Adam

– ¡Lo has conseguido, Nelson, eres un crack! ¡Lo has logrado!

– Tú también lo has conseguido; has aparecido en todos los medios de comunicación. Cuarenta millones de visitas en YouTube.

¿Cuarenta millones? Eso es colosal.

– Lo estamos consiguiendo, tío. ¡Lo estamos consiguiendo!

– Me tengo que ir, Adam. Sólo quería ponerme en contacto contigo y despedirme…

– ¿Dónde estás, tío? ¿En un lugar seguro?

– No te lo puedo decir, ni tampoco hablar mucho rato; creo que mi teléfono está intervenido.

– Pero ¿estás fuera de Londres?

– Todavía no.

– Nelson, vete. Vete ya.

– Sí, lo haré. Pero tú también tienes que irte, ¿no?

– Nos iremos. Tan sólo me quedan un par de cosas por resolver. Pero nos vamos a ir. ¿Nelson?

– ¿Sí?

– Gracias, colega.

– Está bien. Hemos hecho algo bueno. Nosotros…

Se corta la comunicación. Vuelvo a llamar inmediatamente, pero nada, ni buzón de voz ni nada.

– ¿Era tu amigo? -pregunta la abuela.

– Sí, pero se ha cortado.

– Suele pasar, ¿no?

– Sí, supongo. Ha dicho que le estaban escuchando en su teléfono. ¿Crees que lo habrán intervenido?

– No, es sólo la maldita red telefónica. No imagines nada más, Adam.

– No quiero que le pase nada. Ha hecho mucho por mí.

– Ahora no puedes preocuparte por él. Tenemos cosas más cerca de casa en las que pensar.

La abuela inclina la cabeza hacia Sarah, que está sentada como un zombi en el sofá, con los ojos fijos en la tele a pesar de que en realidad no la está viendo. Ella se encuentra así desde que las dos han vuelto de la comisaría de policía. La abuela ha intentado levantarle el ánimo, y yo también, pero está tan triste que apenas habla.

– Vamos a recuperarla, Sarah. Lo haremos. Si no te dejan tenerla contigo, al menos podrás visitarla, y luego nos la… llevaremos.

La abuela agita las manos, tratando de hacerme callar. Sarah me mira.

– Ni siquiera me han dejado verla -dice con la voz cargada de desprecio-. No la veré en mucho tiempo, tal vez nunca. Y no sé dónde está, no con seguridad.

– Podemos pensar en algo…

Y a continuación me lanza una mirada que dice «cállate» tan claramente como si me lo hubiera gritado a la cara, así que lo hago. Me siento en una silla y finjo que veo la televisión. Está puesto un canal de noticias que muestra diferentes escenas de distintas estaciones de autobuses, autocares y trenes de Londres. Hay una noticia sin confirmar sobre alguien aplastado en el metro. El pánico está empezando a propagarse por toda la ciudad.

– Yo no quería esto, gente que resultase herida tratando de salir. Esto no formaba parte del plan.

La pantalla muestra el andén del metro de King’s Cross: se ve un cuerpo en una camilla, con el rostro cubierto.

– ¡Oh, Dios mío! Esto no está bien. Esto no está bien.

– No es responsabilidad tuya, Adam -dice la abuela-. No puedes culparte.

Ahora estoy de pie.

– ¡Claro que es culpa mía! ¡Yo lo he hecho público! He hecho que medio Londres esté intentando irse.

– La gente debe tener cuidado y valerse por sí misma.

Doy dos pasos y me sitúo junto a la abuela, que está de pie.

– ¡Cállate, abuela! ¡Calla! ¿Qué pasaría si todos los demás tuvieran razón y sólo fueran paranoias de mi cerebro? ¿Qué pasaría si estuviera chiflado, desequilibrado? El primer día del año no va a pasar nada. Y ahora la gente está muriendo al intentar escapar de algo que no va a suceder.

– Cálmate, cariño, cálmate.

Cada vez que habla, lo empeora. Pensaba que lo entendía, pero no puede. Si lo comprendiera no me diría que me calme.

– ¡No me digas eso! Está en mi cabeza, abuela, dentro de mí. Todas esas cosas. Yo pensaba que podía hacer algo bueno, pero se está convirtiendo en algo malo. ¡No quiero que sea así, que la gente muera! ¿Por qué muere la gente? ¿Por qué, abuela?

Se aleja de mí, pero yo no puedo dejar de gritar. Hay demasiada rabia dentro de mí. Es como si ahora la botella se hubiera descorchado.

– Estoy matando a personas, abuela. Los estoy matando. Nunca quise que pasara esto. Yo…

– Adam, mira. Mira. -Es Sarah. Su voz me hace parar en seco-. Mira quién sale ahora.

La pantalla ha pasado de King’s Cross al primer ministro.

– Oh, Dios mío, él no -refunfuña la abuela.

– Chis…

– Actuó como un maldito inútil la primera vez. Dios sabe porqué le volvieron a votar, es un pedante y un imbécil.

– Abuela, cállate. Quiero escuchar lo que dice.

Me siento en el brazo del sofá donde está Sarah.

– Gente de Gran Bretaña, tengo por costumbre hablar con vosotros por Año Nuevo para reflexionar sobre los últimos doce meses y trazar proyectos para el año que viene. Hablo con vosotros ahora, un poco antes de lo acostumbrado, para hacer un llamamiento a la calma. -Tiene el rostro colorado y su calva reluce bajo los focos de la televisión-. Sé que habréis oído el rumor de que Londres se encuentra ante una crisis, pero quiero aseguraros que no es así.

– Mira sus manos: no puede mantenerlas quietas. Está mintiendo.

– Cállate, abuela.

– Se trata de un rumor pernicioso promovido por gente que desea sembrar el terror en toda nuestra nación. No tendrán éxito, y os puedo asegurar que encontraremos a los responsables y que sobre ellos caerá todo el peso de la justicia británica. Contamos con los sistemas de vigilancia más avanzados del mundo y los servicios de inteligencia más sofisticados. Para vuestra tranquilidad, he elevado el nivel de seguridad del país a rojo, lo que significa que en la actualidad todo el personal del Gobierno está plenamente comprometido en el mantenimiento de vuestra seguridad. Os insto a todos a que os dediquéis a vuestras ocupaciones cotidianas con calma. Londres es seguro. No tenéis que salir de la capital. Hoy estaré aquí, trabajando en Downing Street con normalidad, y mañana seguiré en el mismo lugar. Lo mejor que podéis hacer por vosotros mismos, por vuestras familias y por nuestro país es mantener la calma y continuar con vuestra vida con normalidad. Gracias.

El canal vuelve a conectar con el estudio desde donde se emiten las noticias. La abuela alarga la mano para coger el mando a distancia y baja el volumen.

– Según él, todo está bien, pero sospecho que tiene un maldito y enorme refugio bajo el número diez, ¿no? -dice.

– ¿Crees que alguien le escuchará?

– Ni idea. Alguien debe de haberle votado. Quizá ellos le escuchen.

Me siento agitado. Me invaden un millón de pensamientos.

– Ahora no sé si quiero que la gente se vaya o se quede -digo.

– Queremos que la gente se vaya, ¿no? Tú lo has visto. Tú y Sarah. Tú has visto lo que va a suceder. No estás loco. Tienes un don y la oportunidad de cambiar las cosas. De todos modos -se sorbe la nariz-, ahora ya no depende de ti, querido. Tú has puesto esto en marcha, pero ahora sigue su curso. Me parece que ya no está en tus manos.

Sarah se incorpora un poco.

– Van a encontrar a los responsables -cita las palabras del primer ministro-. Ésos somos nosotros, ¿no?

– Nosotros y Nelson.

– ¿Qué van a hacer? ¿Qué van a hacernos? -Sus preguntas quedan flotando en el aire cuando alguien aporrea la puerta. Sarah da un grito ahogado, la abuela blasfema y yo cierro los ojos. ¿Y ahora qué? ¿Y ahora, qué? Quiero que todo esto pase de una vez.

– ¡Abran! ¡Policía!

– Mierda, es mejor que abramos. ¿Adam? -dice la abuela-. Abre la puerta antes de que la echen abajo.

Voy arrastrando los pies, pongo la cadena y abro la puerta lo suficiente para ver quién hay fuera. En el patio delantero hay media docena de polis uniformados.

– ¿Adam Marsh? -pregunta el que está al frente.

– Sí -digo.

– Abra, por favor.

– ¿Qué desean?

– Abra, señor.

Empujo la puerta para quitar la cadena. Estoy a punto de abrir bien la puerta cuando la empujan contra mi cara y una mano me agarra la muñeca y me pone unas esposas alrededor.

– ¿Qué coño…?

– Adam Marsh, tengo una orden de detención contra usted por el asesinato de Junior Driscoll el seis de diciembre de 2026.


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