Adam

Un lado de mi cuerpo está frío y húmedo. Tiemblo y me incorporo. Encima de mí, el cielo está explotando: cohetes que estallan como granadas de mortero, se desata una lluvia de estrellas sobre mí. Veo los colores reflejados: la sensación es similar a la de estar rodeado. Parece un campo de batalla. «La noche de las hogueras [1] siempre es así», pienso. Pero luego vuelvo a mirar hacia arriba. «No es cinco de noviembre, sino Año Nuevo. Ya ha pasado la medianoche: ya es uno de enero.»

Me apoyo con las manos en el suelo y un brazalete metálico se desliza por mi muñeca. ¿Un brazalete? Yo no llevo joyas, nunca lo he hecho. Mis manos tocan el limo y me doy cuenta de que hay barro bajo mis dedos: estoy junto a un río, con el agua a un metro o dos de distancia.

Miro a mi alrededor. Otro cohete ilumina el cielo y gracias a su destello veo un furgón volcado de lado junto al muro. La cabina está destrozada y la puerta de atrás está abierta.

Me tambaleo sobre mis pies, haciendo una mueca por el dolor que siento en todo mi cuerpo. Doy unos pasos hacia el furgón. Ahora la sirena está en silencio. En el suelo, cerca, hay un montón de algo. Me agacho: es una persona. Un cuerpo. Mi guardia. La otra mitad de las esposas sigue en su muñeca, con la cadena rota por el impacto.

– Lo siento, amigo -digo. No puedo encontrar más palabras.

Avanzo hacia la cabina dando traspiés. El suelo está empapado. Me resbalo y pierdo el equilibrio. Hay dos cuerpos más en el interior del furgón. Sus airbags se han activado correctamente, pero no los han salvado.

Me doy la vuelta.

¿Dónde demonios estoy?

Avanzo dando tumbos y mis manos golpean algo frío, áspero y viscoso: el muro del río. Lo sigo, pisando basura y cosas traídas por la corriente. Llego a unos escalones y me derrumbo sobre ellos, respirando con dificultad, tratando de procesar todo lo que me ronda por la cabeza.

Ahora los fuegos artificiales se van calmando, ya sólo son unos pocos cohetes en la distancia, pero el agua brilla, verde y amarilla. Es de lo más extraño. Miro arriba y veo franjas de colores que resplandecen y se desvanecen en el cielo.

– ¿Qué diablos…? -murmuro, y luego oigo el estrépito más fuerte que he escuchado en mi vida, el suelo se levanta debajo de mí y salgo despedido por los aires. Aterrizo con el agua hasta los tobillos. El cielo todavía está lleno de colores brillantes, y ahora es la única luz que se ve.

Todo lo demás ha desaparecido.

Toda la ciudad está en tinieblas.

Y en silencio. Sin tráfico ni sirenas, sólo algunos gritos y alaridos resuenan al otro lado del río.

El agua se escurre a mi alrededor, llevándose el barro que tengo debajo de mí. Me siento como si estuviera siendo asimilado por la tierra, como si fuera a desaparecer tragado por el lecho del Támesis. Es como la playa, como Weston, cuando estás en la orilla del mar y las olas van y vienen, arrastrando la arena debajo de los dedos de tus pies, haciendo que te tambalees.

Ahora el agua se ha ido por completo: sólo hay barro húmedo, ya no hay río. Empiezo a caminar otra vez hacia donde creo que está el muro. Si hemos cruzado el río, voy a tener que volver al otro lado para encontrar a la abuela. Pero, espera, no hay agua. Podría cruzarlo. No necesito encontrar un puente. Retrocedo y atajo hacia el otro lado, pero sólo he dado unos pasos cuando una vocecita en mi cabeza me vuelve a llevar de regreso a Weston.

«Las olas van y vienen.»

El agua no ha desaparecido del todo. El Támesis no tiene ningún desagüe. Es un río, un río con régimen de marea. Ahora se ha ido, pero volverá.

Y de pronto mi cabeza se llena de los veintisietes que he visto muertos en el agua, con los pulmones llenos, indefensos, ahogados.

Me vuelvo otra vez y trato de correr, pero el barro es tan pegajoso que es como si corriera a cámara lenta. A mi izquierda puedo oír un sonido, un ruido sordo o un estruendo. «Vamos, vamos.» Intento seguir adelante, levantando un pie y luego el otro. Tengo que encontrar las escaleras, salir de aquí y subirme a algún sitio, llegar más alto, fuera de su alcance.

Pero ya es demasiado tarde. Miro por encima del hombro: no lo veo, pero sí lo oigo. Toneladas de agua suben disparadas por el cauce del río, un monstruo embravecido viene hacia mí. Me paro en seco, tomo una bocanada de aire, pero llega antes de que esté preparado; me golpea mientras estoy recobrando la respiración y me levanta los pies del suelo. Lo único que puedo hacer es cerrar la boca y los ojos mientras mi cuerpo es zarandeado como si fuera un muñeco de trapo. El agua me retiene hasta que mi pecho está a punto de reventar. No puedo aguantar más; tengo que respirar, abrir la boca.

No puedo.

Pero tengo que hacerlo.


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