Adam

¿Cómo puede dormir la gente de noche? ¿Cómo pueden cerrar los ojos, relajarse y entregarse al sueño? Cuando cierro los ojos, veo números, muertes, caos. Veo edificios derrumbándose a mi alrededor, abriéndose paso hacia mis pulmones, las llamas me rodean. Oigo gritos, gente chillando pidiendo ayuda. Veo el destello de una hoja, noto cómo se desliza entre mis costillas, sé que eso es todo, que es el fin.

No lo puedo soportar, estar solo, a oscuras, con sólo estas cosas en mi cabeza para acompañarme. A oscuras, todo es más grande y acuciante. Me quedo tumbado y no puedo escaparme de ello. Mis piernas no paran de moverse, a punto para correr, pero no tengo ningún sitio adonde ir. El corazón me martillea en el pecho; respiro deprisa y entrecortadamente. Mi mano busca a tientas, encuentra el interruptor de la luz y me siento en la cama, frotándome los ojos hasta que se acostumbran a la claridad.

Miro alrededor en la habitación. Ahora, éste es mi mundo. No voy a la escuela, ni salgo. Me quedo aquí, día y noche, noche y día, escuchando cómo el perro del vecino ladra las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.

Intento conseguir mejor información para Nelson. Tenía razón, necesitaba direcciones y códigos postales. Necesitaba saber dónde vivía la gente, no sólo dónde yo los había visto, en la calle. Lo puedo hacer de dos formas: empezar por un sitio concurrido y seguir a la gente hasta su casa o esperar fuera de los edificios, lo que sea, y apuntar los números cuando salgan. Pero, de uno u otro modo, me pillará la policía.

Empiezo a pensar que es algo que puedo hacer: lo abordo como si fuera un trabajo, como ir al trabajo cada mañana. Después de tres días y tres arrestos, la abuela me castiga y, de hecho, tampoco quiero salir. La escoria local me tiene controlado, programado en sus búsquedas. Tan pronto como salgo por la puerta, lo saben y me siguen. El tercer día sólo pasa media hora antes de que oiga el zumbido del avión teledirigido por encima de mi cabeza.

No estoy haciendo nada malo, y no me acusan de nada pero, en Londres, el mero hecho de pasearte, de tener dieciséis años y de ser negro es suficiente para que te detengan y te lleven a comisaría. Me cachean, me meten en una celda, me interrogan y me vuelven a soltar. Encuentran mi libreta en el primer cacheo.

– ¿Qué es esto?

– Nada.

– Es una libreta. ¿Qué escribes en ella?

– Nada.

Empiezan a hojearla.

– Aquí hay nombres, fechas, descripciones. Eres algún tipo de acosador, ¿verdad? ¿Éste es tu pequeño y asqueroso juego?

Entonces, me cierro en banda. Es mejor no decir nada. Que crean lo que quieran. No le he hecho daño ni he molestado a nadie: no tienen nada contra mí. Me graban en vídeo, y toman notas directamente en el portátil en la sala de interrogatorios.

Al tercer día, quien me hace preguntas no es la policía, sino un par de tipos trajeados. Hay uno joven, con el pelo naranja y una ridícula corbata con una cinta, y uno mayor, con la barriga sobresaliéndole de los pantalones. Me preguntan prácticamente lo mismo que los polis: ¿por qué me paseo? ¿Qué apunto? No respondo nada, ni una palabra. Entonces, el más viejo me tira una indirecta.

– Conocí a tu madre -me dice-. A Jem. La conocí hace dieciséis años. Me supo mal cuando me enteré de… bueno, ya sabes.

Me ha pillado; ahora tiene toda mi atención y ha conseguido que quiera más. Le miro a los ojos y veo que es un superviviente. Su fecha indica que le quedan todavía treinta años.

– La interrogué aquí en el Abbey, cuando estuvo aquí metida. Dijo que podía ver números, las fechas de la muerte de la gente. Provocó un buen revuelo en ese momento. Después, lo negó todo, dijo que se lo había inventado.

Se rasca los dientes con la uña.

– La cuestión es -dice- que siempre me ha inquietado porque no creo que se lo inventara. Creo que vio a esa gente en el London Eye, que vio sus muertes. ¿Es eso lo que ves, Adam? ¿Eres como ella?

Quiero responder «sí» y contárselo. Él me creería y podría ayudarme; ayudarme a solucionar esto.

– Porque si es así -continúa diciendo- tienes mi comprensión. Quiero decir que es una cosa horrible con la que convivir.

Le miro, intentando calarle, intentando no revelar mi nerviosismo.

– No debe de ser fácil. La cuestión es que podrías ser condenadamente útil para la gente como yo, aunque también podrías causar un montón de problemas.

Y, de repente, un escalofrío me recorre el cuerpo. No ha sido exactamente una amenaza, pero sé que no estamos en el mismo bando. Y me pregunto quién es este tipo. ¿Del MI5? ¿MI6?

– He visto lo que has escrito en tu ordenador de bolsillo y algunas páginas de tu libreta. Hay un montón de números próximos al uno de enero. ¿Qué va a suceder, Adam? ¿Qué ocurre en tu cabeza?

No digo nada. He estado sopesando la posibilidad de hablarle sobre Año Nuevo, pero, de hecho, él ya lo sabe, es evidente, por eso está aquí. En cualquier caso, no tengo ninguna respuesta. No sé qué va a ocurrir.

Aparto la mirada de él y, mientras su voz continúa hablando, intento imaginármelo haciendo las mismas preguntas a mamá.

– ¿Cómo era? Mi madre. ¿Cómo era cuando la conoció?

Sonríe.

– Insolente. Manipuladora. Grosera. Me gustaba.

– Soy como ella -digo-. Somos iguales.

Él suspira, y suena como el aire saliendo de un globo, y entonces me doy cuenta de que él está tan tenso como yo, aunque finja estar tranquilo y relajado. Se inclina hacia delante.

– Lo que tenemos es algo peligroso. Peligroso. No se debería compartir ni hablar de ello; resulta sencillo enojar a la gente, asustarla. ¿Entiendes lo que te digo?

– Sip.

– O sea que no debes hablar de ello, sólo se lo puedes contar a la gente como yo. De hecho, queremos que lo hagas, que nos cuentes todo lo que sabes. Toma… -Busca dentro del bolsillo de su chaqueta y desliza una tarjeta por encima de la mesa: nombre, número de móvil, dirección de correo electrónico-. Me puedes llamar -termina- a cualquier hora.

Pero cuando la abuela viene a recogerme, se la llevan a un lado y hablan con ella como si yo no estuviera en la sala.

– Muestra un comportamiento perturbador… recomendamos evaluación psiquiátrica… fuera de la casa sin supervisión…

La abuela finge que les escucha. Mantengo la cabeza gacha y los ojos pegados al suelo hasta que todo ha terminado y volvemos a Carlton Villas en autobús.

– ¿Qué tramas, Adam? ¿Qué intentas hacer?

Es la única persona con la que podría hablar, y no con esos agentes secretos trajeados, pero no puedo. Nos separa un muro de ladrillos y no puedo atravesarlo. En parte por la clase de persona que es, su actitud, las cosas que dice, y en parte por la clase de persona que no es. No es culpa suya ni de mamá, pero no se lo puedo perdonar, todavía no.

Así que me quedo en mi habitación, despierto las 24 horas del día, y busco por internet algunas pistas mientras escucho cómo llega el correo al buzón. Tan pronto como oigo el ruido, bajo corriendo las escaleras. Debo llegar antes que la abuela, porque no quiero que lo sepa. No quiero que vea el torrente de notas que me envía Junior. Sé lo que dirá o casi. Te puedes hacer una idea con los primeras: «6122026. Estás sentenciado. ¿Estás preparado?» «Despídete de tu abuela, perdedor. Estás acabado.»

A veces, la abuela es la primera en llegar a la puerta. También tiene unos horarios extraños.

– Es para ti -me dice. Tiene el sobre en las manos y lo está observando.

– Dámelo -le digo mientras alargo la mano.

– ¿Amigo? -me pregunta-. ¿Novia? Puede venir gente aquí, ya lo sabes. Si quieres.

No digo nada, y sigo con la mano estirada hasta que ella capta la indirecta.

– Adam -me dice cuando me doy la vuelta y empiezo a subir las escaleras-. Espera un momento. Tenemos que…

Su voz se pierde cuando cierro la puerta tras de mí. «Hablar.» Tenemos que hablar. Ojalá pudiera.

Pongo el sobre con los demás y enciendo el ordenador de papá. Es antiguo pero se conecta a la red, aunque tarda una eternidad, e incluso yo sé utilizar Google. Generalmente tecleo «2027» o «fin del mundo» pero esta noche es diferente. Esta noche voy a preguntar por aquello que me mantiene despierto.

Mis dedos eligen las letras de forma insegura, hasta que la casilla de búsqueda dice: «¿Cuándo moriré?»

Y aprieto enter.

Ochocientos treinta y un millones de resultados. Hago clic en el primero. Me hace preguntas. ¿Qué edad tengo? ¿Fumo? ¿Cuánto peso? ¿Cuánto ejercicio hago?

No me molesto en llegar al final. Sitios como éste no saben nada de lo inesperado. No saben nada de la bomba, del fuego o de la inundación. No saben qué va a ocurrir en Londres dentro de pocas semanas. No saben si un chiflado con un cuchillo me va a encontrar antes de que todo esto ocurra.

Y yo tampoco.


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