Adam

Él no la dejará entre los escombros. Está herido, gravemente herido. Tenemos que llevarlo al hospital para que alguien pueda curarle las quemaduras de la espalda, pero no nos lo permitirá.

– Está ahí dentro -dice, mirando hacia la casa-. La abuela está ahí dentro. No me voy a ninguna parte.

Si tuviera fuerzas, volvería a entrar, pero las llamas son demasiado intensas y, además, Adam está destrozado. Sólo ha conseguido escapar con su propia vida. La suya y la de Mia.

No hay equipos de bomberos para apagar las llamas, sólo una pandilla de vecinos viendo impotentes cómo se quema la casa. Se alejan uno a uno, de regreso a sus propias casas destrozadas, o para ver si pueden encontrar ayuda. Nos quedamos en el jardín -Adam, Marty, Luke, Mia y yo- vigilando y esperando. Esperamos hasta que se extingue el fuego y la columna de humo se reduce a casi nada. Pasamos la noche acampados mientras a unos metros de nosotros resplandecen las brasas.

Por la mañana queda claro lo desesperado de nuestra tarea. Toda la casa se ha derrumbado, reducida a un confuso montón de cenizas, madera quemada y metal… y, en alguna parte, huesos humanos. Mi mamá está ahí dentro, al igual que Val.

Adam mira fijamente los restos humeantes.

– Adam -digo-, no podemos.

Quiero salir de aquí y encontrar alguna ayuda para él. Durante la noche, la piel de su espalda se ha hinchado y se le han formado ampollas. Él dice que no le hace daño, pero a mí me duele mirarlo. No sé cómo alguien con unas quemaduras tan graves todavía puede estar vivo, pero me alegro de que él lo esté. Es cierto lo que dicen: no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes. Y yo he estado a punto de perder a Adam. Creo que lo perdí. Se fue y regresó.

– Ha muerto -digo, con tanta dulzura como puedo-. Lo siento mucho.

– No podemos dejarla aquí.

De pronto estoy de regreso en Carlton Villas, y Val está mirando fijamente los escombros de lo que había sido su casa. Ella no quería irse, pero yo la obligué. Y ahora voy a tener que hacer que Adam la deje a ella.

– No podemos hacer nada más por ella -digo-. Tenemos que encontrar un médico. Necesitas uno.

– ¿Por qué?

Pienso que está preguntando por sus quemaduras. Él no puede verse a sí mismo, no por completo, de manera que no sabe lo mal que están, pero entonces dice:

– ¿Por qué ha muerto, Sarah? ¿Cómo pudo cambiar su número?

– No lo sé. Val pensaba que tú podrías cambiar los números. Ella me lo dijo, y creo que lo has hecho, Adam. No sé cuánta gente ha salido de Londres, pero deben de ser cientos, quizá miles. Tú los has salvado. Y a Mia.

Entonces me mira.

– No sé nada de los cientos y los miles. No sé cuáles eran sus números, pero Mia… Ella es diferente. Tú sabías el número de Mia -dice.

– Sí, lo vi en tu libreta.

– Yo estaba equivocado. Los números que vi estaban mal.

– No, los viste, pero han cambiado. Tú lo has conseguido.

Entonces mira hacia otro lado y los ojos se le inundan de lágrimas.

– Yo quería salvar a Mia, pero nunca hubiera… Nunca…

No tiene que acabar la frase. Lo sé: él nunca hubiera hecho daño a su abuela.

– ¿Lo he hecho yo, Sarah? ¿La he matado yo?

– No, por supuesto que no. Tú has salvado a gente, tú… -Me detengo. Él vuelve a mirarme y sus ojos se ven muy atormentados. Quiero decir lo correcto, hacerlo lo mejor posible, pero hay algunas cosas que nadie puede hacer mejor. Y hay algunos momentos en que las sandeces simplemente no sirven de nada-. Adam, no lo sé, no entiendo nada de los números, no sé cuáles son las reglas. Tal vez fuiste tú, puede que fuera Val. Ella deseaba ayudar. Ella te quería mucho, Adam. Era una mujer fuerte.

– Yo la odiaba, Sarah. Yo la odiaba… pero también la quería. Nunca se lo dije.

– No necesitabas hacerlo. Ella lo sabía pese a todo.

– ¿Lo sabía?

– Claro que sí.

Sacude la cabeza y mira hacia otro lado.

– Adam -digo-, has salvado miles de vidas. Eres un héroe.

Ahora no me mira ni responde. Pero uno de sus ojos derrama una lágrima que le corre por la piel de su rostro lleno de cicatrices.


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