me lo va a devolver. Conozco esa mirada: la he visto demasiadas veces. Debería estar de puntillas, alerta, a punto para el primer puñetazo, pero su número me quema. Es diferente, ¿sabéis?, extraño. Únicamente le quedan tres meses de vida. 6122026. Vislumbro el destello de una hoja, el olor caliente y metálico de la sangre y estoy más mareado que nunca. No puedo moverme: su número, su muerte, me tienen atrapado. Cierro los ojos e intento quitármelo de la cabeza, romper el hechizo. Los vuelvo a abrir un segundo antes de que sus nudillos impacten en mi cara.

Alguien le debe de haber empujado porque únicamente me da en la oreja, no muy fuerte, pero lo bastante para devolverme al mundo real. Aprieto los puños y le golpeo en el estómago. Le hago daño, aunque no le dejo sin aliento, porque vuelve a cargar contra mí, una, dos veces, en mis costillas. La gente que nos rodea grita y vitorea, aunque no importa. Lo único que importa somos él y yo.

Le vuelvo a pegar. Ahora quiero hacerle daño de verdad. Quiero que se vaya. Quiero que todo aquello desaparezca: ese chico, esos chavales, esta escuela, la abuela, Londres.

– Muy bien, muchachos, ¡separaos!

Es un guardia de seguridad, grande como una pequeña montaña. Ha llegado hasta nosotros sorteando la muchedumbre y nos ha agarrado a ambos por el cogote.

Dientes de Rata intenta protestar.

– ¡No he hecho nada! ¡Él la ha tomado conmigo! ¿Qué se supone que tenía que hacer?

Pero lo único que consigue es que le sacuda por el cuello y le grite:

– ¡Cierra la boca!

El gentío se separa mientras el guardia nos lleva hacia delante. Nos empuja a través del detector de metales uno a uno y en el otro lado nos cachean. Después recorremos un pasillo hasta llegar a un despacho, donde nos espera el subdirector.

– Basándome en vuestro comportamiento de hoy no os deberíamos haber permitido entrar en la escuela.

Es el típico tío con camisa y corbata, de esa clase que no sabe dirigirse a ti sin humillarte. Ahora nos lee la cartilla, pero no le escucho. Me fijo en la caspa encima de sus hombros, en lo raído que está el puño de su chaqueta.

– Es lamentable que os peleéis en vuestro primer día, lamentable. ¿Qué podéis decir en vuestra defensa?

Supongo que Dientes de Rata, que en realidad se llama Junior, ya ha estado en despachos como éste con anterioridad y sabe cómo funcionan las cosas. Los dos nos quedamos callados y, al cabo de diez segundos, más o menos, decimos al unísono:

– Nada, señor. Lo sentimos, señor.

– Sea lo que sea lo que tengáis el uno contra el otro, quiero que se quede en esta habitación. Daos la mano, chicos.

Nos miramos, y otra vez su número tapa todo lo demás y estoy con él cuando el cuchillo entra. Puedo notar su sorpresa, su incredulidad, el dolor insoportable.

– Dame la mano, gilipollas -me suelta entre dientes Junior.

Vuelvo a ser yo mismo, en la habitación con el profesor y él. Me tiende la mano, se la cojo y nos las estrechamos. Aprieta tan fuerte que me crujen los huesos de los nudillos. Me mantengo impasible y le devuelvo el apretón.

– Lleváoslos de vuelta a matriculación. No quiero volver a veros por aquí a ninguno de los dos. ¿Lo entendéis?

– Sí, señor.

Nos llevan por el pasillo y nos ponemos al final de la cola. Estoy delante de Junior, quien se inclina hacia mí y me susurra al oído:

– Acabas de cometer el mayor error de tu vida, cerebro de mierda.

Me avanzo un poco para alejarme de él y le doy un golpe a la chica que tengo delante.

– Lo siento -digo.

Ella se medio vuelve: es una chica unos quince centímetros más baja que yo con mechones rubios en el pelo. Me empieza a fulminar de reojo, pero, entonces, se detiene y abre los ojos como platos.

– Oh, Dios mío -susurra.

Sé que la gente piensa que soy raro por cómo les miro y mantengo la mirada. Intento no mirarla, de verdad, pero a veces me quedo atrapado, congelado por sus números, por cómo me hacen sentir, tal y como hice con Junior. Pero no he estado mirando a esta chica; simplemente me he puesto a la cola.

– ¿Qué? -pregunto-. ¿Qué ocurre?

Ahora se ha vuelto del todo y no me quita los ojos de encima. Los tiene azules, del azul más azul que jamás he visto, aunque tiene unas bolsas oscuras debajo, y las mejillas pálidas y hundidas.

– Tú -dice con voz apagada-. Eres tú.

Palidece todavía más y se aleja de mí, tambaleándose, para salir de la cola, sin dejar de mirarme mientras retrocede, y, de repente, es como si el resto del mundo se hubiera fundido.

Su número, su muerte, me dejan completamente anonadado.

Más de cincuenta años en el futuro, y ahí está ella, escabulléndose fácilmente de su vida, bañada en amor y luz. Lo puedo notar, por todo mi ser, dentro de mí y de mi cabeza. Y no está sola, yo estoy con ella: ella es yo y yo soy ella. ¿Cómo?

De repente, se da la vuelta y echa a correr por el pasillo. Uno de los guardias la ve y le grita, pero ella no se detiene.

– ¡Uuau! ¡Una fugitiva! -dice Junior detrás de mí-. No irá lejos, no sin haberse matriculado. -Y lleva razón. Ninguna de las puertas se abrirá. Veo cómo zarandea un pomo tras otro, desesperada. Los aparatos del techo siguen sus movimientos. Se está poniendo histérica: da puñetazos y patadas contra el vidrio. Y, entonces, dos guardias la agarran por debajo de los brazos y la traen de vuelta hasta nuestra posición, antes de llevársela a una habitación lateral, cerca del mostrador de recepción. Ella forcejea y grita, con la cara contraída por la rabia, aunque, cuando abre los ojos durante un segundo y me vuelve a ver, hay alguna cosa más, tan clara como su número.

Está aterrorizada.

Aterrorizada por mí.

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